He pasado los últimos meses en compañía de Hacerse el muerto. Intentando hacerme la muerta en Argentina y en España; intentando arribar a los recovecos del lenguaje que con suma destreza encara Neuman. ¿El resultado? El que me dejan todos los buenos libros. Deseos de explorar mucho más las posibilidades del lenguaje y unas ansias infinitas de seguir escribiendo. Los buenos libros tienen una doble ventaja: te ofrecen una realidad verídica que vuelve más irreales las propias circunstancias y, por otro lado, te renuevan la inspiración, te motivan a escribir y a intentar hacerlo cada vez mejor. ¿Se puede pedir más?
La lectura te permite aferrarte con más ahínco a la realidad que te has ido labrando pero también te recuerda lo finito de la existencia y te obliga a ponerte inevitablemente en camino. Le debo a Dostoyevski el deseo de llegar a analizar los límites más recónditos del alma humano y a Neuman la necesidad de hacerlo buscando un lenguaje cada vez más avisor y escurridizo, un lenguaje que se baste a sí mismo cuando llega al lector, que se convierta en lo que cada lector desee. Y siempre volvemos a Barthes, el compromiso del autor es escribir, pero el mismo compromiso deberíamos asumir los lectores: porque lo más maravilloso de la literatura es que puede reescribirse en cada lectura.
He escrito un artículo más extenso de esta obra en Poemas del Alma, los invito a que lo lean si así lo desean.