J. tiene un puesto de presitigio en un organismo internacional. Vive en Asia Central pero tiene un novio australiano al que echa mucho de menos. El divorcio geográfico, con varios miles de kilómetros de por medio, tiene los muchos inconvenientes que ya se imaginan, pero también la ventaja de que cada encuentro es una luna de miel. Hace un mes que se vieron en Tailandia y dentro de poco se han citado en Dubai.
Además de en su pais, J. ha vivido en Alemania y Estados Unidos. Habla con fluidez su idioma materno, además de inglés, francés y ruso. Es guapa, sofisticada e inteligente. Levanta suspiros a cada paso. Ilumina habitaciones enteras con su presencia.
Una de las cosas curiosas de la naturaleza humana es que solo puede ir adelante. Nuestro cerebro está programado para aprender, pero no puede retroceder en lo aprendido. J. es ya una persona diferente, extraña para sus semejantes. Lejos de generar admiración, sus logros la hacen parecer distante. En una sociedad tradicional y conservadora como la suya, es como la bola negra del billar.
Estaría bien que al nacer nos advirtieran que los caminos de la vida son como esas puertas automáticas de los aeropuertos. Sobre cada uno de nosotros también cuelga un cartel que reza: “No se detenga. No retroceda”.