Hacia Pica por la ruta de las quebradas

Por Zogoibi @pabloacalvino

Estoy sentado a una mesa en un agradable restaurante de Pica, en mi segundo día de estancia aquí, valorando si quedarme otros tres o cuatro para matar la semana y pico que aún me falta hasta tomar el vuelo de regreso a España. En vista de lo ya conocido, no sé si encontraré mejor lugar para esta última etapa del viaje. Pero no adelantemos acontecimientos y prosigamos el relato donde lo dejé el capítulo anterior.

Había comprado con bastante antelación el billete de Arica a Humberstone porque dicho trayecto es aquel que la tribu de inmigrantes que se adueñó del bus me había impedido disfrutar cuando lo recorrí a la ida, y tenía muy presente mi frustración por tal pérdida, en especial la de los paisajes que el paso por las quebradas ofrece. Ya entonces me impuse como ineludible objetivo el tener la ocasión de fotografiar a placer esas vistas a la vuelta, de modo que ahora me procuré el mejor asiento posible a tal fin, y tenía puestas muchas espectativas en esta nueva ocasión.

Cuando me senté en la plaza nº 1 del bus, piso superior, primera línea, justo tras el parabrisas panorámico, apresté la cámara para que no se me escapara ni una foto digna de ser tomada. Sin embargo, fuese porque me vencía la modorra, porque la iluminación solar no coadyuvó -como había hecho a la ida- a imprimir dramatismo a los paisajes, porque -como a menudo ocure- el aspecto o apariencia de un determinado lugar varía mucho según se lo mire desde un punto u otro, o simplemente porque para disfrutar de las cosas como debemos, lo mejor -en palabras de León Felipe- es "pasar por todo una vez, una vez sólo, y ligero", el caso es que el viaje me decepcionó bastante. Pese a que, desde mi privilegiado asiento, gozaba de una visión sin obstrucciones, me pareció que, después de todo, aquellos parajes no eran para tanto. Resultado: apenas le di trabajo a la cámara.

El famoso trayecto de las quebradas de Tarapacá, que tanto me había impresonado y tan hondo se me grabó en la memoria cuando viajaba en las peores condiciones imaginables, se me presentaba ahora como algo corriente en Chile, tal vez un poco más llamativo que otros ya realizados en este país, pero que no justificaba haber condicionado mi programa de viaje; lo cual tampoco significa que me arrepienta de haberlo hecho así, porque la verdad es que no tenía otro plan mejor, salvo, tal vez, aquella salida en velero que me había ofrecido el marinero de Arica el día anterior. Sea como fuere, una persona como yo agradece la oportunidad de fijarse algún objetivo, aunque luego resulte decepcionante.

Otro de los objetivos que me había marcado semanas atrás era el de conocer Pica, este oasis "de libro" donde ahora estoy, en lo más pelado y llano del desierto, y que cuando iba de camino a Perú se encontraba saturado de turistas por coincidir las fechas con las fiestas de La Tirana, tanto que no hallé ni una plaza libre pese a haberlo intentado en más de veinte alojamientos. Por eso tuve que pasar de largo y conformarme con hacer noche en Pozo Almonte. Pero ya entonces, sólo con ver en los mapas ese pequeño punto aislado en el desierto, que prometía ser el colmo de la tranquilidad, se me antojó que tenía que conocerlo a mi regreso. Y ahora me ha llegado la ocasión.

Fui el único viajero que se apeó del bus de Arica (que continuaba camino hasta Iquique) en Humberstone, ese cruce en mitad de la nada donde, dos meses antes, había pasado algunas horas de incierta espera. Allí tomaría el primer transfer que pasara con destino a Pica. Había en la parada cuatro o cinco hombres, entre los cuales destacaban dos que, por su actitud, enseguida identifiqué como venezolanos: sentados o recostados en el suelo, la música pachanguera a todo el volumen que daban sus teléfonos móviles, y acompañando el ritmo tamborileando sobre el bordillo con botellas vacías, todo en ellos era hacer el ganso y llamar la atención. El veneco mayor, al oírme preguntarle a un tercero por el transfer que yo esperaba, no titubeó en entrometerse: "¿De qué parte de España es usted?" (Como ya tengo dicho, a la gente de ciertos países le encanta presumir de su habilidad para adivinar procedencias.) "Del centro", respondí vagamente. "¿De Castilla... León?", dijo él entonces con algo menos de aplomo. "De ahí mismo." Y no hubo más charla porque en ese momento pasaba una camioneta con el letrero "PICA", levanté la mano, se detuvo, subime y marcheme.

Desde Humberstone hasta Pica hay media hora de carretera a través de una pura pampa, si bien el transfer tarda más en llegar porque hace parada en Pozo Almonte y en un par de pequeños oasis (con sus respectivos poblados) que hay por el camino. Nada más llegar me enamoré del lugar: un pueblo en cuadrícula rectangular de diez calles por lado, cuya actividad gira en torno a su pequeña plaza y a sus dos largas vías principales, al extremo de una de las cuales, ya "extramuros", hay dos cochas (del quechua kocha, laguna) con aguas "semitermales" que constituyen su atractivo turístico y -quiero suponer- principal recurso económico, pues hay en Pica no menos de treinta hospederías y otros tantos comedores o restaurantes, número desproporcionado en un pueblo que tendrá dos o tres mil habitantes como mucho. Pero lo que a mí me atrajo no fue el lado turístico sino la atmósfera soñolienta, de vida -por así decir- "a cámara lenta"; y también el ambiente de far west, ya que las tres o cuatro calles más antiguas parecen apropiadas para un decorado de western, con fachadas de madera y aceras porticadas y pasamanadas que me cautivaron desde el primer instante. "He acertado", me dije; y me propuse indagar en la historia de esta localidad, curiosidad que sólo he podido satisfacer esta mañana.

Pero mi primera necesidad fue, obviamente, alojarme. Tenía hecha con anterioridad una reserva en un hotelillo, pero cuando me encaminaba hacia él pasé por un edificio muy gracioso, con fachada de madera sobre la que colgaba un letrero del mismo material que rezaba "Hostal Parrón". Abrí la puerta y eché un vistazo a su interior, que me sedujo al instante: un corredor umbrío, fresco y aseado, decorado con buen gusto, y al fondo un luminoso patio semi cubierto. Tenían habitaciones libres y, aunque pequeñas, considerablemente más baratas que la que yo tenía apalabrada. Aparte, la señora que me atendió (y a la que, por cierto, no volví a ver) me pareció tan agradable que decidí quedarme allí, no sin antes procurarme interiormente una coartada moral para cancelar mi habitación en el hotelillo (coartada que encontraría en "la general informalidad de las reservas hoteleras en esta parte del mundo") y llamarlos excusándome tras una disculpa cualquiera.

Mi pieza era pequeña y oscura, ya que el pequeño ventanuco de cristales tintados daba al corredor, pero a cambio era tranquila y fresca, a diferencia de la otra que tenían libre, más espaciosa y luminosa pero más cercana a la calle y junto a un pequeño cuartito del que emanaba el constante zumbido de un motor eléctrico. En cualquier caso, se trataba de la habitación aceptable más barata que había encontrado en Chile hasta el momento: quince lucas.