François Bruschet, en Campos y Ruedos, nos contó que los toros de Don Cesareo, el cura de Valverde, ya no pastarán más en tierras charras. Un francés se los lleva para la Camarga. Mientras Salamanca, cuna del toro bravo, se empobrece a ritmo somalí, los franceses taurinamente nos siguen dando sopas con honda: en 2012 nos roban un hierro mítico y no nos librarán de ninguna corrida de Cuvillo. El próximo movimiento gabacho que se espera es la creación de unos guiñoles del jédiez jodiendo la marrana como dios manda.
En Encastes Bravos nos muestran la antepenúltima camada de Sánchez Cobaleda que, como todos recordamos, mandáse hace unos meses las vacas de vientre y sementales al matadero. Para este año tiene ocho o nueve corridas, destinadas a festejos de rejones de poca monta, pues el monoencaste Murube impide que los patas blancas sean del agrado de los caballeros más afamados.
Cuando uno habla, aunque a veces parece que escupe lenguas de fuego, contra el encaste Domecq, no lo hace por simple necedad, ni porque los que disfrutamos de un tipo de toro, faena y torero distintos a los prototipos actuales -excesiva nobleza, arte a espuertas y artistazos del copón bendito-, fuésemos maletillas en Atapuerca. No creo que haya aficionado que tenga remilgos para alabar el hierro que críe toros con casta, poder y trapío, proceda de donde proceda. El problema es mucho más profundo que el manido "es lo que está embistiendo y permitiendo el triunfo" o el escasamente meditado "es que representa la mayoría de la cabaña brava"; ni siquiera es consecuencia del sempiterno enfrentamiento entre toristas y toreristas. La triste realidad es que si la sociedad está destaurinizada, el gran público que asiste a los cosos se está analfataurinizando. Exceptuando cuatro o cinco lugares, Madrid, Zaragoza; y Valencia, Pamplona, Bilbao y Sevilla en menor medida; el toro que sale en las ferias del resto de la piel de toro una tarde tras otra es parecido, y no vamos a meternos en el charco de si peor o mejor. Negro, normalito de pitones -siendo magnánimos-, anovillado, bajo, blando de patas, lleno de buenas intenciones y colaborador.
Así, si el lector viniera con servidor a una de las muchas placitas, sobre todo de por aquí abajo, donde llevan años y años sin ver un pitón que no sea Domecq, o en ferias en las que el noventa por ciento de sus toros lidiados en los últimos diez o doce años han sido de un mismo encaste, corroboraría con tristeza la ignorancia, que es decadencia, de los asistentes. Que si el toro marrón claro; el de los cuernos pa'rriba, si es que se los ha doblao contra el comedero; el de los lunares blancos, si es hijo de vaca lechera; ese que sale de chiqueros cabreao, porque se tira bufando, como un político rencoroso, a las capas; el que va más de dos veces al caballo, si es porque se conocen de la finca; el tobillero, que ya está toreado; aquel que con su mansedumbre dificulta la lidia, si es porque viene de familia de las vacas locas... y asi, un montón de gaches que hunden al taurino más pintao.
La crítica al monoencaste Domecq no es tirria de una banda de aficionados rencorosos, simplemente es el celo que una parte de apasionados profesan hacía un animal único. Despectivamente llamados toristas, como si el ídolo del torerista no necesitase de un toro para levantar las fiebres adolescentes en el tendido y el Diez Minutos.
La variedad de castas, capas, hechuras, encornaduras, comportamiento -salida de toriles, caballo, banderillas y muleta- debería de ser la base de los conocimientos de todo aquel que quiera ver de toros. Conocimientos que, con tanto bicho parecido, nos están negando a costa de dar a conocer una tauromaquia pobre que está favoreciendo la creación de un encaste de taurinos ricos y egoístas: los monomillonarios.