(AE)
Creo que para los que sigan este blog no les cabrá duda alguna de cuántas veces hemos sacado a colación la gran labor que la Iglesia y los religiosos hacen por las personas más necesitadas de este continente africano. Son muchos, muchísimos, los que se dejan la piel a diario en las labores más arriesgadas y meritorias y hemos dejado constancia de ello en muchos posts. Sin embargo, hoy quizás sería de justicia hablar de un aspecto que a veces por caridad apenas se toca pero que está ahí y hay que mencionarlo porque forma parte integral de la realidad que nos rodea. Me lo ponen a huevo las portadas digitales de los diarios españoles de estos últimos días cuando presentan a una anciana religiosaSor María Gómez, de las Hermanas de la Caridad, presuntamente implicada en un robo de bebés, especialmente nacidos a madres solteras o que tenían ya abundante descendencia.
Durante muchos años, alrededor de la figura de los religiosos se creó una aureola de santidad y de impecabilidad que les hacía casi personajes intocables incluso por las instituciones civiles. Hoy vemos que no todo era trigo limpio (no hay más que pensar en los abusos sexuales por parte del clero en muchos países) y quizás se sufren hoy las consecuencias de no haber cuestionado en su día a ciertos personajes o ciertas prácticas. De manera especial, la heroicidad de vivir en países de misión en condiciones extremas y alejados del mundo “civilizado” tenía un elemento añadido que les hacía alcanzar casi la categoría de héroes, y en cierto modo se lo tenían merecido ya que trabajaban meritoriamente en campos en los que pocos se atrevían a hacerlo. El problema era que en algunos casos, la conciencia que ellos tenían de “hacer el bien” parecía que les diera el derecho de actuar a su antojo y casi con una total impunidad.
Recuerdo el caso de un sacerdote, el cual en sus regulares misivas a su numeroso grupo de bienhechores en Europa recurría a historias truculentas para impresionarles, ablandarles el corazón... y la cartera. Les hablaba de los leprosos a los cuales las ratas les comían los pies y ellos - por la insensibilización de su enfermedad - no se daban cuenta de las mordidas o les contaba situaciones como que tenía enfrente de su despacho una larguísima fila de enfermos y él no tenía ni siquiera una miserable aspirina que darles (mentira cochina, por cierto)... El fin era legítimo (obtener más fondos para su misión), los medios en cambio no parecían serlo tanto. Si no era esto decepción o engaño, se aproximaba mucho, pero él seguía convencido de que no había nada malo en hacer las cosas de la manera como él las hacía.
En muchas acciones caritativas del pasado, la palabra transparencia solía por desgracia brillar por su ausencia. Nadie dudaba de la entrega y del celo de estas personas ni menos aún del mérito de sus acciones, pero al mismo tiempo nadie podía arrogarse el derecho de preguntarles que rindieran cuenta de sus recursos. Hace algunos años, a nadie se le ocurría preguntar al heroico director de un orfanato de dónde sacaba sus donativos para gestionar el lugar y cómo los utilizaba. Parecería algo completamente violento y fuera de lugar. ¿Quién se iba a atrever a hacer algo así con las Madres Teresas o los Vicentes Ferrer de nuestro mundo? Era algo inconcebible.
Me gané un enemigo el día en que confronté a un activo misionero con la presunta “irregularidad” de uno de sus proyectos de desarrollo. De una organización había obtenido en aquel entonces 10 millones de pesetas destinadas a construir un dispensario... pero la realidad era que la misión donde estaba ya tenía un dispensario. En vez de ser sincero y comunicarle esto a la organización, se agarró como un clavo ardiendo a la cláusula del proyecto que incluía una pequeña partida “para contribuir a la construcción de viviendas del personal sanitario”... y, aplicando el principio de tomar el todo por parte, se permitió utilizar la cantidad íntegra de la donación en la construcción... de un maravilloso convento para las monjas ya que una de ellas se iba a hacer cargo de la gestión del dispensario. Hombre, no es que esté mal construir casas decentes para las religiosas, pero la cosa cambia cuando el donante ha determinado que ese dinero vaya para otro fin completamente diferente, a saber, un dispensario para la gente. Cuando supe esto y le dije que me parecía una inmoralidad para con la organización donante, a aquel sacerdote se le cambió el color de la cara; no salía de su asombro imagino por el hecho de que nadie antes había osado cuestionar así sus obras caritativas. A partir de ese momento, comenzó a mirarme con una mezcla de desconfianza y temor, casi como si fuera yo el mismo diablo que venía a fastidiarle su benemérita labor apostólica. Nunca me lo perdonó.
Yo me imagino que el caso de monja en cuestión es un reflejo de una actitud reverencial ante el personaje altruista que se veía en el pasado y que ahora – afortunadamente – parece destinada a desaparecer. No se trata sólo de “hacer el bien y punto” obviando cualquier pregunta o cuestión ética referida al tema sino más bien de “hacer el bien y hacerlo de una manera adecuada e intachable”, dentro de unas básicas normas éticas y respetando siempre la integridad y la dignidad de las personas. No me queda la menor duda de que tanto esta como otras religiosas han querido lo mejor para los niños que estaban a su cuidado, pero en su celo por hacer el bien se equivocaron cuando no quisieron o no supieron ver que no todo estaba justificado. A la hora de hacer el bien, está muy presente la tentación creerse uno Dios, haciendo y deshaciendo a su antojo siguiendo su particular criterio y sin dejar que nadie medre en esa labor.
Las cosas han cambiado para bien. La presencia ahora de tantas organizaciones no gubernamentales y la concurrencia para la obtención de fondos públicos y privados ha hecho que las congregaciones e instituciones religiosas y/o misioneras se pongan las pilas y comiencen a ser más transparentes en la gestión de sus actividades. Para presentar un informe final y justificar un proyecto concluido no valen ya cuatro fotografías que muestren a niños exultantes alrededor del proyecto finalizado y un par de pies de foto que enternezcan a un donante... ahora hay que presentar cuentas, recibos, informes narrativos, indicadores, factores de verificación, testimonios, etc... porque el donante y la sociedad en general merece que se le asegure de que el dinero confiado a personas e instituciones se ha utilizado racionalmente y la cosa se ha hecho bien según unas normas básicas de comportamiento. Que les pregunten si no a organizaciones como Manos Unidas y otras por el estilo cómo han tenido que endurecer sus requisitos y condiciones para financiar proyectos simplemente porque había un número significativo de religiosos que se escudaban en su estatus de benefactores de los pobres para no poner todas las cartas en la mesa ni tener que justificar minuciosamente sus proyectos.
Es cierto que nuestro mundo necesita héroes y modelos de entrega desinteresada (nos hacen falta siempre, pero aún más en estos tiempos de crisis), lo que pasa es que necesitamos héroes que no tengan una contabilidad B ni oculten esqueleto alguno en su armario. Un historial limpio desde el punto de vista ético forma parte integral no sólo del heroísmo filantrópico, sino también de la verdadera santidad.