No sabía el tiempo que llevaba inconsciente. Sólo que era noche avanzada. Y que ya no estaba en su casa. Recibió una patada en la pierna derecha. Centró su visión borrosa y pudo apreciar que estaban en el bosque cercano. Notó los grilletes que llevaba colocados en las muñecas y los tobillos, además de un collar de acero herrumbroso alrededor del cuello. Del centro del collar, de una argolla, surgía una cadena de recios eslabones. Recibió una segunda patada, que le hizo de alzarse. De pie pudo ver que no era el único unido a esa larga cadena. Una mujer joven, de poco más de treinta años, a la que no tardó en reconocer como una camarera de una cafetería local, estaba amordazada con un trapo húmedo, con las cuencas de los ojos ensangrentados, los párpados hinchados, pues le habían arrancado los globos oculares, y a su lado un hombre de unos cincuenta años en la misma situación de endeblez física que él, mudo de por vida por la falta de la lengua. La cadena fue tensada por la figura enorme de rostro deformado, y tironeando de ella, obligó a que los tres prisioneros le siguieran por un camino, alejándoles más y más de sus hogares. Al lado de aquella monstruosidad iba el niño canturreando con diversión: ¡Vida o esclavitud eterna!
La vida cada uno de ellos la quiere
Así que total obediencia se nos debe. ¡Vida o esclavitud eterna! ¡Qué gran dilema! Si la vida no cedes y por tanto no te mueres, Esclavitud consigues, y la libertad pierdes. ¡Vida o esclavitud eterna! Bien harás en atinar, Que luego ya no habrá vuelta atrás. ¡Vida o esclavitud eterna!
La figura de gran tamaño y la más pequeña condujeron a Nathan y a las otras dos personas apresadas hacia su esclavitud eterna en plena noche de
Halloween.