Han sido numerosas las crónicas que se han hecho (en cuento, novela, artículos periodísticos, ensayo y hasta poesía) sobre el artista que, entregado a una labor sin recompensa económica inmediata y rodeado por la incomprensión, se muere de hambre. Pero la que elaboró el noruego Knut Hamsun en su obra Hambre es una de las más intensas y desgarradas que he podido leer.Su protagonista ejerce una especie de periodismo freelance que apenas lo deja ver algunas coronas de vez en cuando. Escribe artículos sobre los temas más variopintos y cuando, después de muchas vueltas, los acerca al periódico de turno, recibe el rechazo, la indiferencia o, menos frecuentemente, unas monedas por su trabajo. Alguna vez ha intentado ser ayudante de caja, tenedor de libros y hasta bombero (lo rechazaron por llevar gafas), pero jamás ha logrado un sitio en el que instalarse y del que cobrar. De tal forma que se ve sometido a las más tristes humillaciones: vende su chaleco (pasando a partir de entonces un frío atroz y constante), intenta vender sus gafas, los botones de su chaqueta y hasta la colcha vieja que le prestó un amigo… Sus lamentos van aumentando, conforme la situación se vuelve más angustiosa: “¿Cuál era mi enfermedad? ¿Era que el dedo de Dios me había señalado? Pero ¿por qué a mí precisamente? ¿Por qué no había elegido, puesto que también está allí, a un hombre de América del Sur? Cuanto más pensaba en ello, más inconcebible me parecía que la gracia divina me hubiera escogido precisamente como conejo de Indias para sus experimentos”.Golpeado por las penalidades, tiene que dormir una noche en el bosque, se hace pasar por transeúnte para que lo dejen pernoctar en una comisaría, se hospeda sin pagar en una pensión de mala muerte (de la que amenazan con echarlo casi todos los días), come de limosna (resulta espeluznante la secuencia en la que pide a un carnicero un hueso crudo “para su perro” y luego lo mordisquea en un rincón hasta que le llega el vómito)… De vez en cuando tiene alucinaciones o se deja llevar por pensamientos absurdos, como inventar una palabra y obsesionarse con ella, o indagar las dimensiones que tiene un agujerito que ha visto en una pared. El lector alcanza al final de la novela la certidumbre de que el protagonista está a punto de perder la cabeza como consecuencia de la privación tan prolongada de comida…
Novela dura, salpicada por escenas crudísimas, Hambrenos coloca en la zona menos romántica de la literatura, allí donde el lirismo cede al dolor de tripas y donde las ojeras no resultan seductoras. Impresionante.