Hambre de cultura

Por Siempreenmedio @Siempreblog

‘Banquete nupcial’, de Pieter Brueghel el Viejo.

Por más que lo intento, no logro desprenderme de mi voraz apetito. Ando hambreando por las esquinas, a todas horas del día. Cuando era un niño mis compañeros de clase odiaban las verduras, el pescado y el queso azul. Yo no. Me gustaba todo: las garbanzas, las lentejas, la carne de cabra, la coliflor guisada y hasta las alcachofas. En las celebraciones no despreciaba ningún picoteo y disfrutaba de lo lindo al comer endibias amargas. Recuerdo que cuando íbamos a pasar el fin de semana con mi abuela a Rojas, en El Sauzal, los domingos casi siempre tocaba puchero, un puchero especial, hecho sobre fuego de leña y en caldero de acero. Esos días, con ocho o nueve años, me podía meter entre pecho y espalda dos platos y un pan. La tarde del sábado íbamos a pescar, jugábamos a las cartas y, por la noche, cenábamos sopa de arroz. Recordarlo me hace sonreír, pero también la boca agua. Mi gazuza no conoce límites.

A los diez años descubrí un mundo maravilloso: las bodas. La primera a la que asistí con plenas facultades mentales tuvo lugar en el Club Náutico de Santa Cruz, el mejor marco posible para un estreno nupcial por todo lo alto. Sería más o menos 1985, la era del ZX Spectrum, de los aguacates rellenos y de la tarta helada Comtessa. Allí estaba yo, en la boda de uno de mis tíos maternos, con unos pantalones bombachos de terciopelo, camisa de cuello bordado y un hambre atroz. Jamás olvidaré el momento en que entré al comedor. “¡Mamá! ¿Todo esto es gratis?”, grité, tirándole de la falda, en un salón atestado de gente. Pude ver cómo mi madre entraba en uno de esos momentos difíciles en los que no sabes si desaparecer a lo Dynamo o pulverizar a tu hijo de un mandoble, dejando caer el brazo discretamente a 1.ooo kilómetros por hora. Cuando se quiso dar cuenta, mi hermano y yo nos afanábamos por engrandecer la reputación de la familia devorando canapés, de rodillas sobre una mesa. Hace poco tuve que pasar por allí, por el club. Pensé que ya se habrían olvidado, pero el tipo de la garita tenía una foto mía clavada en la pared con una cruz negra encima. Una desgracia.

Con los años, después de serme vetado el acceso a la mayor parte de salas de fiesta, me he especializado en las inaguraciones de exposiciones. He recorrido los principales centros de la cultura de Tenerife: el Ateneo de La Laguna y sus croquetas de jamón, la tortilla del Círculo de Bellas Artes, los delicados sándwiches fríos del IES Canarias Cabrera Pinto… Hoy sobrevivo así, persiguiendo oportunidades, buscando a diario en Lagenda la convocatoria de una actividad cultural con brindis. Mientras sobreviva el arte, con permiso de la crisis, lograré apaciguar mi voraz apetito. Y de paso, aprender algo. El hambre, siempre se ha dicho, agudiza el ingenio.