Hambre y hambruna son conceptos diferentes, con implicaciones diferentes, y hay que tener cuidado con su uso indiscriminado, tanto en los documentos técnicos como en los medios de comunicación. Las definiciones de hambre son complejas y poco claras en términos cuantificables, y todavía no se ha llegado a un consenso a pesar de las notables consecuencias políticas y humanitarias que conlleva una declaración u otra (Howe & Devereux, Famine intensity and mangnitude scales, Disasters 28(4): 353, 2004).
De manera general, hambre es un concepto coloquial, entendible y mucho más amplio conceptualmente que hambruna. No tiene una limitación temporal o geográfica precisa, es multicausal y suele asociarse a causas estructurales, de naturaleza crónica, muy dependientes de factores antrópicos. Hambre tiene dos acepciones, tales como “la sensación física dolorosa o desagradable causada por la falta de alimento”, que todos entendemos y hemos vivido alguna vez, y por otro lado “la recurrente falta de acceso a los alimentos” (Anderson, 1990, Journal of Nutrition 102: 1559-1660).
La hambruna se puede definir como una grave escasez de alimentos en un área geográfica grande, aunque menor que un país, y que afecta a un gran número de personas en un periodo de tiempo determinado. La consecuencia suele ser la muerte por inanición de gran parte de la población afectada, precedida por una grave desnutrición o malnutrición (FAO, Nutrición Humana en el Mundo en Desarrollo, 1997). Tal y como señaló Amartya Sen, desde la existencia de una prensa libre, las hambrunas, si se dan, suelen durar poco pues la presión mediática y el sistema actual de atención a las emergencias humanitarias se encargan de hacer frente al problema. En la antigüedad, las hambrunas podían durar varios años, pero actualmente apenas duran unos meses.
Las hambrunas pueden definirse como proceso o como resultado, y hay numerosas definiciones teóricas y prácticas. Desde un punto de vista nutricional y operativo, las hambrunas se pueden considerar como tales si la tasa de mortalidad global sobrepasa 1 persona por día por cada 10,000 personas en la zona, o la tasa de mortalidad infantil, de menores de cinco años, excede 2 niños por cada 10,000 personas por día (WFP, Food and Nutrition Handbook, 2000). También, con cifras de desnutrición aguda global superiores al 15% podríamos considerar que estamos ante una emergencia. En todo caso, hay que considerar las tasas habituales de mortalidad y desnutrición infantil en la zona o país, y aplicar los umbrales considerando cada caso (Checchi & Roberts, Interpreting and using mortality data in emergencies, ODI, 2005). Para Centroamérica, los especialistas consideran que tasas de mortalidad infantil superiores a 1 son ya consideradas de emergencia.
En los últimos 25 años, lo más parecido a una hambruna, aunque muy limitada en intensidad, tiempo y espacio, fue lo que sucedió en el departamento de Chiquimula (Guatemala) en 2001, a causa de la prolongada sequía que afectó a la zona, y que impactó sobre todo en poblaciones indígenas, tradicionalmente pobres y muy marginalizadas. Si nos atenemos a las cifras y magnitud de impacto, aquello no puede considerarse una hambruna.
Desde entonces, muchos niños y niñas mueren por desnutrición aguda severa y causas asociadas, sobre todo en Guatemala y Honduras, pero no podemos considerar esas muertes como parte de una hambruna, sino como los casos más extremos de un estado de hambre crónica, estructural, que deviene en picos estacionales de desnutrición aguda cada año por las mismas fechas (junio-agosto), en un fenómeno que se denomina “Hambre Estacional” y que hasta ahora no ha sido tenido en cuenta en las políticas públicas de seguridad alimentaria.
Si vulgarizamos el uso de la palabra hambruna y lo aplicamos a cualquier situación, corremos el riesgo de tergiversar la realidad y desnaturalizar su significado. Al igual que una muerte violenta no es lo mismo que una matanza, ni mucho menos una masacre se puede equiparar a un genocidio, la hambruna es una fenómeno particular, altamente mortal, que requiere una intervención inmediata y humanitaria, y cuyas soluciones difieren en intensidad, emergencia y metodologías de un periodo de hambre crónica. El problema de Centroamérica es hambre estructural, medida como desnutrición aguda infantil, y que tiene una forma de tratar y prevenir diferente de cómo se aborda una hambruna. Diagnosticar las enfermedades de manera errónea nos lleva a tratamientos que no funcionan.
Para hablar con propiedad y huir de sensacionalismos amarillistas, hay que mirar las cifras de mortalidad infantil. Que se muera un solo niño de desnutrición aguda es una vergüenza nacional, pero sólo si mueren más de 1 por cada 10,000 habitantes por día podemos considerarlo hambruna en la región. Y hasta ahora no las hemos tenido. Esperemos seguir así.