- Pues... no -digo, rotunda. Lo miro atentamente, analizo su rostro, buscando la mínima pista que me permita un reconocimiento, al menos fugaz, para salir del paso.
- Claro, claro, es que ha pasado mucho tiempo. Yo tenía quince años -me sonríe, invitándome a adivinar quién es. Me dice su nombre, que no me dice nada.
Yo calculo rápidamente su edad, baremo la de sus dos hijas, miro de reojo a su pareja. Compruebo de refilón que la amiga de ella me está interrogando sin preguntarme -ya me he encontrado con ella otras veces y siempre lo hace, aunque no tengo muy claro porqué. Imposible ubicar al chico en un tiempo concreto, de forma que digo como por azar:
- Han debido de pasar como veinte años quizá, desde la última vez que nos vimos -lanzo, a ver si acierto, mientras repaso en décimas de segundo dónde podríamos haber coincidido este joven y yo.
- Fuiste mi catequista -me desvela, al final, con una sonrisa de oreja a oreja. Su mujer me mira, buscando mi reacción, la amiga se sonríe.
Acabáramos -me digo. No han pasado veinte años, pero sí quince. Imposible reconocer en él al adolescente aquél... Es decir, por algún extraño motivo, esta semana se cerraba con reencuentros luminosos y jóvenes con fantasmas adolescentes en mi retina...