"El mal no es nunca radical, sólo es extremo, y carece de toda profundidad y de cualquier dimensión demoníaca. Puede crecer desmesuradamente y reducir todo el mundo a escombros precisamente porque se extiende como un hongo por la superficie. Es un desafío al pensamiento, como dije, porque el pensamiento trata de alcanzar una cierta profundidad, ir a las raíces y, en el momento mismo en que se ocupa del mal, se siente decepcionado porque no encuentra nada. Eso es la `banalidad´. Sólo el bien tiene profundidad y puede ser radical."En "Eichmann in Jerusalem. Ein Bericht von der Banalität des Bösen" de Hannah Arendt, 1963.
El cuerpo silente yacía sobre el diván envuelto por paredes alfabéticas, embadurnado en un pliegue de luz dorada, enigmática. Lúgrubes hilos emanaban de su costado evidenciando con esta parsimoniosa y liviana danza la presencia de una vida aparcada. Tan solo el insólito e inesperado graznido del teléfono invoca a los muertos. Hannah Arendt (reencarnada en la figura de Barbara Sukowa) se incorpora con su sempiterno cigarrillo enredado entre los dedos y atiende a la voz metálica. Mientras, en las habitaciones adyacentes, en los rincones de un minúsculo apartamento de Nueva York, Lotte Köhler (Julia Jentsch) ordena las extraviadas carpetas, atiende voces y Heinrich Blücher (Axel Milberg) suspira quebrantos, busca palabras capaces de abrigar y guarecer a su amada de la pesadilla de un pasado que se niega a suicidarse.
Hannah Arendt
La vida y el posterior juicio de Adolf Eichmann parecía extraído de la chistera de Alfred Hitchcock, un guión cinematográfico en el cual habitaban agentes secretos, criminales, secuestros y abyectas barbaridades. Fuera de toda duda quedaba la exhibición de un juicio carente de cualquier legalidad jurídica pero sí moral, de una sentencia a muerte procesada cual obra teatral - televisada por primera vez en la historia- para un mundo parapléjico y sentado al borde de la oscuridad. Sin que la filósofa alemana se advenga a advertirlo, el antiguo Obersturmbahn de la SS se cruzará en su vida como un salto mortal, como un vértigo, una fatiga, un crujido en medio de los interrogantes que se ahogan en la penuria del horror, la ignorancia. Su magistral obra Orígenes de los totalitarismos (Elemente und Ursprünge totaler Herrschaft) quedará relegada a las estanterías por la polémica que supone Eichmann en Jerusalén. Un análisis sobre la banalidad del mal (Eichmann in Jerusalem. Ein Bericht von der Banalität des Bösen). Aunque el término referido sobre la banalidad del mal fue acuñado con anterioridad por Karl Jaspers, Hannah Arendt alude aquí al fenómeno del despojo del basamento pétreo que constituye al ser humano. La ausencia de todo rasgo propio del pensamiento -eje fundamental no tan solo del diálogo interno, sino de la persona y que Immanuel Kant ya advirtió de su pérdida: Habe den Mut deinen Verstand zu nutzen (ten el valor de utilizar tu razón). El fenómeno del Holocausto producto de un sistema considerado como el ultracapitalismo o mejor dicho, como el capitalismo gore, dado que el esfuerzo del trabajo no produce beneficios personales ni lucrativos, se inmolan los valores más dignos del ser humano y, por ende, no se distinguen ni se juzgan los comportamientos propios del bien y del mal, permiten justificar el comportamiento de Adolf Eichmann. Advierte por tanto la filósofa que bebió de la filosofía existencial de Martin Heidegger que una sociedad puede crear un orbe maligno donde los seres humanos se desalman y se mutan en meras piezas mecánicas que tan solo obtienen, transforman y emitan órdenes. La polémica, la gran Eichmann-Kontroverse (la controversia Eichmann) está servida pero Hannah Arendt va más allá al no segmentar o fraccionar verdugos y sus víctimas en este sistema en el cual ambas partes conviven y labran en el mismo sentido. Die Willensfreiheit (La libertad de la voluntad), es decir, la decisión personal de resistirse o negarse a llevar a cabo las órdenes y el trabajo gestado en el sistema de exterminio, es apenas nimio, tanto por un bando como otro aunque los hubo, excepcionalmente. Es, por ende, la problemática que la pensadora alemana dialoga con la humanidad.Hannah Arendt, reencarnada por Barbara Sukowa
Con el biopic Hannah Arendt, la directora alemana Margarethe von Trotta -conocida por su colaboración como actriz con los célebres directores Rainer Werner Fassbinder o Volker Schlöndorff y por dirigir películas como Die verlorene Ehe der Katharina Blum, Rosenstraße o Rosa Luxemburg)- rescata la figura prácticamente olvidada de una de las más ilustres pensadoras del siglo XX. En una época tiznada por el esperpento y las adversidades propias que suponía ser mujer y judía, Hannah Arendt fuma dudas y no tirita resquebrejo alguno al derrochar su lucidez, su perspicaz como lírico descubrimiento frente a los tópicos, las trampas, el insulto y los descontentos que incitaron un simple hecho como fue aquél: pensar. Margarethe von Trotta se cuelga el afán por mostrar sin filtraciones una pensadora que no fue ni frívola, ni apática, sino toda su antítesis, es decir, una mujer apasionada por la vida, cariñosa, entrañable. Admite el filme quizás algún esquilmado en su tempus dado que aparece altibajos y quizás se puedan suprimir episodios que no tienen gran relevancia en esta historia -como la apasionada aventura amorosa con Martin Heidegger- pero por lo general, la directora alemana consigue presentar a una Hannah Arendt en cuyas entrañas albergaba los más puros y nobles sentimientos del ser humano y que muchos -suspire del cigarrillo- parecen haber donado al olvido. Y así vuelve esta combatiente mujer a sentir la fatiga de los muertos, el desequilibrio que la presa en un diván y sepulta sus faros. Languidece, se para su respiro. Pero el cigarrillo sigue vivo.