La magia del cine nos lleva a descubrir las mayores sorpresas en los lugares más inesperados. Partiendo de un género especialmente codificado, el chambara o cine de samuráis, y al tratarse de un remake de la película de Masaki Kobayashi en 1962 del mismo título, el excelente Takashi Miike tenía pocas posibilidades de sorprender al público. Sin embargo, la magia ha vuelto a producirse. El director ha conseguido que su película sea seleccionada en los festivales de Cannes y Sitges, presentando la película más acorde con los tiempos actuales, y por tanto más contemporánea, con un relato del siglo XVII en el Japón medieval.
Los tiempos de paz han llegado al Japón y un sinfín de samuráis, hasta entonces al servicio de las guerras de los señores feudales, se encuentran de la noche a la mañana de patitas en la calle, sin trabajo y en la más absoluta miseria. Desesperados ante tal situación, algunos se presentan en los jardines de las grandes familias para solicitar el permiso de practicarse el hara-kiri, única forma morir dignamente según su código de honor, en espera de que el señor se apiade de ellos y los contrate o les den algunas monedas. Práctica que en su tiempo se llamaba el “hara-kiri de pantomima”.
La sublime película, con una fotografía que corta el aliento mediante una puesta en escena sutil y refinada, comienza con un samurái, que ocupa el jardín del clan Ii, pidiendo realizar un ritual de suicidio en la residencia del clan li. El director del clan, harto de estos falsos hara-kiris, le narra, en la primera parte del film, la reciente historia de un joven que solicitó lo mismo días antes y que, sin ningún tipo de piedad ante la demanda de dinero para su esposa e hijo enfermos, le obligan a suicidarse en condiciones especialmente macabras. En la segunda parte, el samurái le solicita, antes de proceder al ritual, que le permita contarle la historia de la relación que existía entre aquel joven y él.