Ahora, María Fernández Ache, nos trae al Teatro Galileo de Madrid una nueva versión de esta historia de amor que languidece con el paso del tiempo, justo un año después de haber pasado por la Sala Pequeña del Teatro Español. Por tanto, se trata de un montaje bien rodado, que sin embargo, no lo parece en su ejecución material sobre el escenario, porque si de algo adolece este montaje es de calor y pasión, como la historia que representa. Ni la economía verbal del teatro de Pinter, ni la falsa originalidad con la que se publicita la obra en su concepción de un escenario que se sitúa en el centro de la sala con gradas a ambos lados (hace años que en la sala Triángulo asistí ya a este tipo de representaciones duales), ni el cacareado uso invertido de la cronología (ya representado en Londres en agosto de 1937 cuando se estrenó El tiempo y los Conway) son reclamos suficientes en los que sustentar un fallido montaje, del que sólo se salva plenamente Cecilia Solaguren en su papel de Emma, pues sin duda, es quien mejor se adapta a esa economía verbal y gestual del teatro de Pinter. Fuera de esa salvedad, asistimos atónitos a la sobreactuación de un Alberto San Juan fuera de sitio, que no parece encontrarse a gusto en el papel de Nico, o eso al menos es lo que transmite con gestos nerviosos y repetitivos (en la primera escena se pasa gran parte de la misma ajustándose la camisa al pantalón mientras que está sentado, en un síntoma de histrionismo innecesario), o como en la declaración de amor final, que no resulta nada creíble y sí forzada. En un término medio se sitúa Will Keen, que trata con gran esfuerzo verbal por su parte, hacerse entender en un castellano con acento inglés, con el que consigue situarnos en un ámbito más cosmopolita de un Madrid que fluctúa entre los años ochenta y noventa. Él sí maneja mejor los tiempos y las emociones de esta historia acerca de las aristas del paso del tiempo.
Reseña de Ángel Silvelo Gabriel.