Dentro de unos minutos despegará un avión con destino a una ciudad donde espera otro autobús con alas, que diría la aerofóbica de mi amiga Marta, con destino a otro lugar que no está en África. Y yo estaré dentro de él. Ciento noventa y nueve días más tarde de apelar al delicioso encanto de la incertidumbre y once países después por los que he arrastrado mi macuto, dejo África. Voluntariamente. Hasta aquí hemos llegado. Aunque meto conmigo, dentro del avión, las imágenes imborrables de un continente diferente a todo, impactante a cada segundo, que nunca dejó relajarse a mi capacidad de sorprenderme.
África es un niño semi desnudo que logra que un mango caiga del árbol a base de tirarle piedras a sus ramas y, cuando lo tiene en su poder, lo devora hasta dejar solo el hueso, mientras contempla desde la puerta de su casa de barro y ramas el tráfico de camiones cargados de carbón y coches todoterreno en los que, de cuando en cuando, encuentra la cara de un blanco al que sonríe nervioso. Es una mujer que machaca la mandioca durante horas en un cuenco de madera, una hija que carga veinticinco litros de agua sobre su cabeza desde la fuente más cercana al hogar y un padre que ve la vida pasar a la sombra de una barraca.
África es un mini bus sobrecargado de pasajeros y mercancías en el que, a cada parada en alguna aldea donde nunca pasa nada, una docena de vendedores ambulantes ofrecen bolsas de frutos secos y botellas de agua rellenadas, una y otra vez, a sus pasajeros a través de las ventanas del vehículo. Es una carretera polvorienta atestada de controles policiales tan innecesarios como corruptos. Es un paso fronterizo con charcos putrefactos donde desparasitar nuestros zapatos. Es un aeródromo de tierra donde antes de aterrizar el piloto se acerca una primera vez para espantar el ganado. Es una bicicleta que carga un cerdo vivo. Es una moto-taxi en la que caben tantos pasajeros como dinero estemos dispuestos a pagar.
África es un teléfono móvil, pequeño y barato, de origen chino, con linterna incorporada para guiarse por los oscuros caminos de tierra con destino a casa y con espacio en su interior para dos o tres tarjetas SIM a la vez. Es una televisión por satélite alimentada por un generador de gasolina en una aldea donde la electricidad no ha llegado todavía y que vomita uno tras otro partidos de fútbol de ligas de países que nadie sabe dónde están. Es una mesa de billar desgastada, en el centro de una estación de autobuses. Es un termo de plástico donde conservar caliente el té.
África es una llanura donde miles de animales salvajes juegan a sobrevivir, ajenos a que turistas equipados con sus teleobjetivos desean que empiece cuanto antes la sanguinaria acción. Es un tiburón ballena que se deja ver en las costas del Índico. Es un hipopótamo que se hace dueño de las calles de la ciudad cuando cae la noche. Un chimpancé que se ríe en tu cara. Un burro que tiene prioridad en un callejón. Una morena que te enseña los dientes detrás de una roca, bajo el agua.
África es una catarata desde la que lanzarse al vacío. Una canoa de madera con la que abrirse paso entre los manglares. Un desierto de sal tan cálido que uno quiere escapar de él cuanto antes. Un bosque tropical donde la vida se abre paso a la mayor de las velocidades. Una playa infinita donde sólo los cangrejos parecen haber descubierto su existencia y juegan con el ir y venir de las olas. Es una puesta de sol tan intensa que anestesia, que emboba, que hace restar importancia a todo lo demás que ocurra a partir del atardecer.
África es un viajero occidental que sueña con recorrerla en bicicleta, a pie, en coche con aire acondicionado, a bordo de un camión overland o acumulando una chapa tras otra. Y, sobre todo, África es un africano sonriente y humilde, educado y orgulloso de sus orígenes. Es un zulú, un masai, un hutu o un himba. Es un condenado a la pobreza eterna. Es el habitante de un lugar perdido al que, dentro de no mucho, volveré.
De manera que éste no es un libro sobre África, sino sobre algunas personas de allí, sobre mis encuentros con ellas y el tiempo que pasamos juntos. Este continente es demasiado grande para describirlo. Es todo un océano, un planeta aparte, todo un cosmos heterogéneo y de una riqueza extraordinaria. Sólo por una convención reduccionista, por comodidad, decimos «África». En la realidad, salvo por el nombre geográfico, África no existe.
Ébano, deRyszard Kapuscinski