Pisamos con pies de plomo las primeras horas de este año que nos ilusiona imaginar como una hoja en blanco en la que todo está por escribirse. Pisamos con pies en polvorosa las últimas horas del anterior en el que todo parece escrito con renglones torcidos. Pisamos con pies desnudos las uvas de la ira hacia las que nos ha conducido este Gobierno. Como en la novela de Steinbeck, viajamos hacia un campo de promesas sobredimensionadas siendo mano de obra barata, un puente de plata tendido para otros, un tren de mercancía de la que nada nos toca. Ya es tiempo de recuperación en este pais de posibilidades ajenas.
Han pasado seis días y nada parece haber cambiado en lo sustancial. La vida se sigue haciendo en las calles. Cada dos pasos, la acera se interrumpe con un alma pidiendo caridad, sabiendo que es algo de lo poco que hemos salvado por poco. Cada día, miles de caras conocidas cuentan la misma historia, lamentan las mismas cosas, se hacen las mismas preguntas. La vaguedad de las respuestas hace pensar que el seis de enero de 2015 amanecerá igual que éste (o peor). Si este año pasado, del que ya hace seis días que nos desahuciaron, se ha llevado 370.000 empleos, ¿de qué será capaz el 2014, más nuevo, más alto, más de lo mismo? Somos ratones a la carrera presos en una rueda de estadísticas sumando cantidades traumáticas de paro, de pobreza, de realismo. No hay magia que alumbre un dinero, que se fue en superficialidades, para paliar el hambre de necesidades básicas. No hay reyes que dibujen sonrisas sin desayunar. No hay camellos de los que transportaban ilusión a hogares hoy deshabitados. No hemos ido a mejor a pesar de las promesas incansables. A pie de calle, no han llegado las fórmulas diplomáticas, la pomada en tubo de plasma, las luces de artificio al final del tunel, el falso charol de sus brotes verdes. Y los gritos desde la plaza, cuando los hubo, sólo sirvieron para decir: sabemos que no sabéis.
El nuevo año se desliza por esta cuesta abajo que no remonta y España sigue siendo la imagen de un país enfermo de escaseces y lujuria de corrupción. Esta enfermedad crónica no debiera llevar copago. Esta plusvalía de palacio no se puede pagar a escote. Llegamos a un futuro que se abalanza con prisa sobre el pasado, uno que pierde y mucho en la distancia corta. Los optimistas siguen apuntando que de peores hemos salido. Pero, cuando se tienen veinte años y la universidad se convierte en un lujo, cuando se tienen treinta y el futuro está cerrado, cuando se tienen cincuenta y la profesión amputada, cuando se tienen setenta y vuelven los hijos, la pregunta sigue siendo: ¿hasta cuándo?