Cómo se llegó a esta extraña situación, la de un soldado sin armas en primera línea, es algo que la película solo resuelve a medias, a través de la precipitada escena de un Consejo de guerra contra Doss - por negarse a cumplir la orden de tomar un fúsil - con una tópica resolución a su favor de última hora. Resumamos: a Doss se le deja entrar en el Ejército, con la condición, impuesta por él mismo, de no tocar un arma. El Ejército parece que acepta, pero después, el día que se va a licenciar - y a casarse, para más inri - se le encarcela por desobediente. Después de haber pasado meses de instrucción y de haber soportado agresiones por parte de muchos compañeros. Muy dramático todo, pero poco creíble. Después, con todo resuelto, se le dejará ir a la guerra, a realizar toda clase de heroicidades. Pero yo me pregunto: ¿no existían miles de puestos en la retaguardia, de intendencia, de comunicaciones... que podían ser compatibles con el no uso de armamento? ¿por qué tiene que ir este hombre a primera línea? En cualquier caso pronto demostrará que no es un hombre, sino un ángel y en una serie de acciones temerarias e increíbles, pasando por delante de las líneas japonesas en repetidas ocasiones, entrando en solitario en sus túneles, como Pedro por su casa, conseguirá rescatar a setenta y cinco compañeros heridos, a los que salva de una muerte segura.
Nadie pone en duda los méritos de Desmond Doss en la Guerra del Pacífico. La medalla del Congreso no es para cualquiera. Lo que sí es cuestionable es la manera de Mel Gibson de plasmarlos en la pantalla, apareciendo el protagonista prácticamente como un enviado de Cristo en la Tierra dedicado a rescatar almas del fondo del peor de los infiernos. Tampoco ayuda demasiado el retrato que se hace de Desmond, como alguien demasiado perfecto, sin matices y sin la más mínima arista, un hombre íntegro y con las ideas tan claras que nadie es capaz de removerlas en lo más mínimo, se den las circunstancias cómo se den. Andrew Garfield realiza una interpretación solvente - que recuerda mucho al también sufriente y desprendido personaje cristiano de Silencio, de Martin Scorsese - pero limitada por lo ya dicho, por la imposibilidad de explorar algún aspecto contradictorio - todo el mundo lo tiene - en el armazón religioso que regula su existencia.
Obviando la suspensión en la credibilidad que se produce en demasiados momentos de la trama, Hasta el último hombre, está realizada en un estilo clásico que es agradable para cualquier espectador. Abunda en tópicos, pero la dirección solvente de Gibson sabe cómo mostrarlos para que parezcan algo novedoso. Respecto a las escenas de batalla, son muy espectaculares al principio, pero se van desinflando en cuanto van transcurriendo los minutos. El problema es que, a pesar de la violencia y la brutalidad mostradas, el director es incapaz de ofrecer algo que verdaderamente estremezca, como si logró Spielberg en su celebérrima Salvar al soldado Ryan. Sobran algunos momentos ridículos - pocos - , más propios de una película de Chuck Norris que de una representación hiperrealista de una de las grandes batallas de la Segunda Guerra Mundial. Quizá el principal lastre de la película de Gibson sea el querer honrar en demasía a su país y a cierta manera de entender la religión y por el camino se deje por el camino la necesaria mirada crítica y desapasionada al verdadero significado de una batalla para el soldado de a pie: una matanza horrible, cruel y sin sentido que ahoga en minutos cualquier atisbo de idealismo.