Un día de mierda y bajonazo importante, un buen amigo, cabreado ya ante mi negativa a salir del bache, se plantó en mi casa dispuesto a llevarme a pasar el día bien lejos de mis problemas y a perderse conmigo. Únicamente me pidió que me abrigase. Obedecí, no me quedaba otra, a terco no le ganaba nadie. “Que te dejes de rollos y te vistas de una puta vez”, así que cambié el pijama hortera de cuadritos y el paquete de pañuelicos por ropa adecuada.
Hicimos muchos kilómetros, tantos que ni los recuerdo, con el viento en la cara agarrada a su cintura, apoyada en su espalda mientras lloraba y gritaba como una mongola al sentir la inigualable libertad de las dos ruedas cada vez que él abría más gas y al ver sus ojos sonreírme por el retrovisor, transmitiendo con ellos sus ‘tiernas’ palabras de hacía un rato: “¿Tú estás gilipollas o qué pasa? Tira, hostia, que la vida es un paseo”.
Pues razón no le faltaba. La vida es un paseo que te va sorprendiendo a cada momento y de un día oscuro puedes sacar un día increíble y aprender lo que es una amistad sincera.
Gritar, lo que se dice gritar, gritamos una barbaridad y reír, reímos todavía más. Me despisté del daño que soportaba, tomé el sol, tomé conciencia de la gente que me rodeaba y conocí a varias personas que se convertirían en imprescindibles en mi vida.
Desde ese día, nos volvimos todos inseparables, fuimos formando un grupo de gente de lo más indeseable, peculiar y raro, cada uno con su montoncito de problemas, su montoncito de carácter y su montoncito de buen humor. Sin darme cuenta mi mal rollo desapareció, dejando paso a muchas lágrimas pero todas de risa, a muchas fiestas, a muchas terrazas, a muchas cervezas, a muchas demostraciones de cariño incondicional, a tener que salir corriendo de varios sitios, a liarla en otros tantos y a mil seiscientas tres anécdotas que lo único que me arrancan es una carcajada al recordarlas.
A los años, cada uno hizo su vida, sin darnos cuenta nos fuimos dispersando. Lógico. Hoy en día apenas nos vemos, apenas sabemos unos de otros, pero eso no borra los buenos recuerdos de aquellos días. Las madrugadas cascando como cotorras. Los ratos al sol. Las buenas lecciones, no de palabrerío, sino de actos.
Nunca nos despedimos, simplemente, la vida fue pasando para todos, y lo único que les diría hoy a aquella panda de taraditos es, gracias por todo
y hasta la vista.
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