Si la memoria no me falla, la primera vez que le vi en escena fue cuando interpretó, a finales de los setenta, «Historia de un caballo», un montaje que a mí, particularmente, me impresionó y me emocionó mucho, y que protagonizaba mi admirado José María Rodero. Paco interpretaba al Príncipe Serpujolvskoi, un papel que repitió más de veinte años después. Su galanura lo permitía. Pero mi primer recuerdo de Paco Valladares está en uno de los libros de teatro español que -premonitoriamente, supongo, porque no era su género preferido para leer- tenía mi padre y yo devoraba. Y allí, entre las fotos de la primera producción de «La Fundación», de Buero Vallejo, estaba Valladares.
Nuestros encuentros (nos conocimos personalmente cuando interpretó «Victor Victoria») apenas se redujeron a cruzarnos en los estrenos y a tres o cuatro conversaciones telefónicas. Era -lo han dicho todos los que le conocían bien- de una educación y una afabilidad extremas. La enfermedad le perseguía, pero él buscaba la manera de escabullirse y respirar salud en el escenario, que era, imagino, el que le daba la vida. No hace ni un año que recibió el galardón de honor de los Premios del Teatro Musical, y acudió feliz a recibirlo. Le hacía, me dijo en la puerta del teatro Häagen-Dazs / Calderón, donde se celebró la gala, una ilusión enorme porque él era, son sus palabras, uno de los primeros que hizo musiscal en España. Era mucho su amor por el género, que consideraba uno de los más difíciles y exigentes para un actor.
No pudo ser la Doña Hortensia de «Orquesta de señoritas», el montaje de la obra de Anouhil que ha estrenado hace un par de semanas Juan Carlos Pérez de la Fuente. Al director madrileño le brillaban los ojos cuando imaginaba a Valladares vestido de mujer en un papel que, decía, era un verdadero bombón para Paco. Él también, me confesó, sabía que ese papel tenía algo especial, y no poder abordarlo supuso un mazazo que en público disimulaba con su habitual elegancia.
La última vez que coincidí con él, en el estreno en los teatros del Canal del nuevo espectáculo de Víctor Ullate, sonreía, hacía de tripas corazón, pero su rostro reflejaba el cansancio que su ánimo intentaba compensar.
Descansa en paz, Paco; no sé qué más decir.
La foto es de mi compañero Ernesto Agudo