Porque debe ser duro asimilar que de nada ha servido el tiempo pasado preparándose para la salida, eligiendo cuidadosamente los trajes que iban a vestir, maquillándose (copiosamente) delante del espejo, caminando por la empinadas calles de Madrid a bordo de esos tacones imposibles... Debe ser duro, aunque el problema real son las expectativas, el problema real es cómo y por qué se han podido formar esas expectativas, qué buscaban cuando decidieron salir juntas esa noche. Si no salieron para conversar, para reír y para estar las unas con las otras... ¿qué buscaban? El objetivo, tal vez, sería otro. Pero lo cierto es que ahora son transparentes, invisibles para todos los tíos de ese bar que si se acercaran lo más seguro es que serían rechazados inmediatamente. Porque tampoco son ellos los elegidos, porque es difícil encontrar a un príncipe azul entre tanto imbécil que tan sólo busca un polvo; y porque, para qué engañarse, ellas tampoco responden al prototipo de princesa que ellos desesperan por encontrar una y otra vez, cada noche, cada fiesta, cada salida. La noche, su noche, está muerta, nació muerta, se pudre en el vacío de fiestas a las que se acude con el espíritu de un obrero, de un proletario de las tinieblas que sabe que debe picar y picar la piedra de la supuesta diversión, aunque ello lo reviente hasta la madrugada. Ya salgo del servicio y mientras subo las escaleras vuelvo a verlas, van apareciendo delante de mí una a una, hasta que el cuadro completo se configura ante mis ojos, durante un segundo, antes de que queden tras mi espalda. No parecen haberse movido un ápice. Cada una de ellas continúa sentada exactamente igual y haciendo exactamente lo mismo que la primera vez que las vi. Como si posaran para el pintor invisible de la posmodernidad más desoladora. Como si posaran para el retrato colectivo del hastío más profundo en las sociedades modernas. Como si posaran para Houellebecq. E incluso a él le aburrieran.
Porque debe ser duro asimilar que de nada ha servido el tiempo pasado preparándose para la salida, eligiendo cuidadosamente los trajes que iban a vestir, maquillándose (copiosamente) delante del espejo, caminando por la empinadas calles de Madrid a bordo de esos tacones imposibles... Debe ser duro, aunque el problema real son las expectativas, el problema real es cómo y por qué se han podido formar esas expectativas, qué buscaban cuando decidieron salir juntas esa noche. Si no salieron para conversar, para reír y para estar las unas con las otras... ¿qué buscaban? El objetivo, tal vez, sería otro. Pero lo cierto es que ahora son transparentes, invisibles para todos los tíos de ese bar que si se acercaran lo más seguro es que serían rechazados inmediatamente. Porque tampoco son ellos los elegidos, porque es difícil encontrar a un príncipe azul entre tanto imbécil que tan sólo busca un polvo; y porque, para qué engañarse, ellas tampoco responden al prototipo de princesa que ellos desesperan por encontrar una y otra vez, cada noche, cada fiesta, cada salida. La noche, su noche, está muerta, nació muerta, se pudre en el vacío de fiestas a las que se acude con el espíritu de un obrero, de un proletario de las tinieblas que sabe que debe picar y picar la piedra de la supuesta diversión, aunque ello lo reviente hasta la madrugada. Ya salgo del servicio y mientras subo las escaleras vuelvo a verlas, van apareciendo delante de mí una a una, hasta que el cuadro completo se configura ante mis ojos, durante un segundo, antes de que queden tras mi espalda. No parecen haberse movido un ápice. Cada una de ellas continúa sentada exactamente igual y haciendo exactamente lo mismo que la primera vez que las vi. Como si posaran para el pintor invisible de la posmodernidad más desoladora. Como si posaran para el retrato colectivo del hastío más profundo en las sociedades modernas. Como si posaran para Houellebecq. E incluso a él le aburrieran.
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