Con la pérdida y el dolor, la rabia: ser consciente de que toda su paciente labor de enderezamiento, de conducir las cosas del mundo hacia el espejismo del orden, se va al traste a través de su principal símbolo. El hijo que nació de sus entrañas, que ella empujó con dolor y sufrimiento para hacerlo salir al mundo, que ella fue cuidando como una robusta rama, su único patrimonio, toma la senda del cruel e implacable olvido a bordo de otro barco que hasta hace dos días nunca tuvo interés ni intención de resguardarlo de las mareas. Lo vemos partir sabiendo que todo lo que vendrá a partir de ahora en relación con esa nave que se aleja será rabia, dientes apretados, la conjetura de una vida que pudo ser muy distinta. La inevitable distancia, una distancia que siempre estará acechada por los ruidos.
Nos queda a nosotros el compromiso de la reconstrucción, de la memoria. Levantar los cimientos de un recuerdo que sólo puede ser impoluto. La tentación miserable de los bienes materiales, de las migajas, sólo conoce el trayecto de la injuria y la mentira. Pero esa nave precaria y balbuciente, ese amasijo de maderas sin norte, acabará algún día por arribar a una playa. Si conoce el camino, el hijo será capaz de regresar a la casa de la memoria perdida. Allí todo continuará como ella lo dejó, en su verdadero sitio.
No quiero que descanses en paz. Quiero que tus ganas de lucha y tu rabia me traspasen animándome a seguir en el camino. Quiero que tu recuerdo me insufle el valor que necesito para no sentir nunca remordimientos por lo que pude hacer y no hice. Pensé que llegaba agotado, destrozado, a tu despedida. Hoy comprendo que estoy fresco, los guantes bien calzados, como si el combate no hubiera hecho más que comenzar.