A menudo se dice que los clásicos son difíciles de leer y las novedades todo lo contrario, pero no es cierto: hay clásicos muy asequibles (como Mujercitas) y autores actuales bastante densos (como David Grossman). De todos modos, en ocasiones sí que es necesario hacer un esfuerzo extra para comprender el valor de una creación de hace unos siglos (básicamente, conocer el contexto en el que surgió, sobre todo si hablamos de libros que representaron una vuelta de tuerca al género).
En mi opinión, no resto ningún valor a los clásicos, pero pienso que es necesario dejar que sea el lector quien tome la decisión de leerlos. Imponerlos antes de tiempo solo consigue que se les acabe cogiendo manía; me parece mejor empezar a descubrir el placer de la lectura con novelas actuales y cercanas (porque en la actualidad también se escribe buena literatura, aunque no siempre sea la que se ve en los escaparates de las librerías). Del mismo modo, menospreciar a los lectores que solo se interesan por las novedades lo único que demuestra es una actitud altiva por parte del que lo hace. Siempre he rechazado la idea de ser buen o mal lector en función de lo que se lee; todos somos lectores, cada uno con sus preferencias, pero lectores al fin y al cabo.
Por mi parte, pertenezco a ese grupo mayoritario de la encuesta de septiembre que lee clásicos de vez en cuando; me parece comprensible que haya ganado esta opción porque es la del término medio. Aun así, el próximo año tengo la firme intención de leer más obras de este tipo (esta entrada me sirve como aviso para que nadie se extrañe cuando empiecen a aparecer reseñas un tanto atípicas). Lo hago porque quiero, porque he llegado a ese momento en el que me apetece, aunque no por ello abandonaré las novedades. Si se quiere, hay tiempo para todo.