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He aquí el dilema: Ifigenia (Iphigenia, Mihalis Kakogiannis, 1977)

Publicado el 23 octubre 2017 por 39escalones

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Reunido en la Áulide el ejército movilizado para partir a la guerra con la ciudad de Troya, las naves aqueas se ven varadas en la costa debido a la falta de viento que las impide zarpar. Las tropas gandulean en las playas y matan el tiempo como pueden, impacientes por entrar en combate. La necesidad de aprovisionarlas obliga a reunir partidas de caza que se internan en los bosques en busca de carne fresca para los soldados. Uno de estos bosques, donde los hombres de Agamenón (Kostas Kazakos) han matado varios ciervos, se encontraba sin embargo bajo la protección de Artemisa, que, enfurecida, y apoyada por los otros dioses, y según el adivino-intérprete de sus designios, maldice al ejército aqueo: si no ofrecen un sacrificio en compensación por la violación cometida, las tropas aqueas nunca podrán salir camino de Troya porque los dioses impedirán que sople el viento a favor de sus naves; no obstante, si pagan el precio exigido, el ejército no solo podrá partir hacia Troya, sino que se verá recompensado con la victoria. Pero Agamenón no lo tendrá tan fácil. El agravio a Artemisa ha sido grande, y el bien a sacrificar deberá ser proporcional, nada menos que la vida de Ifigenia (Tatiana Papamoschou), la primogénita de Agamenón y Clitemnestra (Irepe Papas). Agamenón deberá elegir entre la vida de su hija y la presión de sus soldados que, capitaneados por Odiseo (Christos Tsagas), exigen el cumplimiento de los deseos de los dioses. Atraída Ifigenia al campamento aqueo bajo la falsa promesa de un matrimonio concertado con el heroico Aquiles (Panos Mihalopoulos), la joven llega con su madre, que no tarda en descubrir el drama. Por su parte, Agamenón acude a su hermano Menelao (Kostas Karras) en busca de ayuda, pero este se muestra igualmente a merced de las grandes pasiones despertadas, ante el abismo que amenaza a Ifigenia, que la obliga a convertirse en la primera víctima de la guerra.

Mihalis Kakogiannis (a menudo reconocido internacionalmente como Michael Cacoyannis) adapta la tragedia de Eurípides Ifigenia en Áulide en este sólido y bien construido drama, seleccionado para el Óscar a la mejor película de habla no inglesa y para la Palma de Oro en Cannes. La puesta en escena se aleja completamente de la tan manida estética habitual en las superproducciones hollywoodienses de fanfarria y túnicas de la década de los cincuenta y del peplum europeo de imitación surgido en los sesenta. Muy al contrario, huye de toda espectacularidad y del cartón piedra para rodar en escenarios realistas o incluso en las mismas ruinas de los lugares relacionados con los personajes del drama, como es el caso de Micenas. La desnudez formal va acompañada de cierta aspereza en las formas, de un estilo seco no desprovisto, no obstante, de la adecuada imaginería (en las armas y los escudos, en los pertrechos de los soldados, en el diseño de las naves) propia del 1200 anterior a la Era Común, ese tiempo que se pierde en las brumas de la historia, de la mitología y de los orígenes de la literatura, y que conocemos gracias a las imágenes provenientes de los frescos, los grabados y las cerámicas pintadas. La dorada luz y el azul cristalino del Mediterráneo, las agrestes llanuras secarradas por el sol inclemente, las extensiones de olivos, los montes pelados y los escasos bosques silvestres enmarcan climáticamente la historia; las cabañas de pastores, los altares improvisados, las columnas solitarias, proporcionan la necesaria ambientación de una historia en la que no hay héroes, en que la mitología se degrada, se hace literatura y se pone a la altura de los dramas humanos.

El potencial real de la historia reside en las distintas y contradictorias emociones que pueblan el campamento de Agamenón, en especial en el dilema moral al que este se ve arrastrado. En torno a él se va desarrollando una catarata de acontecimientos dominados por el fatum, por ese destino fatal propio de las tragedias, que arrastra a todos los personajes, a todo el ejército, y que amenaza con desencadenar un conflicto sangriento entre los mismos aqueos, entre quienes están a favor de cumplir los designios de los dioses y los que optan porque el ejército regrese a sus lugares de origen para salvar la vida de la joven. No obstante, estos se van reduciendo a Clitemnestra y a Aquiles, que se ofrece a luchar por la vida de Ifigenia contra todo el ejército, si es preciso, y morir defendiéndola si es necesario, mientras que Agamenón y Menelao se ven sacudidos por la contradicción y la duda. Más allá de la fuente literaria y del carácter casi mitológico de quienes intervienen en el drama, son las intensas y emotivas interpretaciones las que consiguen hacer este creíble, las que trasladan verdaderamente al espectador la carga de profundidad que arrastra, las que acercan a la contemporaneidad el dilema entre la obligatoriedad del cumplimiento del deber y la asunción del alto sacrificio a soportar a cambio de salir airoso. También supone una reivindicación de la libertad y de la dignidad de la mujer, que se imponen a la masa de hombres incapaces de mantener otra actitud que la del mero uso de la fuerza. Esta, la fuerza, ve cómo se invierte la carga de legitimidad del drama. Mientras los poderosos guerreros destinados a vencer a los troyanos se acogen cobardemente a las órdenes de los dioses, y reyes como Agamenón y Menelao comparten sus dudas alojados en una humilde choza y cubiertos con capas hechas con pieles (una forma de humanizar y reducir la majestad de la realeza de dos hombres incapaces de escapar de la trampa que ellos mismos han provocado), tanto Clitemnestra, que se opone al sacrificio de su hija, como la propia Ifigenia, que afronta su destino con determinación, madurez y solemnidad, se imponen moralmente a los hombres que no ven más allá de la satisfacción de su ardor guerrero y del temor que les inflige la cólera divina. Ellas sufren, pero vencen. Ellos presumen de coraje guerrero, pero se amilanan ante un adivino y se cobijan tras la desgracia de las mujeres.

Muy controlada en cuanto a la dimensión de los parlamentos y en el uso de un lenguaje desprovisto de expresiones enrevesadas y dramatizaciones en exceso líricas, la película funciona igualmente gracias a la ligereza y la llaneza del discurso, a la fluidez de los diálogos y a la claridad en la presentación de las situaciones, más allá del ocasional descuido formal de algunos fragmentos. Su gran virtud, sin embargo, está en la vigencia de un drama que, en esencia, los ciudadanos contemporáneos encaramos diariamente, y en la actualización de una visión de las miserias de la guerra que apela a tiempos inmemoriales pero habla de nuestra realidad. En suma, el mayor acierto de la película consiste en recordarnos la verdadera edad del mundo.


He aquí el dilema: Ifigenia (Iphigenia, Mihalis Kakogiannis, 1977)

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