COSAS POR LAS QUE LLORAR CIEN VECES
Kou Nakamura
Editorial Planeta, colección Emecé 2010
La historia, narrada en primera persona, comienza con una llamada telefónica que da lugar al recuerdo del protagonista cuando encuentra una perrita abandonada delante de la biblioteca. A partir de ahí se va desarrollando en la novela la segunda historia del protagonista y su novia, Fujii y Yoshimi, y descubrimos los sentimientos, motivaciones, dudas, quejas, sueños, esperanzas, miedos, que van formando la pareja. Ante la propuesta de matrimonio de él, ella sugiere hacer un ‘ensayo de matrimonio’ antes de tomar la decisión final. Se darán un año. Un año que les cambiará para siempre y en el que al final nada será igual. Nada será igual porque se descubren cada día, se encuentran, se reprenden, se aman, se esperan. Descubren cosas juntos como el café con leche. Comer una manzana para los dos, un trozo para cada uno. Cocinar tres días cada uno. Dejarse notas en un bloc de dibujo. Un día ella enferma y eso da un giro a la novela que la hace dramática y triste y el final es bastante predecible.
Aunque los personajes y los paisajes son tristes, como en casi todas las novelas japonesas, no está en la línea de Haruki Murakami. Sin embargo tiene cierta similitud con la famosa novela Un grito de amor desde el centro del mundo de Kyoichi Katayama.
Algo sorpresivo es que el autor da una gran variedad de cocina japonesa que explica detalladamente con notas a pie de página. Es una autentica delicia, incluso nos habla de la forma y el modo en el que se cocinan.
Al final de la novela te queda el gusto de que es una historia que nos puede pasar a cualquiera.
Un fragmento:
La mañana.
No le dábamos mucha importancia al desayuno. No comíamos casi nada. Yo tomaba café y ella leche. Me sorprendió que hubiera gente que tomara leche por la mañana. Para mí, era algo nuevo incluso el hecho de que la leche se guardara en la nevera. De igual modo, al parecer, el aroma del café por la mañana era algo nuevo para ella. Pronto de forma natural se convirtió en café con leche. Lo probamos y nos dimos cuenta de que era mucho mejor que el café o la leche por separado. Y las mañanas pasaron a ser, sin discusión, de café con leche.
La noche.
Los lunes, martes y miércoles, ella hacía la cena. Los jueves y viernes la hacía yo. Mi repertorio era escaso. Los jueves preparaba curry y los viernes lo terminábamos. Y así, una vez tras otra, pidiendo disculpas: “¿Qué aburrido es comer siempre lo mismo, no?” “Bueno es sólo un ensayo”, decía ella. Terminada la cena nos jugábamos a “piedra, papel, tijeras” quién lavaba los platos.