El primer recuerdo se remonta al mes de agosto de 1951. Nos encontramos en la ciudad alemana de Darmstadt, donde en bien ceñido marco se celebran anualmente conferencias sobre un tema determinado. Aquel año versaban sobre el tema “El hombre y el espacio”.
Entre los hombres de ciencia y arquitectos que habían sido requeridos a hablar, nos contábamos Ortega y yo. Después de mi conferencia, que llevaba el título “Edificar, habitar, pensar”, un orador empezó a disparar violentos ataques contra lo que yo había dicho y afirmó que mi conferencia no había resuelto las cuestiones esenciales, que más bien las había “despensado”, es decir, disuelto en nada por medio del pensamiento. En este momento pidió la palabra Ortega y Gasset, cogió el micrófono del orador que tenía a su lado y dijo al público lo siguiente: “El buen Dios necesita de los “despensadores” para que los demás animales no se duerman”. La ingeniosa salida hizo cambiar de golpe la situación.
Pero no era sólo una salida ingeniosa, era sobre todo caballeresca. Este espíritu caballeresco de Ortega, manifestado también en otras ocasiones frente a mis escritos y discursos, ha sido tanto más admirado y estimado por mí pues me consta que Ortega ha negado a muchos su asentimiento y sentía cierto desasosiego por alguna parte de mi pensamiento que parecía amenazar su originalidad. Una de las noches siguientes volví a encontrarle con ocasión de una fiesta en el jardín de la casa del arquitecto municipal. En hora avanzada iba yo dando una vuelta por el jardín, cuando topé a Ortega solo, con su gran sombrero puesto, sentado en el césped con un vaso de vino en la mano. Parecía hallarse deprimido. Me hizo una seña y me senté junto a él, no sólo por cortesía, sino porque me cautivaba también la gran tristeza que emanaba de su figura espiritual. Pronto se hizo patente el motivo de su tristeza. Ortega estaba desesperado por la impotencia del pensar frente a los poderes del mundo contemporáneo. Pero se desprendía también de él al mismo tiempo una sensación de aislamiento que no podía ser producida por circunstancias externas. Al principio sólo acertamos a hablar entrecortadamente; muy pronto el coloquio se centró en la relación entre el pensamiento y la lengua materna. Los rasgos de Ortega se iluminaron súbitamente; se encontraba en sus dominios y por los ejemplos lingüísticos que puso, adiviné cuán intensa e inmediatamente pensaba desde su lengua materna. A la hidalguía se unió en mi imagen de Ortega la soledad de su busca y al mismo tiempo una ingenuidad que estaba ciertamente a mil leguas de la candidez, porque Ortega era un observador penetrante que sabía muy bien medir el efecto que su aparición quería lograr en cada caso.
El segundo recuerdo trae a mi memoria la gran casa abierta de un médico en los altos de la Selva Negra, donde una mañana de domingo, en un círculo de numerosos oyentes cruzamos con fuerza, pero con bella mesura, nuestros más afilados aceros. Estaba en discusión el concepto del “ser” y la etimología de este vocablo fundamental de la filosofía. La discusión puso de manifiesto lo muy versado que Ortega estaba en las Ciencias.
También me puso de relieve una especie de positivismo que no me cumple juzgar, ya que conozco muy pocos escritos de Ortega y sólo en traducciones. La tarde de ese mismo día nos proporcionó a mí y a todos los presentes la impresión más recia y duradera de la magna personalidad de Ortega y Gasset. Habló de un tema que ni estaba previsto ni había sido formulado y que puede, sin embargo, cifrarse en el titulo “El hombre español y la muerte”.
Cierto que lo que nos dijo le era familiar desde hacia largo tiempo, pero el cómo lo dijo nos desvela cuanto más avanzado estaba que sus oyentes en un campo que ahora ha tenido que traspasar. Cuando pienso en Ortega vuelve a mis ojos su figura tal como la vi aquella tarde, hablando, callando, en sus ademanes, en su hidalguía, su soledad, su ingenuidad, su tristeza, su múltiple saber y su cautivante ironía.
Martin Heidegger