Les pongo en antecedentes. Allá por 2005, ante la inminente llegada de nuestra primera retoña, el padre tigre y yo nos lanzamos a la elección del coche de paseo. Más que padres primerizos éramos padres experimentales. No teníamos amigos ni familiares con niños con ganas de aconsejarnos. Fuimos de los pocos llegan a la tienda sin contaminar, dispuestos a dejarse asesorar por el vendedor de turno.
Por aquel entonces todavía se estilaban los coches clásicos. En azul marino. Con más bodoques de los que una criatura puede soportar sin regurgitar. La abuela tigre, por supuesto, se veía paseando a su primera nieta en una suerte de carruaje para descendientes de la infanta Maria Cristina. Los probamos todos, de todas las marcas, mientras el vendedor intentaba encajarnos el último grito recién llegado de Holanda, que todavía no se veía por las calles españolas. El padre tigre cayó en sus redes de inmediato pero yo lo veía muy bajo y algo raruno.
Poco después, en la puerta de embarque de algún aeropuerto, vimos a una mujer árabe con el susodicho cochecito en color arena. Un color que, si hoy es el pan nuestro de cada cuco, por aquel entonces era más rompedor que un bikini en los años veinte. Aquel color tan combinable con su indumentaria de caza fue el último empujón que necesitaba el padre tigre para zanjar el asunto de una vez por todas: Su primogénita tendría un Bugaboo Frog en color arena.
Desde entonces le hemos dado ocho años de mala vida en los que sólo hemos desalojado a una criatura para introducir a la siguiente. Lo hemos paseado por ciudades, lagos, montañas, playas y bosques. Se ha dejado ver por más países que el baúl de la Piquer y ha soportado estoicamente vomitonas, cacas, migas, babas y toda serie de tropelías infantiles. Todavía hoy soporta los envites de La Cuarta renqueante y achacoso mientras nos mira con cara de conmigo no cuenten para La Quinta. Tiene razón, se ha ganado una jubilación apacible en algún asilo de carritos baqueteados.
¿Pero qué pasa con La Quinta? Este es el problema vital que me asola. Yo lo tengo claro meridiano, quiero un Bugaboo Donkey. Pa mí. Pa siempre. Lo tiene todo. Puedes llevar dos niños o uno solo con una cesta apañadísima. Los puedes llevar en capazo o en silla y cualquier combinación de ambas. Se empuja de maravilla y se pliega la mar de bien. Amén de ser lavable por los cuatro costados. ¿Alguien da más? Lo dudo.
Cuesta bastante dinero pero caro no es. Vale todos y cada uno de los euros invertidos. No me cabe duda. El problema es que el padre tigre me ha echado el freno de mano. No por nada, el cochecito le encanta, pero piensa que la culpa de que vayamos a tener cinco criaturas es de Bugaboo por hacernos la vida tan fácil. Teme, no sin cierta razón, que si pone otro en mi vida Las Cinco se conviertan en Las Seis o Las Siete.
Yo le he prometido que mantendré mis instintos reproductores a raya y que, en cuanto La Quinta y La Cuarta crezcan, lo venderé de segunda mano. Porque oigan, además de ser tan fardones, se revenden fenomenal. Pero no se fía. Y no le culpo.
Realmente creo que el BCE nos debería sponsorizar la sillita, por subir la media de natalidad y garantizar el sistema de pensiones, pero ya saben lo mal que funcionan estas instituciones.
Este post es una llamada de socorro a cualquiera que quiera patrocinar, total o parcialmente, la sillita para La Cuarta y La Quinta.
Por pedir que no quede. Dicen las malas lenguas que internet está lleno de almas caritativas. No se corten y únanse a mi causa #unburritoparaLaQuinta Por caridad.