Henri & Peter ( I )

Publicado el 29 diciembre 2015 por Josep2010


Hoy, cuarto día después de celebrar la navidad, hace exactamente ochocientos cuarenta y cinco años que las piedras del altar de la catedral de Canterbury se tiñeron de rojo por la sangre vertida en el asesinato del que era el Arzobispo titular, un Thomas Becket que como resultado de tan luctuoso suceso alcanzó sitio en el santoral de la Iglesia Católica y manteniéndose asimismo en igual condición en la Iglesia Anglicana, siendo el día de hoy, 29 de diciembre, el dedicado a celebrar su memoria.
Varios siglos más tarde, en 1934, el ya célebre poeta y dramaturgo Thomas Stearns Eliot, nacido en Estados Unidos pero nacionalizado británico en 1927, conocido como T.S. Eliot, recibió, como él mismo relata en el prólogo de la traducción española de su pieza la invitación "a escribir una obra para el festival que anualmente celebran los amigos de la Catedral de Canterbury. Me pareció muy a propósito escoger como asunto algún hecho de la historia de dicha catedral, centro tradicional de la Iglesia de Inglaterra. Y de toda esta historia no hay hechos más conocidos para un público inglés que el asesinato y canonización del arzobispo Becket".
T.S.Eliot escribió Asesinato en la Catedral, pieza dramática en dos actos y un intermedio, corta de extensión, apenas setenta páginas de poesía dramática imposible de traducir en lo que se refiere a la música del texto, con el añadido de una forma elegíaca que bebe en las fuentes más clásicas del teatro griego, sirviéndose T.S.Eliot de un coro de lamentaciones para describir situaciones, hechos y sentimientos, en lo que siempre se ha conocido como una obra hagiográfica dotada sin embargo de unos apuntes históricos que sitúan dudas en el trasfondo a partir de una mirada desapasionada. La obra se sigue representando ante el público angloparlante precisamente por la belleza de su poesía.
Sin duda alguna el dramaturgo francés Jean Anouilh había leído la obra de T.S.Eliot cuando en 1959 publicó su propia versión de los hechos históricos: Becket o el honor de Dios se estrenó recibiendo un éxito extraordinario perfectamente explicable por diversos motivos:
El texto de Anouilh, también corto, es una delicia para los aficionados al teatro: formalmente mucho más moderno, incluyendo acotaciones que tardaron en verse por estos lares, como la intervención de los personajes secundarios moviendo elementos escénicos, ofrece al lector experto una visión estimulante y adictiva de los hechos acontecidos hace tantos años ya, sin que el rigor histórico aprisione el arte del autor, que modifica a su conveniencia dramática detalles que críticos tiquismiquis refieren.
A diferencia de la pieza más rancia, Anouilh sí nos presenta la figura del monarca Enrique II de Inglaterra, de la dinastía Plantagenet: su personaje se llama El Rey. El antagonista, de quien toma título, se llama Becket.
Fuerzo la interpretación de la pieza cuando adjetivo de antagonista a Becket, primero amigo y valido, luego Canciller del Reino y, acabáramos, Arzobispo de Canterbury, mientras que Henri de Plantagenet, siempre es El Rey (de Inglaterra).
Me ha costado media vida darme cuenta que, en realidad, el protagonista no es Becket, por muy santificado que esté.

Cuando en mi adolescencia tuve la suerte de ver en pantalla grande (dichosos reestrenos de antaño) la película dirigida por Peter Glenville titulada simplemente Becket (1964) quedé muy impresionado por las actuaciones de ambos protagonistas, Richard Burton como Becket y Peter O'Toole como El Rey, aún en la condición de asistir a media interpretación por el doblaje, excelente por demás, como los de la época.
Ha sido ahora cuando gracias a los dvd que se pueden hallar en mercadillos de ocasión a precios justos que he podido disfrutar de la versión original y la experiencia me ha movido a saber más.
Peter Glenville fue, más que nada, un excelente director teatral: en 1960 dirigió la obra de Anouilh que se estrenaba en Broadway con unos datos escalofriantes para cualquier aficionado al teatro: Laurence Olivier como Becket y Anthony Quinn como El Rey. Después de gran éxito, hicieron unos bolos, no siguiendo Quinn por problemas de agenda, interviniendo Arthur Kennedy como sustituto: en la extensa gira por el país, como a Olivier le gustaba tanto el personaje, alternaban ambos actores sus personajes: cuentan las crónicas que la gente iba a verles dos veces, para disfrutar del todo.
Para hacerse una idea de lo que es la pieza, baste saber que en Londres la interpretaron Eric Porter y Christopher Plummer y que en España, dirigida por José Tamayo, nada menos que Fernando Rey y Francisco Rabal se encargaron de los protagónicos. Así que la cosa tiene miga y, por descontado, dificultad: un verdadero reto para cualquier actor que se precie.
De la traslación de la obra teatral a la pantalla se ocupó también Peter Glenville y según la ficha consta que del guión se ocupó Edward Anhalt que, a la postre, obtuvo un Oscar por su "labor" que, leída que ha sido la obra, se debió reducir a una mera traducción del texto. Cosas que pasan en Hollywood.
Esta es una película que debe pues su origen al teatro y se puede vislumbrar por la calidad de los diálogos pero no por las formas del conjunto. Aunque haya una cierta claustrofobia anímica en el Real personaje, preso de sus decisiones y sus anhelos dirigidos a satisfacer una visión inédita en su época, no hay modo alguno para que el espectador sienta, visualmente hablando, que se halla ante una adaptación de una pieza de teatro.
Aquí, por desgracia, se acaban los méritos de la labor de Glenville como director de cine, quizás más pendiente de sus actores que de otra cosa, olvidando que existe un lenguaje cinematográfico con el que se puede enfatizar, remarcar, apuntar, mostrar y compartir toda clase de sentimientos. Una dirección plana, sencilla, olvidable. Incluso, leída la obra original, diríase que Glenville sufrió un temor, un pánico escénico al agarrar la cámara, porque el conjunto de la película reviste en su apariencia menos modernidad que el texto teatral y sus acotaciones.
El punto fuerte, fortísimo diría, de esta película, es la oportunidad de asistir a una representación ineludible de un texto estupendo, una recreación de personajes que seducen desde el primer momento, que mantienen la atención sin esfuerzo y el ánimo tenso, maravillado: si hay gusto por las buenas interpretaciones, sin duda, ésta es una película a guardar en primera fila.
Richard Burton y Peter O'Toole, amigos del alma espirituosa, están sobresalientes en un guión que pertenece a Jean Anouilh por méritos propios; Burton, en una interpretación medida y calmada, gesto prieto y voz pausada y cariñosa (siguiendo al pie de la letra las instrucciones que hallamos en el texto teatral) otorga una ambigüedad a su personaje que lo enriquece y le da profundidad; O'Toole, una vez más, expone su magnetismo histriónico y medido, su mirada que hiere como cuchillo al rojo y su voz seductora para componer un Rey que sabe lo que quiere y lo que debe y que no puede olvidar pese a la soledad que le viene impuesta: ambos ejercen su magisterio interpretativo, que les valió a cada uno sendos premios en nuestro país en diferentes certámenes, al servicio de unos personajes que se alejan de la hagiografía mediante una biografía inventada a medias en un conjunto en el que, una vez más, pese a que el título lleva el nombre de uno, el que se lleva la memoria es el otro.
Ese Rey Henri II que siéndolo de Inglaterra apenas hablaba inglés, que durmió la mayoría de sus noches en lo que hoy es Francia y que desarrolló una serie de iniciativas que perduran aunque no en la memoria popular, está representado en el texto de Anouilh con unos ribetes de veracidad que dejan un punto mal parado a su amigo Becket, frente a cuya tumba se inicia y se acaba la narración, en un flashback apenas percibido, ya presente en la pieza teatral, punto de coincidencia entre Anouilh y T.S.Eliot pues ambos, desde un principio, nos anuncian la muerte de Thomas Becket, tal día como hoy.
Los caracteres de ambos personajes, aún sabiendo que hay erratas históricas, cautivan porque siendo como son contradictorios en su fase final, quizás lo son porque ambos sienten la obligación de ejercer un poder que proviene del título para el que han sido ungidos y debido a ello se ven abocados a una confrontación que dinamitará una relación amistosa muy estrecha, íntima. Precisamente esa amistad y la forma en que la misma es observada desde cada uno de los componentes de la misma es el eje sobre el que Anouilh construye su drama: es evidente que para el todopoderoso Rey la amistad es sincera y nada interesada aunque por momentos dominada por la autoritas real que se impone por ejemplo en caprichos carnales sin mediar más razón que la lascivia inmediata mientras que en el lado más débil, sea cortesano, sea Canciller, hay una astucia calmada que procura una supervivencia interesada mezclada con una sincera lealtad y comprensión de la grandeza del desempeño del otro: dicha calma se torna en resistencia pasiva cuando ya las necesidades mundanas se han olvidado y abandonado en un pasado de juventud alegre exenta de responsabilidades que ahora ciñen imaginariamente la cabeza del que se contempla a sí mismo como protomártir de una causa que, de veras, tampoco acaba de merecer el estatus que se le otorgará.
Frente al auto control de Becket, que se aleja, el Rey clama, grita, se exaspera, doliéndose de sus errores: mientras el uno es un antecedente de la resistencia en pasividad, el otro ruge como león herido y sus zarpazos infunden terror; pero ambos siempre son conscientes de su cargo, de su potestas y de las obligaciones que ello conlleva.
La pieza de Anouilh, aparte de ser un desafío para cualquier actor capaz de afrontar con garantías obras mayores, constituye un estudio psicológico de caracteres que, en el fondo no son tan diferentes, porque ambos se hallan con gusto sometidos a las servidumbres del poderoso imbuido de un deber destinado a satisfacer a quienes dependen jerárquicamente y esperan no verse defraudados. No entra mucho Anouilh en los detalles, pero lo suficiente se nos ofrece con claridad a fin de que podamos aquilatar las disyuntivas; el autor prefiere cargar el peso en la relación de ambos personajes y en el inexorable cambio que la misma sufre con los acontecimientos, con una brevedad y concisión que ofrece, en pocas páginas, hechos realmente acontecidos a lo largo de más de una década.
Esta película, deudora absoluta del autor teatral francés, aparte de ser una gozada para los sentidos del aficionado a las excelentes interpretaciones, es un acicate para que el ignorante en historia como este que firma abajo sienta curiosidad por la personalidad de un rey lejano que, al parecer, merecería más películas que las que se han ocupado de parte de sus hazañas vitales.
Imperdible, por supuesto, en v.o.s.e.