Ya vimos el año pasado que los avatares históricos, reales, del que fue el primer monarca de la dinastía Plantagenet, Enrique II de Inglaterra, merecían recibir la atención del cinéfilo curioso entre otros motivos porque su figura hasta la fecha ha sido incorporada en la forma más brillante por un único actor, Peter O'Toole, en sendas películas estrenadas en la década de los sesenta del siglo pasado y en ambas ocasiones rodeado de un elenco distinguido.
En la segunda película, estrenada cuatro años más tarde, veremos a un Rey Enrique que, trece años (1183) después de haber fallecido Becket, su amigo, consejero y a la postre adversario, debe tomar alguna decisión plausible respecto a la herencia del trono que ocupa ya que el natural heredero, su hijo Enrique, nombrado corregente precisamente en 1170, fallece en el mes de junio de ése año 1183.
Enrique había conseguido componer un reino de considerables dimensiones e importancia y provisto como estaba el monarca de una mentalidad moderna para su época, sostenía que la división de tal reino entre los descendientes supérstites significaría la debacle.
Los datos históricos, que Anouilh modificó un poco a su conveniencia al contarnos magníficamente la relación entre el monarca y su mejor vasallo, sin duda excitaron la imaginación de James Goldman que decidió escribir una pieza teatral refiriendo el encuentro (ficticio) que en el castillo de Chinon (Francia) mantienen durante las navidades de 1183 los miembros de la corte de Enrique II, su esposa Leonor de Aquitania, sus hijos Ricardo (Corazón de León), Juan (Sin Tierra) y Godofredo, así como la supuesta futura esposa de Ricardo, Alais, hermana pequeña del Rey de Francia, Felipe II,también invitado al castillo.
Con todos esos personajes reales James Goldman construye una comedia dramática provista de una densidad psicológica inusitada servida por un lenguaje que sin imitar ni formal ni fonéticamente el modo clásico al que estamos acostumbrados gracias al Bardo sí ofrece una batalla dialéctica dura, frenética, deliberadamente sibilina en la que la choba es arma arrojadiza cotidiana, un escenario difícil de manejar para cualquier dramaturgo que se precie y no digamos ya a quienes se encarga su representación.
La obra teatral se estrenó en Broadway en 1966 contando con Robert Preston y Rosemary Harris (que ganó un Tony por su interpretación de leonor de Aquitania) y un larguirucho jovenzuelo que atendía por el nombre de Christopher Walken. La crítica se dividió inmediatamente entre partidarios acérrimos y denostadores impertérritos y así ha permanecido hasta nuestros días sin que ello obste a que la pieza sea representada años tras año en diferentes plazas de los aficionados anglosajones, habiendo devenido en un auténtico clásico, como lo demuestra que el mes que viene se represente en Syracusa y durante este año en diferentes lugares de la geografía con idioma inglés.
Como es habitual, de Broadway a Hollywood apenas hay un paso cuando el texto es bueno y un buen día Peter O'Toole recibió la propuesta de incorporar una vez más a Henri II y, como hemos podido comprobar recientemente, el actor ejerció su prerrogativa de estrella protagonista para elegir el elenco que habría de acompañarle en la película que iba a dirigir Anthony Harvey, basada en el guión adaptado que sobre la propia obra escribió James Goldman, uno de cuyos borradores, muy interesante, puede consultarse y obtenerse en este enlace : The Lion in Winter (Second Draft of a Screenplay)
Nada más leer la primera nota complementaria de la mano de James Goldman (hay otros guiones en la red, pero carecen de las inestimables acotaciones y notas) se comprende bien cual es la intención del autor, alejándose de la típica presentación hollywoodiense recreando artísticamente unos ambientes de cartón piedra que en nada se asemejan a lo que debió de ser la Edad Media. Ello a pesar que Goldman no se sujeta a la historia con detalle para tejer su red maledicente en la que transitan los personajes, desechando con buen criterio atenerse a la veracidad histórica del relato para crear una ficción más libre aunque basada en deducciones derivadas de hechos acontecidos, tal como algunos los contaron y dejaron escritos.
Así como en la anterior Becket su autor cambió la nacionalidad de un normando (nacido en Londres, pero de familia normanda) reconvirtiéndolo en sajón para obtener mayor discrepancia, James Goldman insiste en que el personaje de Leonor de Aquitania, como lo fue en la realidad, sea en edad mayor a su esposo (ver página 4 del guión) pero desde luego ése no fue el detalle que movió a Peter O'Toole a llamar a su amiga Katharine Hepburn: él, jocoso, insistía en que sus otras dos elecciones hubiesen sido Vivien Leigh (fallecida el año antes) y Margaret Rutherford que con 75 años acababa de jubilarse.
La elección de Kate, cuyo concurso me chirrió cuando ví la película en "mi cine" en su día porque se la ve demasiado mayor en comparación (no eran diez, eran veinticinco) sigue extrañando todavía al inicio de la película pero desde luego, viéndola como se debe en versión original, al poco uno se olvida de detalle tan nimio.
Gracias al buen gusto profesional de Peter, son dos buenos actores británicos (cómo no) los que debutan en pantalla: Anthony Hopkins como Ricardo y Timothy Dalton como el joven Rey Felipe II de Francia.
La ambientación artística, tanto escenarios como vestuarios, sujetos a la voluntad de James Goldman, que se me antoja casi moscardón insolente zumbando en el oído del director Anthony Harvey, representa una corte en la que el frío hiela los huesos de monarcas y vasallos y de esos temblores se vale muy bien Peter para humanizar su maiestático personaje al que carga de sentido de la responsabilidad mientras agita sus reales posaderas a la lumbre ardiente de la enorme chimenea y provoca el debate con un primerizo monarca francés al que intenta tratar condescendiente valiéndose de su veteranía: luego le saldrá torcido el regate y obtendrá su horma en una escena que el maestro Lubitsch hubiera filmado de forma magistral, gentes de buen ver que se ocultan presurosas tras cortinajes espesos al albur de puertas que se abren y franquean el paso a invitados inesperados, un punto de comedia perdido en una trágica comedia dramática que en otras manos, más expertas que las de Harvey, hubiese sido más mordaz y cáustica.
La labor de Anthony Harvey resulta irrelevante al texto que acompaña: lo filma con eficacia, sin apenas sentido cinematográfico en lo que se refiere a expresión visual que refuerce el contenido literario, más o menos acertando en el uso de primeros planos y en el movimiento de cámara en los exteriores que evitan la claustrofobia propia de los trasuntos teatrales, pero excede en modos que han quedado trasnochados y suerte tiene del elenco participativo que podríamos dividir en dos grupos, a saber: Peter O'Toole y Katharine Hepburn de un lado, y el resto, del otro.
El resto, según sus propias declaraciones vertidas incluso años después, absolutamente acojonados, no tanto por ser su debut ante cámara cuanto por compartir escenas con Kate y con Peter: son pródigos en anecdotario al respecto pero lo que a nosotros nos importa, ahora, cinéfagos prestos al ágape, es que el trabajo que nos ofrecen es de calidad, cada uno en sus posibilidades.
Quienes exceden -una vez más- lo previsto son Peter y Kate: ella, que fue agraciada con un Oscar, hay que verla al cien por cien, es decir, en versión original, para aquilatar la sabiduría artística de la que, en palabras de su compañero de planos, era la mejor actriz americana. Kate se columpia en las frases, en las miradas, componiendo a la perfección a esa Leonor de Aquitania que merecería por sí sola una película biográfica bien escrita: una mujer avanzada a su tiempo, libre, que, seguramente, fue lo que convenció a Kate a aceptar la propuesta de su amigo Peter: sabiendo cómo las gastaba la actriz, uno tiene la sensación que ni por un momento dudó en que ella y no otra debía ser la que interpretara al personaje: como anillo al dedo.
Peter O'Toole compone de forma soberbia ése Rey Enrique que ha pasado toda su vida luchando por construir un reino lo más parecido a un imperio y se huele que le queda poco tiempo: es consciente de su sabiduría y le encanta jugar a las mentiras, enredando a unos y otros, tejiendo como Penélope por la mañana lo que por la noche deshará, no por alargarlo mas por obtener el tejido que desea: un heredero a su gusto, alguien a quien dejar el fruto de sus desvelos vitales, alguien que no trocee lo conseguido: un adelanto en las leyes y su cumplimiento, ordenada la fuerza coercitiva de los tribunales más o menos independientes, un avance que, dice, asegurará a cada aldeano que su vaca es su vaca.
O'Toole, que ya había dado una lección dando fuerza juvenil a Henri cuando se las tuvo con Becket, remata la función en un despliegue magistral de tonalidades vocales, gestos y miradas electrizantes con una fuerza descomunal que incluso acaba por dominar la energía atómica desplegada por Kate, lo cual define la situación con bastante exactitud: esta película hay que verla por ellos dos: tramas como la presente, en la que una familia se las tiene a mayores en busca de la supremacía, del poder, historias en las que el beneficio personal, la querencia propia prima sobre la propia familia, hay muchas: actores dando el cien por cien a un nivel tan alto, es cosa insólita. Cada vez más.
No sería justo cerrar estas letras dejando al margen la excelente contribución que el compositor John Barry hace presentando una banda sonora ajustadísima a la temática y a la época: pocas veces el refuerzo sonoro ha sido tan notable; cabe citar por ejemplo la llegada del exilio de Leonor, preciosa y útil a un tiempo.
En definitiva, una de esas películas que nadie debería desconocer, poseedora de un texto sólido y bien construido, un ritmo ajustado a la acción templada y mendaz, un elenco sobresaliente capaz de elevar el interés del conjunto, una oportunidad de paladear el arte escénico como pocas hay ya.
Imperdible para quien gusta de ver y oír intérpretes que son artistas de verdad.