Spike Jonze ha explorado, desde la ya longeva "Cómo ser John Maljkovic" cierto concepto de irrealidad a través de su cine. Recordemos la delirante planta "7,5" de la citada película. O el complejo universo de la incomprendida "Dónde Viven los Monstruos". Todo forma parte de una capa ajena a la realidad, en la que los personajes del director de "Adaptation" logran alcanzar un refugio en el que esconderse de sus propias vidas. Ese concepto de escondite es presentado en Her con más fiereza que nunca. El ser humano, atrapado en un mundo futurista, artificial, cegador y minimalista, vive asfixiado por una soledad creciente, a la cual sólo puede responder creando ¿falsas? realidades, para que las emociones puedan volver a fluir.
Her es, simplemente, una historia de amor. Un extraño romance entre el hombre y la máquina, dos herederos de la materia condenados a vivir mutuamente extasiados por todo lo que les separa. Así, el hombre parece destinado a enamorarse de la perfección de sus creaciones; criaturas bellísimas, dotadas de una inteligencia infinita, y la eterna aspiración de vivir para siempre. La máquina, por su parte, acaba anhelando la realidad física a la que no puede llegar desde su codificada existencia. Theodore -Joaquin Phoenix- vive una vida infeliz, atrapado entre el recuerdo de su ex-mujer y una realidad rutinaria y monótona. Samantha -o la magnética voz de Scarlett Johansson- aparece como salvación. Destinados a enamorarse, a tratar de entenderse, acabarán viviendo una historia tan real e irreal al mismo tiempo que nosotros, como espectadores, no podemos más que asumir con respeto y humildad. Es mérito de Jonze dotar a la historia de una credibilidad infinita, capaz de aplastar, desde su entregada sensibilidad, el menor atisbo de ridiculez.
Es posible que Her no sea una película perfecta. Concentra en su metraje ambiciones filosóficas imposibles de condensar en tan poco tiempo. La obra de Jonze asume, con una entereza encomiable, el imposible reto, ya no sólo de reflexionar sobre la soledad del hombre contemporáneo y su relación con la máquina, sino de tratar de comprender el propio existencialismo de ésta en medio de su imparable evolución. Samantha, en cierto modo, recuerda al vértigo que debió sentir el hombre prehistórico cuando iba descubriendo sus infinitos recursos. No hay tanta distancia entre una máquina que empieza a pensar por sí misma -y a sentir, por qué no decirlo- y aquellos hombres que, en la soledad de la noche, miraban hacia las estrellas y se preguntaban el por qué de su existencia. Her, reconozcámoslo, asusta por su capacidad de dotar de sentido y credibilidad a un escenario que muchos tildarían de fantasioso e improbable. Un mundo en el que las barreras y las ideas preconcebidas tiemblan con la debilidad de un niño asustado.
El cine ha servido durante años como escenario en el que conceptos como la existencia y el amor han encontrado nuevas expresiones. Personajes -creaciones- como Samantha, Eduardo Manostijeras, Wall-e o Pinocho han puesto patas arriba cualquier intención de limitar el universo de los sentimientos. Asumimos que lo han hecho desde historias escritas y mundos que no podemos llegar ni a imaginar, pero sirven como reflexión perfecta de la imposibilidad de definir emociones que escapan a cualquier lógica. El hombre -al igual que sus metafóricas creaciones- puede renunciar a mil cosas durante su existencia, pero parece condenado a vivir en la eterna prisión de los sentimientos.