Todo va a cambiar cuando conozca a Anna, la novia de su hijo. Malle solo tiene que filmar un perturbador intercambio de miradas entre ambos personajes para que el espectador se sienta partícipe de una pasión tan descabellada como irresistible. Anna es una mujer muy hermosa y algo perturbadora, atormentada por un dramático suceso de su pasado. Lo que surge entre ambos es una relación volcánica y casi enteramente sexual. Stephen siente que tiene que poseer a su objeto de deseo y no le importa poner en peligro los basamentos de su existencia para conseguirlo: su obsesión por esta mujer es tal, que no le importa tirar toda una vida de éxitos por la borda y herir a sus seres más queridos para estar con ella. Algo que hubiera sido impensable solo unos días antes, cuando aún no había cruzado la raya de esa locura que es para él una pasión desmedida como nunca había conocido.
Como es bien sabido, todo pecado tiene sus consecuencias. Un político triunfador, maniático del control y del trabajo, se deja arrastrar por sus instintos más primitivos. Por unos minutos de placer, arrastra noches enteras de remordimiento, de traición a sus principios. No le importa. Es capaz de abandonar momentáneamente sus responsabilidades políticas en Bruselas y coger un tren a París para echar un efímero polvo en un portal con su amante. Todo este placer prohibido, esta excitación de tener una vida oculta acabará pidiendo cuentas a Stephen de la manera más dramática posible. Una pregunta queda en el aire ¿se arrepentirá de sus acciones o pensará que todo mereció la pena? ¿será que Stephen solo empezó a vivir cuando conoció a Anna? Louis Malle filmó una adaptación muy sobria de la novela de Josephine Hart, plena de erotismo y con un Jeremy Irons que llena la pantalla con una actuación tan memorable como de costumbre, cuya conclusión podría ser ésta: el hombre jamás llega a conocerse a sí mismo.