Un lector de verdad es siempre un niño que mantiene el alma y los oídos abiertos, ilusionado con la posibilidad de que el volumen cuyas páginas acaba de abrir le cuente una historia, le arranque emociones, lo seduzca, lo fascine, le permita viajar en el espacio y en el tiempo, lo enamore, lo traspase; se adentre, en fin, en su corazón. Un niño que, con el cedazo de sus ojos, va cribando la infinita arena en busca de una pepita de oro asombrosa, redentora, mágica, que se guardará con una sonrisa en el bolsillo mientras se dispone a buscar la siguiente.Eloy Tizón nos muestra, en Herido leve, su colección de hallazgos literarios, su enciclopedia de felicidades lectoras, formada por versos, aforismos, novelas e incluso por lágrimas (como las que derramó un compañero argentino en febrero de 1984, en las aulas de la Complutense, mientras le comunicaba la muerte de Julio Cortázar). Con la silenciosa e indesmayable constancia del filatélico, el escritor madrileño reúne en este tomo centenares de opiniones valiosas sobre el mundo de los libros: la admiración que siente por Marcel Schwob, quien “vivió al margen de reconocimientos oficiales, aplausos y medallas, entregado al perfeccionamiento de su arte y sus achaques crónicos” (p.119); su asombro ante la figura anacrónica de Yukio Mishima, “piloto kamikaze de su cuerpo, al que envió a la inmolación; ataviado, eso sí, con toda elegancia” (p.181); el aplauso que siempre ha tributado a “la tinta tuberculosa de Antón Chéjov” (p.259); el apunte simpático sobre aquella vez en la que Turguéniev decidió bailar un cancán ante Tolstói, para consternación y tristeza del Gran Patriarca (p.267); su constante deslumbramiento ante los relatos de Edgar Allan Poe, los mejores de los cuales se le antojan “canciones paranoicas” (p.455); su aquilatado dibujo de Truman Capote, chismoso irrefrenable “con su pequeña estatura de elfo y su voz chillona de helio” (p.515); o su recuerdo estremecido de Peter Kien, “el protagonista de Auto de fe, de Elias Canetti, que amaba tanto los libros que se inmoló junto a ellos prendiendo fuego a su propia biblioteca” (p.605).Es posible que Eloy Tizón no encuentre nunca su “Welcome Stranger”. Es posible que ninguno de nosotros la encuentre jamás. La Australia de los libros es enorme y profunda. Pero cuántas felicidades depara la búsqueda. Quizá leer sea buscar las páginas que, dispersas en el espacio y en el tiempo, hemos escrito sin saberlo.
Un lector de verdad es siempre un niño que mantiene el alma y los oídos abiertos, ilusionado con la posibilidad de que el volumen cuyas páginas acaba de abrir le cuente una historia, le arranque emociones, lo seduzca, lo fascine, le permita viajar en el espacio y en el tiempo, lo enamore, lo traspase; se adentre, en fin, en su corazón. Un niño que, con el cedazo de sus ojos, va cribando la infinita arena en busca de una pepita de oro asombrosa, redentora, mágica, que se guardará con una sonrisa en el bolsillo mientras se dispone a buscar la siguiente.Eloy Tizón nos muestra, en Herido leve, su colección de hallazgos literarios, su enciclopedia de felicidades lectoras, formada por versos, aforismos, novelas e incluso por lágrimas (como las que derramó un compañero argentino en febrero de 1984, en las aulas de la Complutense, mientras le comunicaba la muerte de Julio Cortázar). Con la silenciosa e indesmayable constancia del filatélico, el escritor madrileño reúne en este tomo centenares de opiniones valiosas sobre el mundo de los libros: la admiración que siente por Marcel Schwob, quien “vivió al margen de reconocimientos oficiales, aplausos y medallas, entregado al perfeccionamiento de su arte y sus achaques crónicos” (p.119); su asombro ante la figura anacrónica de Yukio Mishima, “piloto kamikaze de su cuerpo, al que envió a la inmolación; ataviado, eso sí, con toda elegancia” (p.181); el aplauso que siempre ha tributado a “la tinta tuberculosa de Antón Chéjov” (p.259); el apunte simpático sobre aquella vez en la que Turguéniev decidió bailar un cancán ante Tolstói, para consternación y tristeza del Gran Patriarca (p.267); su constante deslumbramiento ante los relatos de Edgar Allan Poe, los mejores de los cuales se le antojan “canciones paranoicas” (p.455); su aquilatado dibujo de Truman Capote, chismoso irrefrenable “con su pequeña estatura de elfo y su voz chillona de helio” (p.515); o su recuerdo estremecido de Peter Kien, “el protagonista de Auto de fe, de Elias Canetti, que amaba tanto los libros que se inmoló junto a ellos prendiendo fuego a su propia biblioteca” (p.605).Es posible que Eloy Tizón no encuentre nunca su “Welcome Stranger”. Es posible que ninguno de nosotros la encuentre jamás. La Australia de los libros es enorme y profunda. Pero cuántas felicidades depara la búsqueda. Quizá leer sea buscar las páginas que, dispersas en el espacio y en el tiempo, hemos escrito sin saberlo.