Director: Gary Sherman
Gran Bretaña
1972
84 min.
Fotografía: Alex Thompson
Música: Wil Malone y Jeremy Rose
Guión: Ceri Jones y Gary Sherman
Reparto: David Ladd, Sharon Gurney, Donald Pleasence, Norman Rossington, Hugh Armstrong, June Turner, James Cossins, Christopher Lee
Como habrá que esperar un poco más para el prometido artículo sobre ese cine criminal español entre el 50 y el 65, que va a resultar extraordinariamente laborioso, haré tiempo con una parada (en metro) en uno de los títulos más sugestivos, curiosos y sorprendentemente influyentes del fantaterror británico de la primera mitad de la década de los 70, La línea de la muerte (o Raw Meat o Death Line, también), dirigida en 1972 por esa gran promesa intermitente que fue Gary Sherman, director americano aquí transplantado a Londres para dar cuenta de toda una renovación de la mitología urbana y ganador de la inmortalidad cinéfila con esa obra maestra, tan sencilla en la forma como insondable en el fondo, que fue Muertos y enterrados, título cumbre del gran horror norteamericano entre finales de los 70 y los primeros 80, bajo guión de otra pareja imprescindible: Dan O’Bannon y Ronald Shusett.
Resulta una verdadera lástima que el potencial como autor de Sherman se viera reducido a solo dos títulos, distanciados entre si por una década empleada en no se muy bien qué y continuados por medianías, trabajos malbaratados como el archisórdido thriller La jauría del vicio (1982) o directamente centrados en la televisión. En cualquier caso todo de un interés tan limitado que hace más sorprendentes los fogonazos de genio que fueron esa dos películas (aquí una excelente entrevista para Icons of Fr
La línea de la muerte anticipa, incluso se podría hablar de reanimación, la singular relación de cierta ficción inglesa con respecto al metro o, más específicamente, a los túneles del metro. Ciudad bajo la ciudad, realidad paralela y réplica grotesca de la realidad superior, mundo cabeza abajo y territorio abonado para la imaginación febril o, como en este caso la reinterpretación de algunas constantes de los monsters clásicos en una geografía simultáneamente novedosa y de extraña familiaridad, conectada también con el tono y la estética de los cómics terroríficos de la EC o de la Warren. Una especie de neo-goticismo de las ciudades, repleto de catedrales invertidas, arcos fantasmagóricos, pasillos a medio iluminar y una música/ruido particular, fabulosamente interpretada aquí por la fascinante banda sonora, cercana al experimentalismo, lo dodecafónico y la música
Pero volviendo a la iconografía del subterráneo y sus relación con la ficción británica, la idea de una civilización habitando esa otra realidad ya estaba presente en el tercer y superior Quatermass “hammerita”, ¿Qué sucedió entonces?, quizás la más memorable aportación británica la terreno de la ciencia-ficción, dirigida por el recientemente fallecido Roy Ward Baker en 1967, con Andrew Keir retomando el papel de científico de manos de Brian Donlevy y centrado en el hallazgo de una cápsula extraterrestre encontrada en unas obras de ampliación. Este sería el precedente más claro a la cinta de Sherman, la cual no tuvo demasiado éxito en su momento pero si se fue ganando cierto estatus de culto, labrando un huella más profunda de lo que cabe suponer, que de cuando en cuando se deja ver con claridad, no en
Túneles aparte, este film de Sherman también puede conectarse con otro clásico como The wicker man (Robin Hardy, 1973), en su voluntad de establecer la existencia de una cultura desarrollada de manera independiente, de raíz atávica e ininteligible para el hombre moderno, que, al no comprenderla, la rechaza como aberrante y monstruosa. La de Sherman tiene la particularidad de encontrarse en extinción, en su ocaso definitivo y el haber sido resultante de un origen genuinamente dickensiano y una deriva primitivista.
Dickens aparece en el mismo comienzo, con la idea de unos mineros, hombres y mujeres, atrapados por el derrumbe de un túnel a finales de 1880, abandonados por las autoridades y la empresa responsable a su suerte. Olvidados como si no hubiera pasado por la sociedad, metafórica y literalmente, superior y obligados a vivir de los restos y en los restos de la misma, en la entraña de un sistema que los ha tragado pero no los ha digerido. Generación tras generación, dando un paso atrás, hacia la animalidad, el canibalismo, hacia el primitivismo antes mencionado, pero, de igual manera creando una cultura nueva. En uno de los mejores momentos de la película, la muerte de la compañera embarazada del monstruo (un impresionante Hugh Armstrong), este deposita su cuerpo en una especie de
Cuerpos, en mayor o menor grado de descomposición o momificación se depositan en unas literas, cada uno con un objeto precioso sobre su pecho. Ahora, esa cultura del estómago de Londres va ha desaparecer y el último de su raza intentara evitarlo buscando una nueva compañera, lo que, además, enlazaría con la tradición clásica de los monstruos dolientes, desde Frankenstein a, especialmente, La mujer y el monstruo (1953) , joya rebosante de encanto debida al muy reivindicable Jack Arnold y un referente nada desdeñable para algunos aspectos de esta cinta.
Sherman logra, desde este clasicismo, que el villano pierda su villanía, retomando la esencia del ser patético y terminal, la bestia herida condicionada a la repugnancia por entorno y herencia. Será, entonces, la corporeización de la putrefacción social del Londres de arriba. La dirección, apoyada en una potente estética que enfrenta elegancia en la realización y feísmo en el soporte, lo observa con una mezcla de curiosidad, compasión y nausea. Se recrea en el entorno, en la potente escenografía de los túneles y las estaciones vacías (planos con la cámara muy pegada a la pared y notable profundidad que provocan una gran vació en el encuadre, una mancha de negrura que ocupa media pantalla. Un portentoso
No es casualidad que la película se habrá con la desaparición de un muy británico y muy putero Sir, motivo por el cual comienza a tirarse del hilo de las constantes desapariciones en la estación de Russell Square (siniestra coincidencia: uno de los atentados en Londres en 2005 tuvo lugar en el tren que recorre esta línea), primero por parte de una pareja de jóvenes (los soseras Sharon Garney y su indefinido peinado setentero y David Ladd, hermano del productor Alan Ladd Jr., e hijo del mítico Alan Ladd, actor mediocre donde los haya) más bien poco interesantes, que terminaran por ser la futurible novia del monstruo y su intrépido vencedor y luego por un adúo de policias del distrito, torpedeados incluso por los servicios de