High Place Hode

Publicado el 13 julio 2017 por Biblioteca Virtual Hispanica @BVHispanica

 

  — Jessica Amanda Salmonson —     Jessica Amanda Salmonson vive en Seattle, Washington, y ganó el World Fantasy Award por su antología Amazonas. Especialista en folklore japonés, también ha escrito varias novelas populares describiendo fuertes personajes femeninos y guerreros, entre los que se incluye «La espadachina».    Un solo monumento marcaba la extensión de la seca pradera: un bloque de terreno llano inexplicablemente montañoso. En su parte superior se destacaba lo que parecía ser un castillo de retorcidas espirales y torres inclinadas. La gente de la comunidad agrícola de Ausper, situada bajo las sombras matutinas del monolito, aseguraba que nadie, excepto las águilas, anidaban en los huecos de las torres a aquellas alturas, y que tampoco había vivido allí nadie en el pasado. Pero por todo el aspecto peculiar de aquel racimo de torres, hasta un tonto podría haberse dado cuenta de que había un propósito tras la composición. Por ello, los pocos extranjeros que se aventuraban hasta Ausper solían verse impulsados a preguntar qué clase de obreros inhumanos habían construido la estructura a aquella altitud. Cuando se les preguntaba, los campesinos murmuraban una ronca contestación, mezclada con toses y acariciándose pensativamente las barbas, y hablaban entrecortadamente, de modo que sus respuestas parecían falsas y poco claras. Si se les pedía amablemente que la repitieran, volvían a murmurar una contestación ininteligible. Si se les pedía que volvieran a repetirlo por tercera vez, la gente mostraba tendencia a la provocación, y podía espetar en voz alta:   —¡Eres un tonto! ¡Límpiate los oídos o no hagas más preguntas!   La verdad, como fácilmente puede suponerse, es que no tenían respuestas. Aquellos elevados capiteles con ventanas redondas y negras habían estado allí desde antes de la fundación de Ausper. Las más antiguas leyendas locales no ofrecían teoría alguna que explicara cómo se había construido High Place.   La mentalidad propia de los campesinos restringía toda predisposición a la curiosidad, pues mantenía su atención centrada en la fertilidad del suelo y nunca en las cosas misteriosas. Sin embargo, un joven frágil llamado Hode había observado High Place antes de aprender a andar, y no dejaban de fascinarle los riscos cortados a pico y las águilas sobrevolando las delgadas agujas. De pequeño, se le había castigado tanto por preguntar por aquel desfavorable monumento, que pronto aprendió a no hablar nunca de sus decisiones privadas, puesto que aquello no estaba bien visto entre la gente supersticiosa de su pueblo.   Ausper se hallaba alejada de toda capital grande, pero ocasionalmente la gente llegaba desde el otro lado de la pradera sin otro propósito que admirar una montaña enigmática con una corona de agujas. Hode recordaba un tiempo en que tales viajeros llegaban en carretas de bueyes. No se trataba de simples visitantes que lo contemplaban todo como bobos. Tenían la intención de asaltar la elevada fortificación.   Uno de ellos era un poeta que tenía la intención de hacer algo valeroso para que sus versos le sobrevivieran, recordando la tortura y el tumulto de su propia vida heroica. Tras su llegada a Ausper, elevó la mirada hacia el cielo sin nubes y al ver cómo el puntiagudo castillo parecía querer separar en dos el sol del mediodía, declaró:   —¡Si ascendiéramos a ese risco, seríamos quemados por el fuego dorado del cielo!   Y se marchó en busca de aventuras más plausibles sobre las que componer su vanagloriosa poesía.   El segundo era un mercader pobre y barrigudo que se imaginaba a sí mismo como un hombre de negocios astuto y sabio. Su aspiración consistía en escalar hasta lo alto y arrojar desde allí los tesoros que sin duda debían de estar guardados a buen recaudo. Pero cuando se encontró frente a la elevada escarpadura, le salieron todos los colores y aseguró llorando que no sobreviviría para invertir la fortuna que le esperaba en lo alto. De modo que arreó a su buey y se unió al poeta en la búsqueda de oportunidades menos mortíferas.   El otro fue un guerrero llamado Sarx-unlo el Asesino Hechicero, que se echó a reír al ver la partida de sus compañeros, pues él era el verdadero aventurero. Se sentó en las afueras del pueblo, cerca del monumento y estudió a su enemigo mientras masticaba un poco de carne de buey seca. Su estúpido animal ramoneaba las malas hierbas entre los cactus de saguaro que separaban Ausper de la roca maciza. Hode apareció para contemplar la altura con ojos atentos cuando se aproximaron los tres extranjeros. Se unió al guerrero, dispuesto a esforzarse con él.   Cuando Hode preguntó por qué un hombre con tal prestancia de luchador como él acudía a una región tan insignificante, Sarx-unlo dijo que «esa piedra es un adversario más temible que cualquier hombre», o unas palabras similares. Cuando le preguntó qué ganaría, escalando riscos tan traicioneros, el aventurero habló de recompensas imaginadas, incluyendo la buena suerte de asesinar al ermitaño hechicero que suponía debía de residir en una ciudadela como aquella. Hode sólo escuchó a medias al hombre que fanfarroneaba llamándose a sí mismo el Asesino Hechicero, de quien nunca había oído hablar. Sus pensamientos estaban en otra parte. De pronto, le interrumpió y aseguró:   —¡Un día dominaré High Place!   Ese anuncio hizo que el atezado Sarx-unlo se echara a reír, dándose palmadas en las rodillas. Pero cuando ofreció a Hode un trozo de carne de buey, el Asesino Hechicero habló seriamente:   —Si está preordenado, el dueño de High Place seré yo.   Posteriormente, Sarx-unlo murió en la misma base del risco, y Hode no se sintió desilusionado por ello. Se habría sentido celoso en el caso de que otro hombre hubiera alcanzado primero la cumbre de High Place. Sin embargo, el intento del guerrero endureció aún más el firme propósito de un muchacho campesino común, y Hode tomó la inquebrantable resolución de alcanzar el éxito allí donde habían fracasado hombres más fuertes que él.   Escaló rocas amontonadas para ver dónde había caído el guerrero, tras dar un salto sin grito, convertido en un montón de carne extrañamente contorsionada. Cerca del lugar donde había caído Sarx-unlo, Hode descubrió una pequeña entrada que daba a una caverna. Extrajo la espada intacta del cuerpo retorcido de Sarx-unlo y la utilizó como palanca para apartar las rocas que cubrían casi por completo el agujero de entrada. A continuación, se arrastró durante un trecho, pero se vio repelido por el olor nauseabundo del estiércol de murciélago y por la silenciosa oscuridad. Tras haber memorizado el lugar donde se encontraba aquella entrada de acceso tan difícil, dejando la espada allí cerca, como señalización, Hode regresó a su casa.   Transcurrieron muchos días. Todas sus ideas cuando estaba despierto, todos sus sueños y pesadillas, e incluso sus fantasías masturbatorias estaban obsesivamente relacionadas con el incontrolable deseo de ascender aquellas torres negras y peladas. Sin embargo, también sentía miedo, pues sabía que no era más que un niño, más pequeño y menos fuerte que otros de su misma edad. Seguramente, High Place se reiría de él con mayor facilidad de lo que se había reído de Sarx-unlo el Asesino Hechicero.   Un mediodía, mientras la madre de Hode servía una taza de caldo humeante a su esposo y a su hijo, comentó que el chico comía como un pájaro y se hacía cada vez más introvertido, en proporción directa con su creciente delgadez. Su esposo la hizo callar y dijo que todo joven en crecimiento pasa por un período letárgico, y que Hode también pasaría el suyo. Y palmeó al chico en la espalda. Pero secretamente sentía los mismos temores que su esposa, pues Hode siempre había estado enfermo y débil y no había llevado una vida ruda en el campo.   Más tarde, Hode y su padre trabajaron en los campos polvorientos, aunque Hode no fue de gran ayuda. Su atención se distraía de las tareas que tenía que realizar, atraída por la arquitectura antinatural de High Place. Hasta entonces, su padre nunca le había regañado por su inutilidad, pero ese día la carga del chico era más pesada de lo habitual. Le había encargado la más ligera de las tareas, pero ni siquiera había podido terminarla. Eso, unido a lo improductivo del suelo, a un verano sin lluvias y a las poco engordadas aves de corral, hizo que el padre de Hode se desmoronara bajo las presiones a que se veía sometido. Mimado hasta entonces en cuanto a su ineptitud, a Hode no le sentó bien el ligero rapapolvo que le dio su padre.   Aquella noche, su padre acudió a disculparse por haberle llamado cosas tan desagradables, pero ya no pudo encontrar a Hode. Éste había llenado una caja con comida, pedernal para hacer fuego y otros objetos de supervivencia, y se había marchado. Su madre se lamentó, pensando que las bestias de la pradera devorarían a su único hijo. El padre, que se sentía culpable, aseguró que saldría en busca de Hode, y que no abandonaría la búsqueda hasta encontrar o bien sus huesos, o bien sano y salvo para reintegrarlo a la familia.   En el centro de aquella enorme y fétida caverna, Hode encendió un fuego. Estaba sentado sobre la estalagmita redondeada, observando un delgado hilo de humo que se elevaba hacia la oscuridad del techo. Estaba dispuesto a vivir allí para siempre, alimentándose de los murciélagos que colgaban de sus perchas como las espinas de un cactus, bebiendo el agua que contenía piedra caliza y que goteaba incesante de las puntas de las estalactitas azuladas, y buscaría raíces para encender sus fuegos sólo en las noches más oscuras, y no volvería a salir jamás a la luz del día.   Permaneció cavilando de este modo entre el azulado bosque de asombrosos dientes, como un parásito en las fauces de una esfinge colosal. Observó las sombras móviles producidas por el fuego, que se tambaleaban como mil demonios detrás de las extrañas formaciones rocosas. Siguió así sentado toda aquella noche y el día siguiente, hasta que se acostumbró a la cámara y adquirió un sentido de pertenencia a la misma que nunca había experimentado antes en la triste vivienda de sus padres.   Al oscurecer del segundo día, se aventuró a salir a la noche para recoger combustible para el fuego. Antes de que apareciera el sol, se las arregló para hacerse una cama en una depresión de la pared, utilizando un musgo amarronado que había sobrevivido en los peñascos situados en la base del acantilado. Durmió durante las horas del día y se despertó aquella noche, adaptándose así con una extraña rapidez a los hábitos nocturnos.   Durante la tercera noche escuchó por primera vez entre otras muchas ocasiones los gritos de su padre que le llamaba. No era probable que, a pesar de la antorcha que llevaba encendida, descubriera la entrada de la cueva, y mucho menos que penetrara en un lugar tan oscuro en el caso de que la encontrara por casualidad. Sin embargo, Hode esperó, lleno de temor a ser descubierto, hasta que los gritos se apagaron en la distancia y se desvanecieron. Hode llegó a la conclusión de que no tardarían en pensar que había sido devorado por algún depredador de la pradera, y pronto le olvidarían tras lamentar mínimamente su desaparición. Mientras tanto, tendría que llevar cuidado para no ser descubierto por las noches, cuando salía a buscar leña. Más tarde, cuando las gentes del pueblo se hubieran convencido de su desaparición, podría arriesgarse a robarles algo de lo que necesitaba Pero, por el momento, no debía dar ninguna pista sobre su situación.   El monumento siempre había sido para él como una especie de fetiche, y experimentaba un gran estímulo sexual al encontrarse dentro de la caverna. El cuarto día, cuando se encontraba tumbado en su jergón de musgo, Hode alcanzó la pubertad, pues, tras su orgasmo habitual, el semen y el esperma aparecieron en su mano. Hode contempló la sustancia con curiosidad y un cierto temor infantil, preguntándose si era normal que él exudara aquella especie de ungüento con aspecto de cuajada. Se limpió con el musgo y permaneció tendido, inexpresivo.   Sin que él se diera cuenta, el olor de su fertilidad se extendió por las profundidades de la caverna, despenando la sensibilidad olfativa de un habitante de los mundos inferiores. Algo espantó a los murciélagos más alejados. Momentos después, el sonido de la perturbación se acercó más. Los roedores, llenos de pánico, echaron a volar desde las alturas, atravesando la guarida de Hode y saliendo al exterior.   Hode se incorporó, sabiendo que no era normal que los murciélagos salieran a volar a la luz del día. Debían permanecer colgados, durmiendo, tal y como él mismo se disponía a hacer. Aquello le preocupó. Estaba a punto de huir él también cuando escuchó el sonido de una canción de sirena que le resultó repulsiva por su tono pero al mismo tiempo atractiva por lo insólito de su melodía. Como cautivado en pleno sueño, Hode bajó de la depresión de la pared y se abrió paso por entre las estalagmitas azuladas. El único paso de la cámara al otro lado de la salida exterior se dirigía hacia abajo, formando un ángulo pronunciado. Hode nunca había logrado encontrar la fortaleza necesaria para explorar las regiones inferiores, pues sus aspiraciones se dirigían hacia arriba, y no hacia abajo. Pero ahora se encontró caminando hacia aquellas profundidades, atraído hipnóticamente por una música sardónica, demoníaca.   Un ráfaga de aire frío llegaba desde los niveles inferiores, cargada de un olor metálico picante. A pesar de lo helado del aire, Hode sonrió tontamente y se sintió caliente por estar en el vientre del monumento. El pasillo se hacía más inclinado y más estrecho. Dejó atrás la luz de su hoguera. Y entonces, tan repentinamente que Hode se detuvo en seco, el sonido que le atraía cesó por completo. Sacudió la cabeza, confundido y aturdido, y se dio cuenta de que se encontraba sobre una especie de repisa que, por lo que podía distinguir, podría ser un pozo sin fondo. Conmocionado por lo cerca que había estado de la caída, y liberado de la música seductora, se volvió y huyó tambaleándose hacia su cámara, ocultándose profundamente en la depresión donde se había preparado la cama. Se enrolló, formando una bola y se sintió irracionalmente a salvo de todo mal.   Tenía muy poco que hacer cuando estaba despierto. Tras algunos días, descubrió un método con el que entretenerse. Se dio cuenta de que si golpeaba una estalactita con la amplia hoja de la espada de Sarx-unlo, ésta producía una reverberación musical. Tras diversos experimentos, observó que cada aguja de piedra poseía un tono distintivo, como si fueran campanas. Lleno de júbilo, Hode corrió alocadamente por la cámara, golpeando cada estalactita que se encontraba a su alcance y saltando para alcanzar las más altas. Así produjo una melodía sin armonía que acabó por convertirse en un rugido ensordecedor. Los murciélagos huyeron de la cámara al tiempo que Hode iba de un lado a otro golpeando las rocas de vez en cuando, sin permitir la desaparición de aquel tañido. Todo el monumento montañoso reverberaba y aquella noche las gentes de Ausper se despertaron asustadas por el terrible zumbido.   Cautivado por su juguetona travesura, Hode no se dio cuenta de que empezaban a agrietarse las bases de algunas estalactitas grandes, debilitadas sus raíces a causa de la vibración. Con una insospechada fortuna se cansó de aquel juego antes de que los trozos de piedra cayeran sobre él.   Una vez que se hubieron apagado los ecos del estruendo, permaneció un sonido y la alegría de Hode se vio rápidamente sustituida por una sensación de temor. Volvía a escucharse la canción de sirena de pesadilla, tal y como había sucedido la primera noche de su fertilidad. Y en esta ocasión escuchó los ecos no procedentes de profundidades desconocidas, sino bastante cerca.   Debilitado por su reciente ejercicio, le resultó aún más difícil mantener la fuerza de voluntad necesaria para desobecer la llamada que le impulsaba a internarse por el pasaje. Llevándose las manos a los oídos, Hode se puso a cantar en voz alta para no escuchar la llamada. Y, para no quedar nuevamente frustrada, la criatura surgió del pasaje. Hode no pudo distinguirla bien desde su posición. Ansioso y temeroso, arrojó un montón de cactus secos a la hoguera para no quedarse en la oscuridad, y después se metió en la imaginada protección de su cama, entre la pared.   La canción se había convertido en un sonido gangoso. Hode se apartó las manos de los oídos y trató de descubrir por el sonido dónde se hallaba el intruso. Lo mismo procedía de un lugar oculto que de otro, y Hode no podía saber su lugar de procedencia por el eco que producía. Captó extrañas visiones fugaces de una figura informe que se confundía con las sombras. Esperó, escuchando y observando, escondido en su depresión, temeroso, sin estar seguro de ver nada, apretado contra su cama, deseando convertirse en un ser invisible. Y entonces, de repente, el cubo que había colocado bajo una estalactita para recoger agua de beber cayó o fue arrojado con un chasquido y un chisporroteo, y el fuego se apagó. La caverna se encontró repentinamente inmersa en la más profunda oscuridad. Hode aún se adentró más en el hueco donde estaba su cama.   El sonido estaba terriblemente cerca: inmediatamente debajo del borde de su cama. Hode gimió, esforzándose inmediatamente por guardar silencio, preguntándose por qué habría arrojado la espada de Sarx-unlo cuando se tapó los oídos. Sin defensa alguna, como un estúpido, se dio cuenta de que el demonio había subido al lugar que había creído inviolable. Le escuchó husmear como un cerdo, con la nariz a ras de suelo; cerca, cada vez más cerca, hasta que un apéndice húmedo y frío tocó su pierna. ¡Y se agarró a él!   Gritó, forcejeó, pateó, se defendió, rogó, pero todas aquellas acciones terminaron por transformarse en un pánico gimoteante. Una masa gelatinosa se abalanzó sobre él, indiferente a sus golpes, apagando su defensa del mismo modo que el agua había apagado el fuego. Y entonces sintió algo esperado y agradable: unas suaves y rítmicas constricciones en sus genitales. Volvió a escucharse la extraña y dulce canción de sirena, con un tono más alto y excitado, que ahora penetraba en su mente, arrullándole emocionalmente, agotándole físicamente, dejándole finalmente para que se retorciera él solo, anhelando el regreso de aquel éxtasis, pero sabiendo de algún modo que el demonio había tomado de él lo que deseaba y que nunca regresaría.   Permaneció allí inmóvil durante dos días, como alguien que ha perdido a su amada y ha visto desaparecida su pasión. Ni siquiera se levantó para encender fuego o para beber, ni cazó murciélagos para comer. Su delgada estructura se hizo aún más esquelética. Con el pelo largo y alborotado, las ropas destrozadas, parecía un ser demoníaco tumbado en la depresión de la pared de una caverna. Finalmente, fue encontrando ánimos surgidos desde las profundidades de su apatía, allí donde había sido abandonado por el exigente organismo ectoplásmico. Con las piernas tambaleantes, se levantó para encender el fuego. Puso en él toda la leña de que disponía y hasta quemó la caja que tenía, con el propósito de alejar todos sus temores y desembarazarse de aquellas frías emociones de sú-cubo.   A medida que el fuego adquiría fuerza, Hode inclinó la cabeza bajo una estalactita para tragar unas pocas gotas de líquido amargo. Así, su cabeza se giró, esperando pacientemente la caída de la gota siguiente, observando inexpresivamente el humo que se colaba por entre las formaciones rocosas. Cuando la hoguera ya era grande, pudo ver débilmente las zonas más altas de la cámara. Observó entonces la existencia de una fisura negra y estrecha por la que se escapaba el humo y una sucesión lógica de pensamientos atravesó su mente aturdida, hasta que se escuchó a sí mismo decir en voz alta:   —Si no se puede escalar esta montaña desde el exterior, ¡la ruta hacia High Place tiene que estar en el interior de esta gran roca!   Cierto, cierto, razonó, conmocionado por una absurda sensación de felicidad: sólo necesitaba subir hasta aquella fisura y seguir el mismo camino que seguía el humo.   En aquella idea había un problema evidente, pues él no era humo. ¿Qué clase de criatura podría escalar las grandes paredes, o subir por las estalactitas cónicas, o caminar cabeza abajo por el techo? No serviría de nada caer en los pozos que conducían a cavernas aún más profundas, pero ¿acaso podría un cuerpo caer hacia arriba, hacia los niveles más altos?   Distraído por todos estos pensamientos no se dio cuenta de una perturbación que se produjo en la entrada de la caverna. Sólo tomó conciencia de que no estaba solo cuando escuchó que alguien gritaba su nombre:   —¡Hode!   Miró por entre las rocas hacia el lugar donde se encontraba su padre. Llevaba una parpadeante antorcha que arrojaba sombras que se oponían a las producidas por su hoguera.   —¡Por todos los dioses, sabía que tenías que estar vivo! —exclamó el padre, avanzando hacia él con un brazo abierto.   Hode retrocedió tambaleante, con los ojos muy abiertos y llenos de una expresión que podría haber sido de temor o desesperación. ¡Su cueva secreta había sido descubierta! Fue un momento muy triste, ser obligado a regresar adonde ya no sería dueño de sí mismo, adonde todos le tratarían como un débil, y donde ya no estaría rodeado por aquellas fabulosas paredes de piedra. Cayó sobre la estalagmita redondeada y se puso a gritar una y otra vez:   —¡Déjame solo! ¡Déjame solo! ¡Déjame solo!   El preocupado padre se acercó más, temiendo que su vástago sufriera una enfermedad mucho peor que cualquier otra: la locura. Por encima de la cabeza del intruso, una estalactita, debilitada en sus raíces días antes, cuando Hode la golpeó para hacerla resonar, empezó a soltarse ante los ecos producidos por los gritos repetidos del muchacho.   El padre sólo tuvo tiempo de escuchar un crujido y mirar hacia arriba. Arrojó la antorcha y trató en vano de detener la flecha que caía hacia él con ambas manos, pero ésta se le clavó en el pecho. La alta y delgada estalactita empezó a ladearse de un lado a otro y golpeó otras estalactitas con una fuerza atronadora. Estas se rompieron a su vez y cayeron sobre otras que se rompieron también y arrastraron a otras muchas. Enormes proyectiles caían alrededor de Hode, chocando contra las estalagmitas del suelo. Fue la segunda noche que las gentes de Ausper despertaron con un sonido como de campanas, y aún sintieron mucho más temor pues en, esta ocasión el ruido fue más fuerte. El calamitoso estruendo resultó mucho más ruidoso de lo que Hode hubiera podido imaginar conseguir con el golpe de una pequeña espada, y el rugido resultante le reventó los tímpanos. Así, asistió a la catástrofe envuelto en el más extraño silencio. Unos dientes enormes y silenciosos caían a su alrededor.   Todo duró escasos momentos y Hode salió milagrosamente ileso. La sangre que le salía de los oídos indicaba las únicas heridas sufridas. Avanzó sobre el montón informe de estalactitas y estalagmitas rotas, cuarteadas, destrozadas o dañadas de cualquier otra forma. La caída de una gran formación rocosa había obturado la salida de la caverna, pero eso no le preocupó a Hode. Se abrió paso hacia el lugar donde yacía su padre, destrozado y empalado, y se sintió algo desilusionado al encontrarle muerto, sin sufrimiento alguno. Pero la frustración no tardó en desaparecer porque elevó la mirada a lo largo de aquella primera estalactita que había caído y vio que su extremo superior se inclinaba hacia un corte parcialmente resquebrajado de pequeñas estalactitas que formaban un grupo compacto. Y a la izquierda de éstas pudo distinguir el borde de la oscura fisura.   Inspirado por su buena suerte, Hode ascendió el ángulo de la piedra alta, como una sombra esbelta a la luz temblorosa de la hoguera que se iba apagando. Desde la parte superior rota del cono invertido, alcanzó una de las estalactitas que formaban grupo y se aupó hacia el techo, agarrándose a la piedra como un mono. Alcanzó así otra lanza que se extendía hacia abajo, y a continuación otra, y así fue ascendiendo lentamente hacia la estrecha resquebrajadura que conducía hacia arriba. Faltaba un trozo en la fisura y tuvo que saltarlo, respirando apresuradamente a causa del esfuerzo. Permaneció allí sentado durante un rato, oscilando las piernas desde las alturas. Recuperado el aliento, se apoyó con los brazos en ambos lados de la grieta y comenzó a serpentear hacia arriba. Fue una tarea difícil, pero la musculatura que le faltaba quedó compensada por una fuerza de voluntad perversa. Se esforzó y gruñó durante media hora, avanzando con mucha lentitud, tosiendo ante aquel aire enrarecido, sin el sentido del oído y sin luz que le guiara. Toda su seguridad dependía únicamente de su sentido del tacto.   Cuando llegó a un nivel más alto, se arrastró por lo que ahora era un suelo nuevo, respirando pesadamente e incapaz de levantarse durante largo rato.   Allí se desarrollaba un maravilloso y celestial jardín de hongos, que más bien parecían estupendos moldes de color rojo y dorado, con cabezas de esporas de una brillantez aún más deslumbrante. A pesar de su aspecto, Hode razonó que este jardín debió de proporcionar frutos domésticos a los seres humanos o semihumanos que hubieran vivido anteriormente en el castillo que esperaba arriba. Hambriento como estaba, partió la cabeza brillante de un retorcido hongo y la mordió como si fuera un melón de origen conocido. Su sabor era razonablemente bueno. Probó algunos otros. Los más secos, que ya tenían esporas, no brillaban, y tenían sabor a madera. Pero los húmedos eran bocados exquisitos que calmaban tanto la sed como el hambre. Supuso que las secas cabezas de esporas serían un buen combustible si decidía encender un fuego.   Unos delicados insectos fosforescentes vivían entre las plantas nocturnas: eran polinizadores quitinosos más brillantes que las gemas; unos pequeños gusanos igualmente brillantes progresaban lentamente a lo largo de los tallos; y también había unas grandes y exquisitamente frágiles mariposas con antenas en forma de plumas y ojos de un color ámbar brillante. Igualmente distinguió tortugas con caparazones decorados con puntos blancos. Hode supuso que aquellos reptiles de seis patas fueron, igual que los hongos, la comida de una sociedad ahora desaparecida. No había rastro de los murciélagos que habitaban los niveles inferiores, puesto que aquel espacio configuraba una nueva ecología que antiguamente podía haber sido cultivada, pero que ahora crecía independientemente de sus cuidadores.   Fortalecido por la ingestión de los hongos, Hode investigó más allá del pintoresco jardín y pronto descubrió un túnel que ascendía en espiral. El corazón le dio un vuelco cuando lo descubrió, pues llegó a la conclusión de que debía de conducir hacia High Place.   Sin embargo, no penetró inmediatamente en el túnel. Se sintió invadido por un temor que no tenía nada que ver con lo fantástico de todo lo que le rodeaba. Allí estaba, en el umbral de su objetivo, y ahora temía que, una vez alcanzado, ya no quedara ningún propósito en su vida egoísta y miserable. ¿Qué encontraría allá arriba como no fueran grandes y vacíos pasillos y escaleras de caracol que conducían a las habitaciones de las torres? Por primera vez, reconoció que la posesión de un objeto nunca produce el mismo éxtasis que la búsqueda; la realidad nunca es tan agradable como el sueño.   Fueron revelaciones terribles, más atemorizantes que cuando fue violado por el demonio, peores que la lluvia de estalactitas. Porque este era un temor intangible que no podía ser afrontado físicamente. Resultaba difícil superar una cosa que no podía verse ni tocarse. No obstante, superó estas sensaciones y se lanzó hacia delante, hacia el túnel. Giró y giró y subió y subió por el pasadizo hasta que llegó al último recodo, siendo saludado entonces por una forma de luz que ya le resultaba extraña a su retina: la del sol. Se protegió los ojos con la sombra del brazo y vio a un águila enorme remontar el vuelo, saliendo de un nido construido de modo descuidado. El ave desapareció por una ventana redonda.   Parpadeando y bizqueando con ojos acuosos, Hode miró hacia abajo desde High Place, viendo todo el pueblo de casas tristes, un puñado de masas informes como dados sobre la llanura reseca, entre las que se extendían unos campos miserables que parecían menos verdes que el duro terreno que se extendía hasta el horizonte. Los saguaros se elevaban abajo como centinelas erectos.   Hode decidió quedarse allí, en High Place, pues ahora no tenía ningún sitio adonde ir y ningún lugar donde prefiriera estar mejor que allí. Se apartó de la ventana redonda e inspeccionó el nido de águila construido sobre un estrado de obsidiana. En su interior encontró tres aguiluchos sin plumas con los picos curvados abiertos, en petición de alimento, que le miraban con unos feos ojos de color púrpura en unas cabezas de tamaño desproporcionado. Aleteaban con sus diminutas alas todavía no desarrolladas del todo en el nido. Hode no podía escuchar sus llamadas pero estaba seguro de su aspereza pues percibía la vibración de sus gritos en su propio pecho.   Aquellos tres aguiluchos podrían convertirse algún día en magníficos cazadores y voladores, pero ahora resultaban animales feos. Hode sintió una afinidad con ellos. Extendió los dedos hacia los animales y éstos hicieron inofensivos esfuerzos por comer los dedos. Por primera vez en su vida, Hode se echó a reír ante la alegría que le producía un ser vivo. Serían capaces de tragarse un dedo entero, regurgitarlo por no tener buen sabor, y elegir cuidadosamente otro para intentarlo de nuevo.   Sordo como estaba, con la sangre ya seca que le había salido por los oídos perforados, Hode no escuchó el aleteo de unas grandes alas a su espalda. Únicamente percibió una rápida brisa procedente de la ventana, a la que no prestó atención hasta que las garras del águila hembra estuvieron en su nuca.   El ave se quejó ásperamente, al tiempo que Hode vociferaba por toda Ja estancia, gimiendo y revolviéndose furiosamente contra el animal que no dejaba de graznar sin soltarse de su nuca. A pesar del ruido, Hode se hallaba en una pesadilla de silencio. Ni siquiera escuchó sus propios gritos cuando el gran animal inclinándose por encima de su hombro le mutiló el ojo derecho con su enorme pico curvado. Se lo arrancó de raíz, tragándoselo inmediatamente después de haberlo mantenido colgando del pico por un instante.   El pico volvió a bajar en busca del otro ojo, pero Hode le agarró del cuello con ambas manos y empezó a retorcérselo. El ave mantenía las garras firmemente sujetas a sus hombros, batiendo las alas con violencia, hasta que logró elevar al esquelético Hode del suelo. Ambos contendientes cayeron cuando el ave no logró hacer pasar el oxígeno por el cuello retorcido. Aleteó un poco más, pero Hode mantuvo su férrea presión durante varias horas hasta que hubieron pasado los últimos estertores de la muerte, hasta que él mismo perdió el conocimiento para despertar mucho más tarde con la promesa de un desayuno compuesto de carne de águila.   Entregó a los aguiluchos una parte de la carne. El resto la cocinó haciendo un fuego con los hongos secos y leñosos, utilizando para ello un horno en forma de cuenco que descubrió en una zona del castillo que antiguamente había sido una cocina.   Insensible al dolor, no se sintió agitado por la cuenca de su ojo mientras exploraba las miríadas de agujas. Ninguna de ellas tenía interés alguno, excepto una. En la más alta de las agujas encontró una cámara diminuta que contenía algo que él incluso temió mirar, y mucho menos tocar. Bajó apresuradamente las incontables escaleras, tratando de borrar de su mente lo que acababa de ver, y pasaron muchos años antes de que volviera a aventurarse a seguir aquel mismo camino.   Lentamente, volvió a adaptarse a las costumbres diurnas. Descendía periódicamente a los jardines repletos de hongos en busca de comida, compuesta tanto de carne de tortuga como de verduras, y también capturaba insectos para alimentar a sus tres guardianes, que pronto desarrollaron alas para volar. Los insectos, junto con las entrañas y los restos de las tortugas fueron suficientes para mantener fuertes a los aguiluchos y permitirles desarrollarse.   Durante los meses que siguieron el cuenco del ojo de Hode sanó por completo, hasta el punto de que podría haberse creído que sólo había nacido con un ojo. Sus aves se hicieron más grandes y pesadas. Las entrenó para que atacaran otros nidos de aves situados en los farallones por debajo del castillo, incluyendo los nidos de otras águilas. Hasta se atrevían a apoderarse de lagartos de la pradera y de algún ocasional roedor o conejo. Toda la familia comía bien y de modo variado. Los tres guardianes se convirtieron en ejemplares magníficos, siniestros a causa de su entrenamiento, mientras que sólo Hode siguió siendo pequeño y feo.   Ocurrió que, por accidente, una de las águilas trajo a las alturas a una niña recién nacida, que pataleó y lloró, destrozada y sangrienta. Hode, encantado con aquel festín atroz, alabó al águila y dijo que ninguna carne le había parecido tan sabrosa como aquella. Las otras dos águilas se sintieron celosas de la atención dedicada a la primera. Y en los dos días siguientes cada una de ellas llegó al castillo con bebés recién nacidos, sacados de sus cunas. Hode no prestó la menor atención al pánico que se desató en el pueblo. De hecho, lo único que pensaba de Ausper era que en un pueblo tan pequeño como aquel no debían de haber más de tres recién nacidos, por lo que no podría disfrutar de una nueva comilona como aquella en mucho tiempo.   Pero las águilas no conocían límites en su deseo de complacer a su dueño. Dos de ellas, actuando juntas, se las arreglaron para matar y mutilar a un joven de buenas dimensiones, llevando su cuerpo al castillo. Hode se echó a reír v acarició afectuosamente a los dos orgullosos animales. Aunque ya se había cansado de comer carne humana con tanta regularidad, sentía un gran placer al observar los esfuerzos que hacían las aves para lograr su aprobación. No cocinó aquel último cuerpo, sino que permitió que las tres aves comieran de él todo cuanto quisieran y arrojó por la ventana los restos, que cayeron al pie de los acantilados.   Un grupo de hombres, encolerizados por los ataques de las águilas llegaron al pie de los acantilados, en donde aparecieron desparramados y brillantes los huesos procedentes de los festines de Hode y de las aves. Aquellos hombres no eran muy inteligentes, pero no se necesitaba gran inteligencia para llegar a la conclusión de que la mayoría de aquellos huesos habían sido cocinados. Los hombres dirigieron sus miradas hacia aquellas elevadas y retorcidas agujas, experimentando un nuevo temor. Sus temores supersticiosos sobre High Place empezaban a convertirse en realidad; y ni siquiera existía un camino mediante el que un hombre valiente pudiera alcanzar la cima de High Place para enfrentarse a la inicua criatura que se había instalado allí, fuera lo que fuese.   Hode, a salvo de la gente, no se preocupó lo más mínimo. En cierta ocasión en que un estúpido pueblerino intentó la escalada, Hode ni siquiera esperó a que se matara de una caída, sino que envió a sus águilas para que le hicieran caer al fondo rocoso. Libre como estaba de toda sujeción a la ley y a la necesidad de ganarse la vida, Hode no sentía remordimientos por sus actos, ni temores de represalias.   Un día, el águila más grande y preferida de las tres aleteó ante la ventana débilmente, con un ave de corral entre las garras y una flecha clavada en la pechuga. Por primera vez, Hode experimentó algo del sufrimiento por el que ya habían pasado las gentes del pueblo. Cuidó al ave, que gritó todo el tiempo, alabándola exageradamente por haberle traído un ave de corral tan exquisita. El águila murió con su cabeza entre las mano de Hode. Mientras caminaba por entre los salones del castillo, sintiéndose solitario, las otras dos águilas devoraron a su hermana pues eran aves de rapiña que, después de todo, eran incapaces de lamentarse.   Una tortuosa escalera condujo a Hode a la pequeña cámara donde ni siquiera él, pequeño de estatura, podía mantenerse erecto. Este era el único lugar de sus dominios al que nunca acudía, pues había espantosos caracteres rúnicos escritos sobre el arco de entrada, y Hode, que no podía comprenderlos, temía el poder de la palabra escrita. Sentía miedo ante aquella estancia, del mismo modo que hombres menos monstruosos temen a los demonios y la oscuridad, pero sus temores se vieron superados ahora por una misión de venganza.   En la torre más alta de High Place, en una estancia del tamaño de un armario y situado sobre una mesa de ébano, había un extraño objeto cincelado en un rubí de un color carmesí sangriento que formaba un solo bloque. Tenía la figura de un hueso, con una serpiente enroscada a su alrededor, el signo universal utilizado en los tarros de veneno que indicaba advertencia y prohibición y que, cuando se marcaba en los mapas, indicaba a los viajeros aquellos lugares a los que no debían ir. Previamente, Hode había estado muy poco dispuesto a tocar la talla. Aunque de una antigüedad olvidada, tenía la sospecha de que aquel cetro antiguo era la fuente original de la serpiente como señal de corrupción.   La mano temblorosa de Hode cogió el cetro prohibido y lo sostuvo cerca de su pecho, esperando a ver si iba a ser mortal-mente golpeado al contacto con aquel objeto infame. Al ver que aún seguía con vida contempló con su único ojo las rojas profundidades de la talla. Inmerso en aquella situación encantada, vio civilizaciones arruinadas ahogadas en sangre, armadas hundidas bajo mareas rojas, bosques primitivos devorados por enormes llamas... y finalmente se vio a sí mismo en la ruina. Esta última visión no fue nada imaginaria, sino sólo un reflejo: una gárgola de un solo ojo, con la cara llena de cicatrices y dientes amarillentos y podridos surgiendo de encías en retroceso. Al contemplarse en el pulido rubí, se preguntó si siempre había sido tan feo, o si las cavernas y aquel castillo y su vida y su dieta salvajes le habían hecho de aquel modo. Había perdido todo sentido del tiempo y ni siquiera sabía su propia edad, pero parecía imposible que fuera más viejo de lo que le mostraba su imagen.   Sujetando su botín, descendió la escalera caminando como un viejo. Se sintió incongruentemente anciano, pero trató de convencerse de que aún seguía siendo un joven. Regresó a la ventana desde donde se divisaba Ausper, subió al portal redondo y permaneció allí de pie bajo la luz del sol de la tarde. Comenzó entonces a pronunciar atroces maldiciones, sosteniendo el cetro de hueso con la serpiente por encima de su cabeza.   Allá abajo, un campesino escuchó un grito agudo y distante y levantó la cabeza de su azadón. Observó una figura diminuta y frenética en una de las ventanas de las torres. Dejó caer su herramienta y salió corriendo y gritando hacia el pueblo. La gente no tardó en asomarse a las puertas, contemplando el espectáculo de algo semihumano que les lanzaba maldiciones. El viento seco se aquietó de un modo nada natural, de modo que cada imprecación llegó a sus oídos con toda su fuerza, como si la simple vista no fuera suficientemente aterradora.   Una mujer ojerosa permaneció de pie en el umbral de su casa y creyó distinguir algo familiar en la voz de aquella figura momificada. Comprendiendo de pronto, se llevó las manos a la boca y se desmoronó, muerta allí mismo, sin que hubiera en la casa nadie que pudiera ayudarla.   Después de aquello, Ausper sufrió plagas, langosta, sequías, tornados y tormentas de polvo. El ganado de los campesinos sufrió todas las enfermedades imaginables. Los niños nacían muertos. Durante los años que siguieron, todos aquellos que pudieron abandonaron Ausper, llevándose consigo sus escasas pertenencias tiradas por bueyes. Unos pocos cuyos bueyes habían muerto trataron de abandonar el pueblo a pie, pero aquellas gentes desesperadas no tenían la menor posibilidad de sobrevivir en la reseca llanura. Quienes no pudieron huir de Ausper se resignaron a experimentar un ocaso lento y persistente.   Finalmente, los que se habían quedado murieron de sed, hambre, enfermedad o de un trabajo duro e inútil, hasta que en Ausper sólo quedó una mujer, que deambuló por la desierta comunidad enfundada en su túnica gris azotada por el viento, como una pordiosera loca, con los ojos negros y hundidos observándolo todo llena de terror.   Inesperadamente, Hode descubrió que él mismo no estaba exento de sus malvadas maldiciones. La misma enfermedad que exterminó todas las aves de corral de Ausper mató también a las aves que anidaban en los acantilados. Cuando sus en otro tiempo magníficas águilas se vieron reducidas a llevar una vida de buitres, picoteando los huesos de las criaturas muertas por la enfermedad y la sequía, las aves de plumas desgastadas se vieron abrumadas por la enfermedad y el contagio. Una de ellas cayó del cielo, en espiral, estrellándose contra el suelo. La otra perdió el equilibrio desde la elevada posición donde se encontraba, en el interior de las torres.   Pero durante todos aquellos años, Hode había perdido sus últimos vestigios de humanidad. No se lamentó por aquella pérdida. Había olvidado hacía tiempo al pueblo condenado, hasta el punto de que ni siquiera disfrutó de su venganza. Pues la venganza, al fin y al cabo, también era una de aquellas emociones humanas de las que se había desprendido completamente. En su sordera, nunca escuchó el rugir de los vientos atraídos por sus maldiciones, y mucho menos los ruegos de los ahora desaparecidos campesinos que habían llegado a pedirle misericordia y a celebrar sacrificios en la base del precipicio.   Se pasó la mayor parte del tiempo en los laberintos de las cavernas situadas bajo High Place, donde comía en los jardines fantasmagóricos y deambulaba por aquel dédalo de pasadizos. Utilizaba su brillante rubí a modo de lámpara. Descubrió con bastante frecuencia signos de la presencia de un intruso, que dejaba huellas limosas allí por donde pasaba. Hode siguió aquellas huellas durante varios meses, caminando sobre puentes naturales, a través de túneles bajos, a lo largo de repisas estrechas, pero nunca pudo distinguir su presencia. Las huellas llegaban inevitablemente a lugares por los que él no podía seguirlas, pues aquel ser podía arrastrarse como un caracol pared arriba o bajar a los abismos.   A veces se sintió como si estuviera viéndose burlado por alguna clase de inteligencia, pues las huellas limosas se complacían en retroceder, o en hacerle seguir el camino más peligroso. Sabía que era imperativo encontrar a aquel intruso antes de que se convirtiera en un intelecto superior al suyo y, en consecuencia, en un adversario terrible. Evidentemente, aquel ser estaba creciendo pues a cada semana que transcurría dejaba una huella algo más ancha, del mismo modo que aumentaban las secciones de hongos devorados por su voraz apetito.   Así pues, Ausper se convirtió en un pueblo de fantasmas mientras Hode deambulaba por las cavernas. A cada mes y a cada año que pasaban sintió que iba convirtiéndose en un hombre prematuramente viejo. Llegó un momento en que se descorazonó ante aquella búsqueda infructuosa y se sintió demasiado viejo para continuarla. Subió entonces de las cavernas, apartó de un puntapié los huesos de su última águila y se reclinó contra el borde de la ventana. Sentía su ojo pesado, las manos débiles, las piernas temblorosas. La mano que descansaba sobre el alféizar se sacudió como paralizada, y después quedó sin fuerza y soltó el cetro de rubí que sostenía. El cetro rodó al otro lado del borde. Hode no pareció darse cuenta de nada. Suspiró, abatido por el cansancio de la vida.   No se dio cuenta del pueblo invadido por las zarzas, ni de su único habitante que deambulaba de un lado a otro, aprovechándose de aquellos que ya no tenían necesidad alguna.   La continuación de la vida se había convertido en un penoso trabajo. Y entonces pensó en saltar en busca de la muerte. Pero se sintió demasiado cansado, incluso para subirse al alféizar.   Su delgada estructura le parecía tan pesada que apenas podía sostenerse en pie. Se dejó caer lentamente sobre el suelo, para sentarse, con la espalda apoyada en la pared. Por el rabillo de su único ojo captó un movimiento en el túnel que conducía a las cuevas. Supo que se trataba de aquella criatura elusiva que acudía a saborear su victoria. No podía distinguirla con claridad a causa de las oscuras sombras, pero tenía la figura de un hombre, aunque el bulto se tambaleaba como si la figura fuera únicamente tenue.   Incapaz de moverse, sin voluntad para ello, Hode observó fijamente la figura en la oscuridad. Evidentemente, aquel ser esperaba la llegada de la noche para salir de su escondite y devorar al pasivo e indiferente Hode. Y él ni siquiera era capaz de imaginar un plan de batalla. Miró dentro de sí mismo y vio que estaba vacío y sin alma, como un hombre a quien ya no le queda la menor traza de amor ni simpatía por los amigos o la familia, como un recluso colérico y depravado, ahíto de murciélagos y hongos, devorador de niños, como un loco sin emociones, e incluso como un amante de los demonios.   Ante este último pensamiento levantó la cabeza de golpe y dijo con voz ronca:   —¡Engendro del demonio!   Contempló aquella cosa que avanzaba, surgiendo de la oscuridad. Porque la oscuridad había llegado. El medio hombre, medio demonio, avanzó hacia él, dejando tras de sí un rastro limoso producido por el arrastre de lo que parecían pies. Era algo gelatinoso y transparente. A la débil luz de las estrellas que entraba por las ventanas, Hode distinguió en él órganos similares a los humanos: un corazón pulsante, un montón de amasijos por intestinos, unos pulmones que se contraían y expandían. Su rostro era elástico y siempre cambiante, pero hasta en su fealdad Hode distinguió cierta familiaridad.   No gritó, ni siquiera sintió el dolor, a excepción de una apagada palpitación que le quemaba cuando aquella cosa semihumana rezumó sobre sus pies, ingiriendo su carne directamente en su plasma y royendo los trozos con dientes pequeños y puntiagudos. Hode lo observó, fascinado, insensible, a medida que trozos de su propia piel iban siendo desgarrados y masticados y otras partes de su cuerpo se fundían como corroídas por el ácido.   Mientras era devorado y digerido vivo, Hode dijo sus últimas palabras, dirigiéndose a la monstruosidad que le envolvía poco a poco.   —Eres mi heredero —le dijo—. Tú eres el dueño de High Place.   Y a continuación murió, acompañado únicamente por el sonido del babeante festín que era llevado por el viento, saliendo por las ventanas de High Place, hacia donde la gente decía que ya no vivía nadie.