Hija de la lluvia

Publicado el 16 noviembre 2021 por Frank Paya @payafrank

 

Hay turistas japoneses que disparan los flashes de sus móviles inteligentes a discreción. Los alemanes y los ingleses deambulan con algo más de decoro y aire impresionado. Los españoles lo observan todo con esos ojos de «parece mentira lo que somos capaces de hacer cuando realmente nos ponemos a ello». Y es que no es para menos: las inmensas paredes del viejo Hospital de los Reyes Católicos (hoy reconvertido en Parador Nacional, habiendo sustituido el término «Hostal» al de «Hospital») se levantan majestuosas por cada uno de los patios góticos y barrocos que configuran la planta del gran edificio. Los hay que sólo piensan en el excelente desayuno que sirven a los huéspedes en aquel gran y lujoso hotel, pero entre aquellos muros que recogen la lluvia del pasado como esponjas que todo lo absorben no sólo hay extranjeros, asistentes a congresos o trabajadores de hostelería: allí también hay recuerdos escondidos, misterios olvidados y hasta un pequeño gran secreto literario. Ocurrió hace mucho tiempo. Tenemos que retroceder ciento cincuenta y seis años.

 

La mujer corría entre la lluvia perenne de Santiago de Compostela, así se llamaba aquella ciudad: Santiago, en recuerdo del discípulo de Cristo, y Compostela, procedente de campus stellae, o campo de las estrellas, en referencia a las estrellas que brillaban donde apareció el cuerpo del santo en tiempos remotos. La lluvia que caía era ese eterno orvallo que puede con todo y que a todos engulle, esa lluvia en la que muchos confían para borrar sus errores y sus faltas y sus miserias. La mujer de nuestra historia es, no obstante, una sirvienta inocente; carga con algo en los brazos que lleva cubierto con mantas. Hace frío. Es el amanecer del 24 de febrero del año 1836. El agua arrecia, pero la mujer no quiere detenerse y cruza la plaza del Obradoiro a toda velocidad. El imponente hospital, que los Reyes Católicos ordenaron construir en el siglo XVI para atender a los peregrinos que llegaran enfermos al final del largo peregrinaje a Santiago de Compostela, está ante ella. Adán, santa Catalina, san Juan Bautista, Eva, santa Lucía, María Magdalena, los propios Reyes Católicos, Cristo, Santiago y san Pedro, la Virgen con el Niño, san Juan Evangelista y hasta seis ángeles parecen observarla con atención desde aquella impactante fachada de piedra.

 

La mujer se detiene y golpea tres veces la puerta principal del hospital.

 

La puerta se abre.

 

Una nariz gorda, fea, fofa, asoma bajo la capucha de un hábito de monje. La nariz mira hacia la niebla, pero aún no se ve nada. Todo está oscuro todavía. De pronto se oye el llanto de un niño. El monje se vuelve hacia su derecha y ve aquel pequeño bulto de mantas en manos de aquella mujer nerviosa. Ya sabe de qué se trata. A él no le gusta tocar aquellos niños traídos al mundo fruto del pecado. Cierra la puerta con un sonoro estallido de desprecio.

 

El llanto de la criatura se mezcla con la niebla del amanecer. La mujer no sabe bien qué hacer. Le habían ordenado acudir allí, pero aquel portazo la ha dejado confundida. Con la paciencia que dan los años de servicio en casa de los amos, la mujer espera. Al cabo de unos minutos, la puerta del hospital vuelve a abrirse y una monja emerge con aire de llevar levantada varias horas y todas ellas trabajando sin descanso.

 

—¡Ave María Purísima! — exclama la monja al tiempo que coge en sus brazos a la criatura—. Y además está helada de frío. —Se introduce en el hospital con el bebé en brazos, seguida de la joven sirvienta. La puerta vuelve a cerrarse. La lluvia queda allí fuera, golpeando constante los muros del hospital.

 

La monja cruza los patios góticos de San Juan y San Marcos. La mujer que la sigue entiende bien la urgencia, al igual que la monja, que sabe, por la triste experiencia del dolor, que hay que llegar a la Capilla Real, que hace las veces de iglesia del hospital, lo antes posible. No sería aquél el primer niño que se le muriera en los brazos sin haber llegado a tiempo de bautizarlo.

 

En la capilla le espera el presbítero don José. Se oye el respirar acelerado de la monja, que está a punto de quedarse sin resuello. Él se ocupará de todo. Don José era más tolerante con las miserias del alma y de la carne.

 

—¡Ave... María... Purísima! — vuelve a decir la monja, esta vez con más dificultad, como si pronunciar el nombre de la Virgen ayudara a mitigar los horrores del mundo.

 

Habían llegado noticias de que aquello podía ocurrir pronto y pronto había sido, en efecto. No habría padres, pero al menos tenían noticia del nombre que debía recibir la criatura. Las había que llegaban sin siquiera un nombre con el que bautizarse.

 

—Es una niña..., la que esperábamos —dijo la monja al entrar en la capilla con la criatura en brazos. Aún lloraba, pero eso era bueno.

—Déjeme a mí, hermana —dijo la sirvienta que había llevado a la niña hasta el hospital, preocupada de que la monja, agotada como estaba por la carrera, pudiera perder el equilibrio y caer con el bebé en brazos—. Creo que se ha acostumbrado a mí y quizá sepa calmarla.

 

Y así fue: por cansancio o por sentir de nuevo el calor de la mujer que se ocupaba de ella desde hacía días, la niña interrumpió aquel llanto que partía el alma.

 

El presbítero era hombre de pocas palabras. No era partidario de hablar, sino de hacer. En pocos minutos dispuso todo lo necesario al lado de la pila.

 

El bautizo fue rápido y sobrio. Sólo el presbítero, la monja y la sirvienta atendieron al evento. Don José rellenó el acta bautismal con la parsimonia del funcionario eclesiástico que ya ha visto todo lo que tenía que verse en aquel mundo y mucho, también, de lo que no debería verse nunca. Un mundo de nieblas y lluvia.

 

 

En veinte y cuatro de febrero de mil ochocientos treinta y seis, María Francisca Martínez, vecina de San Juan del Campo, fue madrina de una niña que bauticé solemnemente y puse los santos óleos, llamándole María Rosalía Rita, hija de padres incógnitos, cuya niña llevó la madrina, y van sin número por no haber pasado a la inclusa; y para que así conste, lo firmo.

 

La sirvienta María Francisca recogió a la niña y, poco a poco, con algo más de paz de ánimo, fue desandando el camino por el interior del gran hospital. Llegó al fin a la entrada. Allí seguía, cabizbajo, el monje que había abierto la puerta por primera vez. Nada más verla llegar, abrió la puerta como quien la abre para que salga una alimaña perniciosa. La sirvienta cruzó el umbral y salió con rapidez para desaparecer, sigilosa, mezclando su figura y la del bebé con las primeras luces de un alba que volvía a respirar lluvia.

 

Rosalía de Castro era hija de un sacerdote y una hidalga de familia venida a menos. Con aquel origen sacrílego, nadie preveía que fuera a tener un gran futuro por delante, pero su tía paterna se hizo cargo de la criatura, ya fuera por piedad cristiana o por miedo a que se conociera toda la historia de aquel incómodo nacimiento. Durante decenios, el origen de la gran escritora gallega, madre del resurgimiento de la literatura en esa lengua a la par que magna escritora en lengua castellana, quedó fuera de los libros de texto. Lo que no hicieron esos manuales, y es de agradecer, es dejar de lado sus magníficos poemas.

 

Si alguna vez peregrinan a Santiago de Compostela, disfruten y admiren lo mucho que hay que admirar y sentir en su catedral sagrada, y paseen por sus calles estrechas y anchas, empedradas de historia palmo a palmo, pero deslícense también hacia el interior del Hostal de los Reyes Católicos (no hace falta alojarse allí para visitarlo). Caminen entonces en el silencio rotundo que se apodera de sus inmensos claustros una tarde de lluvia constante y lean entre esos muros un poema de Rosalía de Castro. Háganlo en voz alta. No tengan vergüenza de dar voz a quien allí fue bautizada. Quizá los ecos de las paredes les devuelvan el llanto inocente de una niña, una pequeña gran escritora hija de la lluvia. Una tarde de octubre estuve allí, no hace mucho. Paseé por aquellos claustros y me preguntaba:

 

¿se acordaría Rosalía de Castro de su nacimiento cuando decía...?

 

 

Aunque mi cuerpo se hiela

me imagino que me quemo;

y es que el hielo algunas veces

hace la impresión de fuego.

 

 

* Tomado de “La noche en que Frankenstein leyó el Quijote” de Santiago Posteguillo.