Hija de puta. Me abandonaste. A mí. A mí que te di todo. Te rescaté de este patético hogar de adopción. Te cuidé. Te mimé. Te di la lechita. Te limpié la mierda. Te dejé entrar en mi cama. Te llevé al doctor cuando te salieron esos zarpullidos horribles. Hasta fuiste mi musa en dos posts de esta columna, Chillidos y Cazadora.
¿Y todo para qué? Para que te vayas con la parejita gay del piso de abajo. Tracionera. Sucia. Malparida. Tenía que haberlo supuesto. Tus excursiones nocturnas por las terrazas vecinas se hacían cada vez más frecuentes. Yo yo, pobre infeliz, te dejaba libre, suponiendo que siempre ibas a volver, que no había nada peor que coartarte la libertad, que sabías muy bien quién era tu dueño, que si quería que me des todo, no debía exigirte nada. Tonto de mí. ¿En qué fallé? ¿Mi casa era muy fría? ¿Mis caricias, poco complacientes? ¿Acaso fue la vez en que te metí abajo de la ducha porque measte en un rincón? ¿O tu despecho nació la noche en que por error te hice caer a la pileta del vecino? ¿Fue la tarde en que te puse cinta en la boca para tapar tus insufribles chillidos en celo? Nunca lo sabré. No importa ya. Pero cómo duele bajar las escaleras y verte a través de la ventana de los putos. Feliz, con una insólita sonrisa felina, saltando y jugueteando como nunca antes. Duele. Duele mucho. ¿Pero sabés que? Gracias. En serio. Me diste una gran lección. Andá, andá tranquila. Me compré un loro, sabés? Lo trato bien. Le compro su maíz. Y la enseñé una frase. Una frase que ahora repite hasta el hartazgo, y que estoy seguro sabras entender muy bien.
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