En rigor, todos los estratos sociales padecieron las consecuencias desastrosas, con más o menos intensidad, de la pasada crisis financiera, con la sóla excepción del más acaudalado, el de los ricos. Únicamente la élite de los pudientes salió beneficiada de la crisis, puesto que se aprovechó de ella para mejorar sus condiciones, tanto en lo que respeta a las rentas como al tamaño del segmento. A estas alturas, nadie discute que la crisis hizo más ricos a los ricos, permitiéndoles crecer en número y fortuna. Como también que desde la crisis no sólo hay más pobres, sino que, para colmo, se han empobrecido aún más*. Todas estas repercusiones causadas a un extremo y otro de la escala social han sido objeto de análisis y reflexiones de manera exhaustiva por los expertos. Sin embargo, no lo ha sido tanto en lo que concierne a la inmensa clase media, exprimida también sin miramientos, no sólo a causa de la propia crisis económica y la consiguiente pérdida de su capacidad adquisitiva, sino también por la inseguridad laboral y la pérdida de cualificación para el desempeño de unas profesiones y un trabajo que hasta entonces eran considerados completamente seguros y estables.
Pero es que, aparte de las crecientes dificultades que encuentran los padres para costear los estudios superiores de sus hijos (másteres, desplazamientos, alquileres, becas reducidas o restringidas, etc.), éstos, además, aún completando su formación, tropiezan con enormes obstáculos para acceder al mercado laboral y hallar un empleo acorde con su cualificación académica y profesional. Y lo que hallan, en la mayoría de los casos, son trabajos de bajos ingresos, de fuerte temporalidad y ajenos a su formación. Es decir, empleos con la misma precariedad que caracteriza al mercado laboral español. De ahí la elevada tasa de paro juvenil (más de un 40 por ciento del total) y la falta o caída de ingresos que les impide, no sólo mantener su condición de miembros de clase media, sino incluso emanciparse. Tales factores económicos, junto a condiciones sociológicas, obstaculizan el futuro de los jóvenes y hacen inútil la educación como ascensor social (como no sea sólo para bajar) y como antídoto contra la desigualdad de oportunidades. Frenan, en suma, la movilidad social a causa de unas perspectivas de salida laboral tanto o más inciertas que las que amenazan al empleo de sus padres, antaño tan estables, seguros y racionalmente remunerados.
Notas:* Julio Carabaña, Pobres y ricos. Editorial Catarata, pág. 92.