Hay un refrán que asegura que cuánto más se le da a los hijos, menos lo aprecian. No sólo juguetes, sino también ropa, accesorios domésticos, dinero, libertades y hasta agasajos y carantoñas. Es fácil sucumbir a la felicidad que exteriorizan abiertamente entregándoles cuánto desean o se les antoja, olvidando la responsabilidad que como padres nos corresponde de demandarles también disciplina, obediencia, respeto y esfuerzo, exigencias imprescindibles para que la educación se convierta en un valor que les posibilite ese futuro que de tan lejano no logran atisbar ni interesar.
Con todo, ni siquiera con una actitud así podremos garantizarles un porvenir halagüeño, pero al menos los habremos preparado para las dificultades a las que tendrán que enfrentarse tarde o temprano, sin que confíen ingenuamente en que todo les vendrá rodado con sólo desearlo. En cualquier caso, nunca tendremos la certeza de haber cumplido con ellos como hubiera sido lo adecuado, lo que no nos exime del deber de intentarlo permanentemente, aunque a veces sean descorazonadores los resultados.
Debe resultar tremendamente horrible descubrir que un hijo ha tomado el camino equivocado tras los desvelos por protegerlo entre algodones. Un hijo descarriado representa un fracaso por partida doble: para el hijo y para sus padres, en tanto en cuanto el primero no satisface las expectativas depositadas en él para que supere las condiciones de origen y, para los segundos, porque asumen como una frustración no haber sabido conducirlos hacia ese horizonte de emancipación en el que se presumía hallarían la prosperidad y la felicidad.
Nunca es fácil enseñar a un hijo ser adulto. Como tampoco existe ningún libro que enseñe ser padres ni ningún manual que garantice el éxito de la tarea. El futuro que les prometemos es tan indeterminado como esquivo, máxime si aspiramos a preverlo desde que los alimentábamos con biberones en la cuna. Sólo encontramos la obligación de intentarlo y la responsabilidad de no renunciar al empeño, siendo conscientes de que los hijos comienzan a moldearse en el seno de la familia, donde se empapan de las actitudes y las conductas de sus padres. Es el seno de la familia el escaparate donde descubren y adquieren los valores que más tarde podrán conformar su personalidad. Una personalidad que, cuando se manifieste sin restricciones el día de mañana, reflejará –a veces, de forma sutil, y otras, grosera- los modelos en los que se ha fijado para formarse.
Algo, pues, está fallando en nuestra sociedad que facilita la quiebra en las familias de los resortes que las mantenían unidas en beneficio del desarrollo y el progreso de sus miembros. La moralidad, la decencia, la honradez, la seriedad, el respeto y la responsabilidad que debían transmitirse desde el hogar por emulación de las conductas de las personas más cercanas y asequibles, como son los padres y otros familiares, son sustituidos por un materialismo egoísta y un consumismo hedonista que son incompatibles con aquellos principios tachados de poco prácticos para la vida “moderna”. Es, precisamente, en lo que convergen la excesiva tolerancia de los padres respecto a la disciplina de los hijos y un modelo social que prima las leyes del mercado. ¿Cuántos hijos han dejado de estudiar para dedicarse a otras actividades más lucrativas que no les exigía tanto esfuerzo? Pues esa ceguera es la que estamos dejando en herencia y de la que derivan consecuencias que se convierten en noticias de los medios de comunicación. Todo un síntoma.