Hilaria recorre frenéticamente la casa de arriba abajo. No puede controlar su emoción mientras escudriña por todos lados buscando en gavetas y escaparates. Abre viejos libros llenos de polvo y con páginas amarillentas y rotas. Rebusca dentro de maletas empolvadas que llevan años arrumadas sin usarse. Baja cajas que tienen tiempo sin abrirse y curucutea en viejas carteras que parecen tener siglos guardadas sin usarse.
Quiere aprovechar al máximo el tiempo que Jacqueline estará en su liceo para encontrar fotos, dibujos, tarjetas, todo el material que pueda haber guardado para prepararle un regalo especial a su hija que en pocos meses estará cumpliendo quince años de haber llegado a su vida para cambiarla irremisiblemente.
De un sobre amarillento que encuentra dentro de una vieja cartilla con fotos y nombres de animales, que sirvió para enseñarle a Jacqueline el abecedario y que pone afuera en letra de molde “12 de mayo de 1996, regalo del día de la madre”, saca una flor seca, ahora con frágiles pétalos marrones, pero que ese domingo del 96 era una hermosa y fragante rosa roja. Instintivamente y con mucho cuidado para no dañarla, se acerca la momificada flor a la nariz y le parece sentir el aroma intacto de hace 11 años.
Cierra los ojos y por un instante está en la floristería de Sábana Grande con la pequeña Jac aferrada a su mano y con el dedito índice señalando la rosa.
–Esa mami– Balbucea.
Hilaria toma la flor del ramillete y le pregunta:
– ¿Esta?
–Sí– Dice la niña y sonríe.
–Perfecto. ¡Este será mi regalo de día de la madre!
Hilaria aspira el intenso olor de la rosa. Paga y continúan felices su paseo hasta la heladería de la siguiente esquina para saborear el rico helado de pistacho que les encanta a las dos y que comparten en momentos especiales de felicidad.
Hilaria va encontrando en cada rincón objetos especiales que conforman la historia de vida de Jac. En una maleta encuentra el faldejín color hueso con el que la bautizó, los escarpines y el monito amarillo para la suerte con que los que la vistió para sacarla del hospital cuando nació y los primeros dientes que mudó. Todo bien envuelto en una bolsa plástica azulada de tintorería.
En una cartera de opaco patente negro con oxidados cerrojos de metal consigue la carcomida partida de nacimiento y, doblado junto a esta, un viejo recorte de periódico amarillento y a punto de deshacerse.
Con cuidado despliega el recorte y al abrirlo ve en letras rojas un titular que dice:
“Decapitado sádico en cárcel de Santa Ana”.
En letras más pequeñas un subtitulo:
“Los reclusos jugaron fútbol con la cabeza del pedófilo”.
Un escalofrío se apodera del cuerpo de Hilaria al leer y siente un calambre que le recorre la columna vertebral y la hace estremecer al ver la borrosa imagen de un cuerpo decapitado en medio de una mancha negra de sangre, junto a otra granulosa imagen de la cara del hombre asesinado. Lee:
“Xavián Chacón, conocido como el “monstruo de Táriba”, fue ajusticiado en el penal de Santa Ana la misma noche de su ingreso a la cárcel acusado de la violación de una niña de 6 años en la población tachirense de Táriba, donde residía desde hacía cinco meses.
Al “Monstruo de Táriba” lo apresaron luego de rescatarlo de las manos de una poblada que pretendía lincharlo cuando la madre de la menor lo encontró abusando de su pequeña hija en la habitación de la residencia donde vivía alquilado.
Como fue detenido en flagrancia, a Chacón lo encerraron en Santa Ana junto a presos de alta peligrosidad y, según relatan algunos reclusos, al no más pisar la celda, los reos líderes de la penitenciaría sentenciaron que no amanecería vivo.
Así fue. En horas de la madrugada, Xavián Chácon fue sacado a empujones al patio de la penitenciaría. Lo golpearon salvajemente, lo desnudaron, le cortaron su miembro viril y se lo metieron en la boca para luego decapitarlo con un certero golpe de afilado machete y jugar al fútbol con su cabeza.
Narran algunos testigos que en ningún momento el occiso intento defenderse. Ni siquiera se le escuchó gritar o lamentarse. Era como si, resignado, aceptara su condena.
Hasta el momento de la publicación de esta información, nadie ha reclamado el cuerpo del “Monstruo de Táriba”, por lo que en pocos días se le dará sepultura en una fosa común del cementerio municipal”.
Hilaria vuelve a doblar con cuidado por los pliegues el viejo recorte de periódico y lo pone de nuevo dentro del pequeño bolsillo de la vetusta cartera. Suspira profundamente, cierra la cartera y la pone de vuelta en su lugar. Mira alrededor observando dónde más buscar, como queriendo borrar de su mente ese momento que acaba de pasar. Nerviosa, retoma su búsqueda tratando de olvidar el recorte de prensa.
Se sube en una silla y del fondo de la parte superior de un escaparate toma un viejo morral, de él extrae dos piedras y dos conchas marinas recuerdo del primer viaje a la playa con Jac, y en otra maleta consigue un viejo álbum de fotografías, en su mayoría borrosas, fuera de foco y mal tomadas de los primeros años de vida de la niña. Con una sonrisa se detiene unos segundos en la fotografía de Jacqueline dentro de la inmensa olla de las hallacas. Cómo le gustaba a la niña meterse en esa olla con sus juguetes.
En una de las páginas está el primer mechón de pelo que le cortaron junto al pequeño, seco y arrugado trocito de cordón umbilical, esa pequeña parte que durante nueve meses la mantuvo, sin estar consciente de ello, atada a una vida que en su vientre se formaba sin saberlo.
***
– ¡Vamos, Hilaria, no seas floja! Haz diez flexiones más.
– ¡Mamá que estoy muy cansada ya! Y las varillas de la faja me están maltratando mucho.
–Pero, ¿no ves lo gorda y fea que te has puesto? Estás rechoncha. Si no te cuidas desde ahorita vas a parecer una vaca y ningún hombre te va a querer.
– ¡Yo no quiero que me quiera ningún hombre!
–Igual. Yo no quiero una hija obesa y tú, desde que te desarrollaste, no has hecho más que engordar.
Las palabras de su madre hicieron que Hilaria volviera a sentirse abochornada. Advertía que la cara se le ponía roja y caliente como se le puso aquella vez, hacía poco más de un año, cuando su mamá se burlaba de ella por no saber qué era la menstruación.
Hilaria tenía dos o tres meses de haber cumplido sus diez años y jugaba con su hermana Lucrecia, cuatro años mayor que ella y con síndrome de Down, a la pelota en el jardín delantero de su casa. Un fuerte golpe de Hilaria a la bola la hizo ir a parar en medio de la calle y Lucrecia corrió tras ella sin mirar la vía. Un intenso chirriar de frenos y el carro tuvo tiempo de detenerse a escasos centímetros de la cabeza de la chica.
Hilaria pegó un alarido “¡Lucre!”. Trató de correr hacia donde estaba su hermana pero el terror la tenía fijada al suelo. Paralizada. Sus piernas no le respondían y notaba que un líquido caliente corría por su entrepierna, empapando su pantalón.
Lucrecia miró a Hilaria, recogió la pelota, sonrió mostrándosela a su aterrorizada hermana y se devolvió donde se encontraba ésta, pálida de pánico. Sobrepasado el impacto, Hilaria corrió al baño porque se estaba orinando por el susto.
– ¡Casi la mata un carro! – Dijo a su mamá que acudía ante el grito y siguió camino a la sala de baño. Se bajó los pantalones y las pantaletas y se sentó en la poceta al tiempo que terminaba de quitarse las prendas. Fue entonces cuando notó que algo no estaba bien. Las pantaletas tenían unas extrañas manchas rojas que parecían sangre pero, ¿Con qué y en qué momento se había cortado? ¿Cómo es que una cortada con tanto sangrado no le había dolido?
Angustiada, llamó a gritos a su mamá al ver que en la taza quedaba el rastro de más sangre en el agua.
– ¡Mamá, mamá, me estoy muriendo! – Decía entre lágrimas. –Me estoy desangrando, mamá. ¡Mira!
Le mostraba las pantaletas y el pantalón manchados de rojo y luego señalaba el váter.
–Ja ja ja ja ja, qué muchacha tan pendeja y melodramática –reía su madre–. ¡Qué te vas a estar muriendo nada! Es la regla, boba, que te llegó antes de tiempo. Ahora eres una mujer.
La madre salió del baño sin parar de reír y sin decirle más nada. Hilaria la miraba irse como si se hubiera vuelto loca. ¿Qué le pasa? Yo me estoy muriendo y ella diciendo que si es una regla y que soy ¡una mujer! ¿Es que no ve que me estoy desangrando y que no llegaré a ser una mujer nunca porque me voy a morir niña? ¡Y me deja aquí sola!
Las lágrimas corrían por sus mejillas como si le hubieran abierto un grifo. Estaba aterrada y sollozaba. Su mamá regresó con ropa limpia, se la tendió junto con una compresa y le dijo:
–Toma, báñate y te pones esto.
La niña no entendía nada. Su mamá definitivamente había perdido la cordura. En lugar de agarrarla y llevarla corriendo a un hospital para que la revisara un médico a ver por qué se estaba desangrando, la mandaba a bañarse y le daba una vaina extraña para que se la pusiera no sabía dónde.
–No me mires así, necia jajajajaja. No te estás muriendo nada. Eso es algo por lo que pasamos todas las mujeres. Es un fastidio. Es como un castigo de Dios. No sé por qué carajo nos castiga, por ser mujer, será. Pero nos pasa a todas y nos pasa todos los meses. Se llama menstruación y de ahora en adelante te va a suceder todos los meses durante varios días. Así que resígnate y acostúmbrate.
– ¿Y esto?– Dijo Hilaria con la compresa en la mano –¿Qué hago con esto?
– ¡Coño, eso es un Modess y te lo pones en la nariz!
– ¡¿En la nariz?! ¡¿Cómo?!
–Ja ja ja ja ja ja ah muchacha pa’ pendeja y bruta ja ja ja ja.
Fue entonces cuando Hilaria notó que la cara le ardía y se le enrojecía. No sabía si era por el bochorno de no saber o por la ira que le producía que su madre se burlara de ella y de su ignorancia. Posiblemente un poco de ambas cosas. Avergonzada, no se sentía capaz de preguntar más para que su madre no siguiera con la burla. Lo peor era saber que más tarde le contaría todo a sus hermanas y todas terminarían burlándose de ella y haciéndola sentir ignorante y tonta, como siempre.
Su mamá, sin parar de reír, le acomodó la compresa dentro de las pantaletas y le dijo:
–Solo dejarás de sangrar, cuando Dios te mande un embarazo. Durante los nueve meses de preñez esa sangre que ves alimentará a tu hijo en el vientre y al nacer se convertirá en la leche que saldrá de tus tetas para amamantar a tus hijos… Y no me preguntes nada más porque ya no sé qué más decirte.
***
Hilaria pone el álbum junto a las otras cosas que ha seleccionado y sigue buscando. Sus sentimientos y emociones empiezan a mezclarse en su cabeza y en su pecho. Una mixtura de amor, nostalgia, temor, rencor, alegría y orgullo se va apoderando de ella a medida que va reuniendo recuerdos de estos 15 años.
En una gaveta encuentra entre medias de Jacqueline el rosario de cuentas blancas imitando perlas, los guantes blancos con encajes y la vela blanca con un lazo de ajadas cintas blancas atado a la mitad y unido por una medalla de latón de la Virgen del Carmen. No tenía idea de que la niña hubiera guardado allí la vela de su Primera Comunión. La mecha estaba negra en la punta como evidencia del tiempo que estuvo encendida en la ceremonia, mientras la bendecían.
Hilaria sin pensarlo mucho, sacó de su bolsillo el encendedor, prendió la vela y con su fuego encendió un cigarrillo. Se quedó mirando fijamente la llama de la vela y le lanzaba, con cuidado de no apagarla, el humo aspirado del cigarro. Su mente, sin apenas darse cuenta, se fue a 16 años antes y se vio tendida desnuda en el suelo de aquel cuartucho de chécheres de su papá, donde había llegado a vivir pocos días antes, “El Brujo”.
Hilaria estaba acostada boca arriba completamente desnuda y en medio de un inmenso círculo de velas y velones encendidos. El Brujo, fumando tabaco y sacudiendo en el aire un oloroso ramillete de ruda, caminaba alrededor y por encima de la chica. Mezclaba oraciones con extrañas palabras en lenguas desconocidas para Hilaria.
Desde el suelo, Hilaria lo veía como a un indio gigante moverse en torno suyo. El Brujo llevaba colgando del cuello varios collares con cuentas de colores. Un collar hecho con pepas de zamuro y peonías rojas y en el medio un inmenso colmillo de animal. El tabaco echaba pequeñas chispas rojas cada vez que el hombre le daba una calada y una intensa humareda hacía que su rostro desapareciera en una soporífera nube gris.
Por un momento Hilaria pensó que vomitaría. El olor a tabaco mezclado con el humor que despedía el sudor del brujo moviéndose alrededor de ella y los buches de ron que le escupía sobre el pecho le produjeron nauseas. Respiró profundo cerrando los ojos y se calmó. A los pocos minutos ya no sentía ningún olor. Perdía casi por completo la consciencia de su cuerpo.
El Brujo le sacudía el ramillete de ruda sobre su vientre, azotando con suavidad. A ratos lo restregaba con movimientos vibratorios a los costados de su cuerpo empezando en los hombros y terminando en los pies. Le daba golpes con las ramas en la plantas de los pies y subía sin dejar de mover la ruda por la parte interna de sus piernas hasta llegar a su vagina. Todo lo hacía sin dejar de murmurar esas especies de oraciones y letanías en las que de vez en cuando Hilaria podía distinguir el nombre y apellido de su padre, Rigoberto Altuve.
Hilaria se sentía mareada pero ya no tenía miedo. El temblor incontrolable que tenía inicialmente se había ido calmando poco a poco. Aspiraba profundamente para respirar porque le parecía que se asfixiaba a ratos, pero en su mente se figuraba no estar en ese lugar. Era como si los sonidos y las imágenes le llegasen de un lugar lejano y ella tenía una extraña sensación de no estar allí. Sentía que levitaba y salía de su cuerpo y que se observaba a sí misma desde una nebulosa lejana. Solo volvió a percatarse de su cuerpo cuando El Brujo se acostó sobre ella y sintió el peso del cuerpo del hombre sobre el suyo y el repulsivo olor a sudor mezclado con alcohol y tabaco.
–Que este sacrificio ayude a sanar a Rigoberto Altuve del terrible mal que lo aqueja– Decía El Brujo al oído de Hilaria–. Que los espíritus malignos que lo tienen sometido lo dejen tranquilo, que abandonen su cuerpo y su alma para que recupere su propia voluntad de nuevo y vuelva a ser un hombre de bien y libre de mal.
El brujo tensó todo su cuerpo. Estaba como convulsionando acostado encima de Hilaria. Estiraba sus brazos y todo su cuerpo temblaba en una especie de paroxismo. Sus ojos se volvieron blancos y de pronto, todo su cuerpo se relajó e Hilaria lo sintió sobre ella como un peso muerto.
El hombre volvió en sí. Se levantó y empezó a apagar las velas una por una, mojando con saliva de su boca las yemas de los dedos y apretando las llamas dentro de ellas.
–Ya te puedes ir. Yo te aviso cuando tengamos que volver a trabajar…
– ¿Otra vez?
–Sí, Hilaria. Otra vez. El mal que tiene tu papá es muy fuerte y muy malo. A él le montaron un trabajo con vudú muy difícil de tumbar y solo con tu intervención lo podremos curar y liberar de los demonios que lo atormentan.
–Pero yo no quiero…
–Ya sabes que si no lo haces tú, tendré que hacerlo con Lucrecia. Solo ella y tú pueden salvar a Rigoberto.
– ¡No! Con Lucrecia no. Yo lo haré pero a Lucre ni la mires.
–Muy, bien. Menos mal que entiendes rápido. Recuerda que no puedes decirle nada de esto a nadie porque si se sabe los espíritus malignos matarán a tu papá y una maldición caerá sobre toda tu familia. Esto es entre tú y yo. Los dos curaremos a Rigoberto.
***
Rigoberto conoció a “El Brujo” el dos de febrero de 1963 en la Plaza Bolívar de La Parroquia en Mérida. Como todos los años, desde hacía muchos que le había hecho la promesa a La Candelaria de bajar desde el páramo donde vivía para celebrar el día de la virgen aparecida en una tablita por los lados de Zumba y a la que Rigoberto, como muchos merideños, le rendía devoción por ser la patrona de los campesinos y en especial de los agricultores.
Ese día salió antes del amanecer de su casa de gruesas paredes de bahareque en Mucuchíes, cuando el autobús Blue Bird tocó la bocina por segunda vez frente a su puerta. Montó en el bus los guacales con verduras en el fondo del pasillo, buscó su ruana de lana marrón y se caló su sombrero. La madrugada estaba fresca y despejada. No quedaba ni rastro de la llovizna y de la niebla de la media noche. Apenas un rocío en las hojas de los frailejones del jardín delantero de la casa y en el monte crecido de un momento a otro.
No se sentía mucho el frío porque el viento se había detenido. En el oscuro cielo las estrellas brillaban con intensidad y una luna que empezaba a crecer languidecía en el horizonte. Luego de acomodar los guacales, Rigoberto buscó a su mujer y a sus tres hijas, tomó una mascada de chimó que colocó debajo de su lengua y los cinco subieron al autobús saludando con alegría al chófer.
Milagros, Fabiola y Lucrecia de sentaron en el puesto de tres asientos, dejando a Lucrecia en el medio de sus dos hermanas mayores. Rigoberto y su mujer se ubicaron en el asiento de al lado. Las tres niñas se durmieron casi inmediatamente al arrancar el autobús. La madre se recostó a la ventanilla con los ojos cerrados rezando y tratando de dormir y Rigoberto iba pendiente de la carretera. Esas curvas del páramo siempre le causaban temor y los bruscos movimientos del conductor al momento de tomarlas lo hacían estremecer. Cada cierto tiempo sacaba la carterita de aguardiente envuelta en una bolsa de papel y se tomaba un trago para que lo ayudara a encontrar el valor perdido.
El viaje se le hizo eterno. Sintió un poco de alivio cuando el sol empezó a clarear y la vía se veía con nitidez. Era obvio que el chófer conocía la sinuosa carretera de memoria, pero Rigoberto no podía evitar su pánico. Ni siquiera se atrevía a mirar a los lados porque la visión de los barrancos infinitos de la montaña le producía un terrible vértigo. Para no tener que asomar la cabeza por la ventanilla para escupir el chimó, se apertrechó con un cartón vacío de leche donde lanzaba los escupitajos marrones cada cierto tiempo.
Por fin llegaron a La Parroquia. La Plaza ya empezaba a mostrar actividad de feria. Las chicas estaban felices. Para ellas las fiestas de La Candelaria eran una divertida aventura que esperaban ansiosas todos los años. Estrenaban vestidos y era el día del año en que su papá nunca se ponía de mal humor y las complacía comprándoles algodón de azúcar y cotufas saladas y acarameladas.
En casa del compadre Golfredo, el prefecto de La Parroquia, padrino de Milagros, la mayor de la hijas de los Altuve Urdaneta. Como todos los años, los recibieron con un rico desayuno de arepas de harina de trigo, chocolate caliente y queso rallado y, después de comer, le dieron prestadas las sillas y las mesas con las que montarían su tarantín debajo del árbol de mamón en la esquina de la plaza, frente a la prefectura.
A las nueve de la mañana ya la plaza estaba a tope. Se veían pasar de un lado a otro a los vasallos de La Candelaria ataviados con sus coloridos trajes fucsia, celeste, rojos, amarillos, parecidos a los de los toreros. Con alpargatas y estrambóticos sombreros de ala ancha de colorines también, con borlas pequeñas colgando en el borde y amarrados por una cinta de color al mentón. En la mano llevaban el bastón de madera y la maraca de los bailes en honor a la virgen.
La plaza era una algarabía. En la caminería del borde y en las aceras frente a las casa de los parroquianos había mesas en las que vendían diferentes objetos y comidas. Pasteles de carne y arroz, pasteles de queso, aliados o templones, esa gelatinosa chuchería hecha con la jalea que se obtiene de la cocción de las patas de res, tuétano y papelón de azúcar, melcochas de coco, dulces abrillantados, cotufas y algodones de azúcar, chicha de arroz y chicha andina de maíz con guarapo de piña fermentado. También había mesas de juegos, bingos, magos y adivinadores…
Junto al puesto de Rigoberto se ubicó en una pequeña mesa un extraño hombre de barba entrecana y mirada intensa, vendiendo largos cirios de color amarillo, adornados con cintas con el tricolor de la bandera de Venezuela trenzadas en mitad de las velas con un lazo. Los cirios estaban perfectamente ordenados por orden de tamaño y a un costado de la mesa había estampitas y medallas de la virgen de La Candelaria y del Perpetuo Socorro, mezcladas con las de María Lionza, el Negro Primero y el indio Guaicaipuro. Manos de azabache y pulseras con peonías y azabaches y algunas pepas de zamuro.
Era la primera vez que Rigoberto veía a ese hombre en las fiestas y le llamó la atención que en una fiesta religiosa alguien vendiera ese tipo de objetos usados en brujería. De vez en cuando, Rigoberto se sorprendía mirando fijamente los negros ojos del hombre que le respondía con una mueca que intentaba ser sonrisa e inclinando la cabeza.
Sonaron las campanas de la iglesia, señal de que la misa había terminado. Rigoberto le dijo a su mujer que llevara a las niñas para que vieran el baile del sebucán que ya iban a empezar a tejerlo los vasallos frente al templo.
Milagros y Fabiola agarraron cada una de una mano a Lucrecia y fueron a buscar puesto entre la multitud para ver como al ritmo de la música, los vasallos, dando pequeños saltos unos hacia la derecha y otros hacia la izquierda, iban girando y tejiendo una trama de rombos hechos con gruesas cintas multicolores alrededor del palo para luego invertir sus movimientos y destejerlos. Era como un baile mágico para las niñas.
Después vino el baile del “lo lo lo ló, lo lo lo ló” de los vasallos con sus bastones de madera y sus maracas, lanzando versos a la virgen y escenificando las diferentes etapas de la siembra en el campo, hasta terminar con el entierro del gallo y ese baile alrededor del hermoso gallo metido en una jaula de alambre y madera y los vasallos bailando y saltando alrededor, escapando de los violentos bastonazos que con fuerza se lanzaban unos a otros haciendo zumbar la madera en el aire y obligándolos a brincar para esquivar el golpe.
La fiesta daba todo de sí para que la gente se divirtiera. Los juegos de los muchachos hacían que la multitud se alborotara en un solo griterío. El público aupaba con gritos y aplausos a los chicos que intentaban coronar el palo encebado para ganarse la moneda que habían puesto en el tope del mástil. La carrera de sacos y el corretear tras el cochino encebado hacían que la gente se desternillara de la risa.
Rigoberto se paró y dio unos pasos para estirar las piernas. Se acercó a la mesa del enigmático hombre y empezó a curucutear los objetos. Miraba las estampitas con curiosidad. Las pulseras de peonías con la mano de azabache le parecían bonitas para sus hijas. Las velas con el lazo hecho con la bandera nacional atada en medio, le llamaban la atención.
El hombre desde su silla, lo dejaba hacer y lo observaba sin decir nada. Hasta que Rigoberto le preguntó para qué se usaban las pulseras y la pepas de zamuro.
–Las pulseras son para proteger a los niños del mal de ojo. Siempre es bueno que las criaturas pequeñas lleven una puesta porque uno nunca sabe cuando la mala energía puede hacer efecto. Y la pepa de zamuro es algo que uno siempre debe llevar en el bolsillo para protegerse de las malas energías y de los espíritus malignos. Yo las preparo en forma de reliquia en una bolsita de estas –tomó una pequeña bolsa de hilo rojo tejido– les pongo la pepa de zamuro, una mano Todo Poderosa y una medalla de las tres divinas potencias, una ramita de ruda y las rezo durante siete noches a la luz de una vela roja. Con eso en el bolsillo, no te cae ni coquito.
–uuuhmmm
El hombre de repente, tomó la mano de Rigoberto con fuerza y le estiró los dedos. Miraba la palma de la mano sin decir nada. Con el dedo índice iba recorriendo cada una de las líneas. Cerró los ojos un instante, echó hacia atrás la cabeza y, mirando fijamente a Rigoberto, le dijo:
–Esa mujer le echó una vaina. Le montó un trabajo para que no pueda levantar cabeza nunca más. Por eso la hija suya, la menorcita, nació así. Fue un trabajo que le montaron y con los años va a ir cobrando más fuerza porque fue enterrado en un cementerio. Yo se lo puedo quitar, pero tumbar ese tipo de brujería es un trabajo largo. Si usted quiero podemos…
–No, mijo. Yo no creo en esas vainas…
–A varios que han dicho lo mismo los he visto venir después suplicando…
–No. No. Esas son zoquetadas. Los que creemos en Dios y la Virgen estamos ya protegidos contra todo mal.
–Bueno. Compre un cirio de La Candelaria, entonces. Para que la luz de la virgen lo ayude y acompañe.
–Eso sí. Véndame este, para que la virgencita me alumbre el camino. Este año me voy a Caracas a probar suerte. El páramo ya no da para más y las niñas ya tienen que empezar en el liceo. No quiero que se queden brutas como yo.
–La capital está creciendo rápido. Hay muchas industrias y compañías extranjeras que se están instalando allá. El futuro está en Caracas. El petróleo está haciendo que esa ciudad se convierta en una metrópolis y todo el que llega se hace rico rápido porque hay mucho real en la calle.
–Eso me han dicho. Yo tengo fe en que me va a ir bien…
El hombre metió el cirio en una bolsa de papel y se lo tendió a Rigoberto.
–Tome. Al no más llegar a Caracas, préndaselo a la virgen para que lo ilumine… Ah, y tome, le regalo esta pepa de zamuro para que lo proteja. Pero sepa que ese trabajo que le montaron va para peor. Si no hace algo…
–No hombre, con Dios y la virgen siempre.
Terminó la fiesta. Hora de recoger los bártulos y prepararse para regresar. Rigoberto y Golfredo se abrazan con estruendosas palmadas en la espalda:
–Bueno, compadre, que Dios los lleve con bien. Cuida a las niñas y a mi ahijada especialmente –Dijo Golfredo, bendiciendo con la señal de la cruz en la frente a Milagros y deslizando a escondidas en su mochila un sobre con un fuerte.
–Gracias compa, hasta el próximo 2 de febrero, si Dios y La Candelaria lo permiten.
–Lo vi conversando mucho con El Brujo, compadre. Tenga cuidado que ese hombre no me gusta. Demasiado charlatán y embaucador…
–Tranquilo, compadre. Yo no creo en esas vainas. Parece un buen tipo, pero igual no creo que lo vuelva a ver.
***
En agosto de ese año 63, Rigoberto agarró sus ahorros y los envolvió en un pañuelo, tomó los pocos chécheres que tenían utilidad o valor, a sus tres hijas y a su mujer embarazada de tres meses y se montó en la furgoneta Volkswagen de Diomedes, su compañero de jornada en la cosecha de papas y enfilaron rumbo a Caracas en un largo viaje que duró casi 24 horas.
El aguardiente y el chimó le ayudaron a tolerar el viaje y a pasar el malhumor que le producían los vómitos de Teresa que cada dos por tres los obligaban a detenerse a orillas de la carretera para volcar solo un líquido amarillento y espumoso, pues no tenía nada en el estómago luego de la tercera vomitada. De nada servía haberse forrado la panza en papel periódico como le había aconsejado Clotilde, su vecina, ni el limón con bicarbonato que normalmente le calmaba las nauseas. “Ojalá, esta vez sea el ansiado varoncito, porque no tengo intenciones de volver a quedar preñada nunca más”. Este embarazo era el que peor le había sentado y el viaje interminable no ayudaba mucho.
¡Por fin llegaron a Caracas! En pocos minutos estarían en casa del primo Teobaldo quien les había ofrecido techo a Rigoberto y su familia mientras construían un ranchito en un pequeño terreno al borde de la carretera de Los Teques, donde Teo vivía desde hacía 8 años, cuando, al igual que ahora hacía Rigoberto, había decidido dejar el páramo merideño para irse a la capital en busca de un mejor futuro para él y su familia.
El ranchito de Teobaldo estaba casi a nivel de la carretera. Era una casa de tres habitaciones con paredes de cartón piedra, piso de cemento pulido rojo en las áreas comunes y verde en los cuartos. El techo era de zinc y solo tenía en construcción de bloques, las paredes externas. En una sola habitación se ubicaron Rigoberto, Teresa, Milagros, Fabiola y Lucrecia. Mientras construían en el terreno más hacia abajo del barranco, bajando unos escalones hechos de tierra, la que sería su casa hasta que la suerte del petróleo los tocara con su vara mágica y los sacara definitivamente de pobres.
Lo que más les gustaba a todos de la zona donde estaban viviendo, es que era como no haber dejado nunca el páramo andino. El clima era frío y por las tardes y al amanecer la neblina cubría todo y entraba por puertas y ventanas. Era como seguir en Mérida pero con una perspectiva de futuro más próspero acorde con el progreso que en general estaba haciendo de Venezuela un país en vías de desarrollo.
En pocos meses, con la ayuda de Teobaldo y su hijo mayor, ya tenían levantado el rancho. Un rectángulo de tres paredes de bloques, la mayoría robados de la construcción donde estaban trabajando Teobaldo y Rigoberto de albañiles y una cuarta que no era más que un inmenso peñasco en la montaña que taparon con un panel de cartón piedra, material con el que también dividieron la habitación en dos para que las tres niñas durmieran aparte en su cuarto. Solo pusieron puerta de madera hecha con listones de estibas, a la entrada principal. Para las habitaciones de los esposos y las niñas, bastaba con unas cortinas de flores. El resto del espacio, sería la sala, cocina y comedor. El piso era de tierra, mientras echaban uno de cemento pulido, cuando la paga de Rigoberto le permitiera ahorrar un poco para los materiales.
A Milagros y Fabiola de 12 y 13 años, las inscribieron en el liceo público que quedaba cerca del “rancho”, como insistían en llamar Rigoberto y Teresa a su vivienda haciendo rabiar a las niñas. Lucrecia se quedaba siempre en casa con Teresa, mientras Rigoberto pasaba de una construcción a otra. Unas veces levantando muros de altos edificios, otras echando platabandas, poniendo tuberías de aguas negras y blancas. Lo que no sabía, lo aprendía, no podía darse el lujo de rechazar trabajos con esa prole qué mantener.
El 4 de febrero de 1964 nació su cuarta hija. ¡Otra niña! Sus esperanzas de tener un varón que perpetuara su apellido y lo ayudara a sacar la familia adelante se desvanecieron cuando el médico del hospital salió de la sala de parto y les dijo que era niña y que estaba sana y saludable. Teresa también estaba bien. Dolorida por el parto pero en perfecto estado y con las tetas cargadas de leche como para criar trillizos.
–Pues será Hilaria, entonces. Que se llame Hilaria –Dijo Rigoberto.
El y Teresa estaban tan convencidos de que sería varón que habían decidido ponerle Hilario, como el abuelo de Rigoberto. En ningún momento pensaron nombres de niñas, así que se llamaría Hilaria, en honor al abuelo, y sanseacabó.
***
Hilaria tira la colilla al suelo y la pisa con la chancleta. “Tengo que dejar de fumar”. Sacude la vela de la Primera comunión de su hija en el aire, más para espantar los recuerdos que para apagarla y con cuidado la ubica junto a todas la cosas que ha conseguido. Jacqueline estará feliz con su regalo de cumpleaños. Mira el reloj y aún faltan unas horas para que la hija regrese del liceo. Tiene tiempo de seguir escudriñando para encontrar recuerdos. Después tendrá que buscar un buen lugar donde esconder todos los objetos, no vaya a ser que Jac los consiga antes de tiempo y eche a perder la sorpresa. Será solo por un tiempito, unos 2 meses, hasta el día del cumpleaños.
En una caja de zapatos consigue un casete TDK con las canciones que le ponía a Jac de pequeña para dormir. Ya se había olvidado de ese casete. “Música para soñar”, decía en la carátula. Lo puso en el pasa cintas y la canción que sonó hizo que se le aguaran los ojos. La voz de María Teresa Chacín cantando “…Hoy hay fiesta en el bosque, como a las nueve. Se casa la hormiguita con ratón Pérez. Larai larai…” la llevó a los días en que Jac no era más que una muñeca de carne y hueso que acunaban los brazos de la niña madre a los doce años, mientras le cantaba y bailaba para dormirla.
***
–Su hija está en proceso de parto, señora.
Teresa no entendía nada de lo que le decía el doctor. Ese hombre tenía que haberse vuelto loco o le estaba mamando gallo. ¿Cómo iba a estar su niña de apenas once años pariendo? ¡Si ni siquiera tenía novio! Y la regla le vino una vez y nunca más.
–Tiene que haberse intoxicado con las hallacas de anoche. Doctor. Ella, antes de venir, decía que le dolía mucho la barriga, que tenía retorcijones y como calambres. Por un momento pensé que podía ser dolor de vientre por la menstruación y le hice un bebedizo de conchas de naranja pero como no se le calmaba y decía que cada vez le dolía más pues decidimos venirnos al hospital para que la revisaran… Eso es una intoxicación seguro… ¿Serán parásitos, doctor?
Teresa no paraba de hablar. Milagros que la había acompañado, la escrutaba sin entender nada. Veía cómo Hilaria se retorcía en la camilla y con la mirada interrogaba al doctor.
–Señora, ¿usted no sabía que su hija estaba embarazada? ¿No la llevaron nunca a control? ¡Esto es inaudito! Necesito que me autoricen para hacerle una cesárea. No creo que debamos esperar que dé a luz sola porque es muy niña aún y se puede complicar. Pero tenemos que ingresarla a quirófano ya porque el parto está en proceso…
– ¡¿Cuál parto?! ¡Usted está loco! –Gritaba histérica Teresa.
Finalmente, Milagros firmó los papeles “Haga lo que tenga que hacer, doctor”. Teresa sacudía a Hilaria por los hombros “¡Puta, puta! ¿Con quién te acostaste?”. Hilaria solo gritaba de dolor. No entendía nada de lo que estaba sucediendo. Solo sentía que algo le quemaba el vientre como si le hubieran sembrado carbones prendidos o un afilado cuchillo desde adentro la desgarrara. Se plegaba sobre su abdomen apretando el vientre con fuerza con las dos manos. A lo lejos escuchaba al médico hablar de embarazo, parto y cesárea y nunca pensó que se refería a ella hasta que su mamá en el clímax de la histeria le dio dos cachetadas y gritando le preguntó:
– ¿De quién es ese muchacho que vas a tener? ¿Cómo nunca me dijiste que estabas preñada? ¡Puta! ¿Quién te hizo eso?
–No sé, mamá. No sé nada. No sé cómo voy a tener un hijo –decía entre sollozos y dolores–. ¡Ni siquiera sé cómo se hace para tener un hijo! ¡Yo no soy puta, mamá!
El médico se llevó a Hilaria luego de arrancarla de la histeria materna. “Cálmala”, le dijo a Milagros. “Después tendrán tiempo de aclararlo todo pero ahora hay que atender a la niña y salvar a la criatura. Ojalá que venga bien porque un embarazo sin control y a esa edad es de alto riesgo”.
– ¿Cómo se lo diré ahora a Rigoberto? ¡Con razón que no hacía sino engordar! Y yo poniéndola a dieta y a hacer ejercicios porque estaba como una vaca. ¡Rigoberto me va a matar!
Teresa saltaba de un tema a otro sin ningún orden de continuidad. Milagros no quería escucharla, no quería pensar. Lo que menos le preocupaba era lo que dijera su papá. Entre los calmantes y el miche, era más lo que vivía en las nubes que de lo que se enteraba. Cuando no estaba borracho, estaba drogado y, la mayoría de las veces, las dos cosas al mismo tiempo. Ya no sabía ni cómo se llamaba.
Para tapar los gritos de su madre, se concentró en el sonido del radio que tenía la enfermera encendido. El locutor hablaba de la importancia de este primero de enero de 1976 para el país. A partir de esta fecha, Venezuela será otra, más desarrollada y más soberana con la nacionalización del petróleo… y la inconfundible voz de Carlos Andrés Pérez desde el Salón Elíptico del Congreso se escuchaba en el aparato mal sintonizado:
“El petróleo es nuestro y está en nuestras manos la posibilidad de demostrar que somos capaces de manejarlo, que podemos confiar en nosotros mismos, que será herramienta de desarrollo democrático, de justicia social”.
***
–Señor, Rigoberto. ¡Rigoberto Altuve!
Entre el ruido de la canción colombiana sonando en la rocola, los gritos de los contertulios, los golpes de las piezas del dominó sobre las mesas de pantry y la borrachera de Rigoberto, no lograba distinguir si alguien lo llamaba o eran solo las voces esas que desde hacía algún tiempo lo atormentaban en su cabeza.
Una mano fuerte lo asió por el brazo y lo hizo voltear.
– ¿No es usted Rigoberto Altuve?
–El mismo que viste y calza –Dijo salpicando saliva en el aire mientras arrugaba los ojos tratando de enfocar y distinguir quién era el hombre que lo llamaba con tanta familiaridad.
–Hombre, ¿cómo te ha ido? ¿Prendiste la vela de La Candelaria al llegar como te dije?
Fue entonces cuando Rigoberto cayó en cuenta de quién se trataba y reconoció en la intensidad de los ojos negros al hombre aquél que años atrás había conocido en la última fiesta de La Candelaria que había asistido en La Parroquia. Parecía que había pasado un siglo. Rigoberto sentía que un siglo se había instalado en sus huesos. Pero la mirada de aquel hombre no había perdido intensidad ni cambiado en todos esos años.
– ¡Coño, “El Brujo”! –Dijo Rigoberto–. Prendí la vela, pero no me sirvió de mucho. La vida no ha sido fácil, amigo. La pobreza es como una maldición imposible de vencer. Por donde uno mete la cabeza, se la cortan. Han pasado más de diez años y no he logrado conocer las delicias del petróleo. Ahora soy más pobre que cuando llegué. Más pobre y más viejo y ya no tengo fuerza ni ánimo para empezar otra vez o para devolverme. La vida es una mierda. Este país es una mierda donde si uno nace pobre está condenado a morir más pobre aún.
–Te lo dije ese día. No es el país, Rigoberto. Es la brujería, el vudú que te montaron que no te deja echar pa’lante. ¿Te lo dije o no te lo dije? Te dije que eso iría a peor. Y no solo en lo económico. La salud también te la ha escoñetado. ¿Qué crees que son esos dolores de cabeza que te dan, esas puyadas en la base del cráneo? Es el vudú que te va a terminar matando. Esa mujer te la juró, Rigoberto.
–Verga, ya estoy por creer que tienes razón porque solo deja de dolerme cuando estoy borracho. Vamos a bebernos un buen trago y después vemos cómo resolvemos los de la brujería esa.
–Yo me vine a vivir a la capital hace unos dos años, Rigoberto. Jamás pensé que te encontraría por aquí en esta vaina tan grande. En verdad ya ni me acordaba de ti hasta que te vi hace rato y me acordé de ese dos de febrero en La Parroquia. Jajaja la cara que pusiste cuando te dije lo del vudú. Esa mujer te jodió feo.
Rigoberto estaba tan borracho que apenas escuchaba la voz de El Brujo como a lo lejos sin comprender muy bien lo que le decía. En su embriaguez confundía las voces de su cabeza con la de El Brujo y ya no lograba distinguir quién decía una cosa y quién otra. ¡Esa maldita rocola que no para de sonar!
–Vámonos pa’l coño, Brujo. Ya no aguanto esta vaina. Mañana me dices cómo me puedes ayudar con esa brujería porque ahorita creo que no te voy a entender un coño.
***
–Hilaria tu sabes que la vida de tu papá está en tus manos. Solo tú puedes ayudarlo para quitarle ese trabajo que le montaron hace muchos años. Tú y Lucrecia son las dos hijas que tienen el poder para tumbar el vudú que le montaron a Rigoberto y que si no se lo quitamos va terminar loco… o muerto.
Hilaria detestaba las sesiones con El Brujo. Cada vez que el hombre pasaba por su lado y le decía en un susurro: “Hoy te espero en la pieza”, sentía nauseas y mareos y quería morirse. Pero, sabía que si no iba la brujería empeoraría a su papá y lo mataría. Peor ahora que no salía de una borrachera y a que las pastillas que le habían recetado lo mantenían como drogado, medio atontado. Como ido.
Las borracheras de Rigoberto, que en un principio estaban limitadas a los fines de semana, se fueron haciendo más frecuentes a medida que escaseaban los empleos y los dolores de cabeza se hacían más intensos y habituales. Cuando no estaba borracho, estaba de mal humor o se quejaba a gritos de las puyadas en la base del cráneo hasta que Teresa o una de sus hijas le daban los calmantes que parecían doparlo, más que calmarle el dolor.
Ya Hilaria no sabía si su padre había empezado a beber por la falta de trabajo o si por la bebedera y borracheras perdía sus puestos en las construcciones. A medida que las borracheras se hicieron diarias o inter diarias y los dolores en la base del cráneo, como decía Rigoberto, atacaban con más fuerza, los ingresos de la familia disminuían.
Teresa empezó a hacer pasteles andinos y hallacas para vender en el mercado de Los Teques los fines de semana, cuando sus hijas estaban en la casa y podían quedarse a cuidar a Lucrecia. Entre semana, recibía ropa para lavar y planchar. La familia cada vez dependía más de lo que pudiera conseguir Teresa y contaban menos con los aportes de Rigoberto, quien no solo dejó de llevar el sustento a la casa sino que le quitaba la plata a Teresa para irse a beber.
Milagros y Fabiola dejaron sus estudios. No terminaron el bachillerato porque aunque el liceo era gratuito, estudiar era costoso y lo poco que ganaba Teresa no les alcanzaba para libros, pasajes, uniformes, colaboraciones y tareas.
Milagros iba todos los días a limpiar en casa de un señor por La Castellana y Fabiola limpiaba baños y atendía las mesas en un restaurant de La Candelaria. Por lo menos ganaban para cubrirse sus gastos y ayudar un poco con las medicinas del papá y de Lucrecia y para colaborar con los estudios de Hilaria que estaba terminando su primaria.
Pero para las borracheras de Rigoberto, las hijas no eran más que putas aunque dijeran que estaban cachifeando. Milagros se tiraba al patrón de La Castellana y Fabiola, la peor, era fichera en un bar de mala muerte por las torres de El Silencio. De allí no lo sacaba nadie. Ni las lágrimas de Milagros ni los gritos de Fabiola. Eran putas, como putas eran todas las mujeres. Hasta que le daban sus drogas y se volvía dócil y cariñoso con su “canasto de cucas”, como le gustaba decir para referirse al conjunto de sus cuatro hijas.
***
“Me encantaría que Jac usara “Sueño de una niña grande” como música para el vals de sus 15 años”. Piensa Hilaria mientras pulsa el stop para sacar la cinta y ponerla junto con las otras cosas halladas. En la misma caja de zapatos encuentra un recorte de prensa con el obituario de Teresa. Un pequeño rectángulo publicado en las páginas de clasificados de El Universal. –La tristeza y la culpa te mataron mamá. Nunca aceptaste que tú no tuviste la culpa. No podías hacer nada. Ni adivina que fueras… Si alguien tuvo la culpa fue Rigoberto, mamá, que se apareció aquella noche con El Brujo, borrachos como cosacos los dos…
***
–Hilaria, lleva una colchoneta para la pieza de las herramientas abajo en la siembra para que duerma allí El Brujo–Dijo Rigoberto escupiendo saliva y tambaleándose al entrar a la casa.
Desde ese momento y sin que valieran las protestas de Teresa y sus hijas, El Brujo se instaló en el pequeño cuarto de trastes que habían hecho cerca de los sembradíos de flores y verduras en la parte baja del barranco. Una forma que encontró Rigoberto de mantenerse vinculado a su páramo natal, al que no dejaba de extrañar. La parcelita sembrada era una forma de continuar el oficio de agricultor que era lo que realmente siempre le había apasionado. No dejaba de maravillarse cuando una flor abría o cuando arrancaba una zanahoria de la tierra o contemplaba extasiado las acelgas de un verde intenso. En ese momento se sentía realmente poderoso, el milagro de la tierra lo revivía y hacía que desaparecieran la sensación de frustración y pobreza que se le habían instalado en los huesos y que cada día parecían anularlo más ante sus propios ojos.
Hilaria llevó la colchoneta y la dejó en el trastero con una cobija de lana gruesa. Cuando regresó, no le gustó la forma como El Brujo la miró para agradecerle el mandado.
–Está muy bonita la niña, Rigoberto. Tienes buen molde para las hijas porque me acuerdo que las dos mayores eran muy lindas también y hasta la enfermita tenía su gracia.
–Dios me dio un canasto de cucas que a veces pienso que es parte de un castigo. Nunca tuve el varón que siempre quise. A lo mejor todo sería diferente si hubiera tenido un macho que me ayudara…
El Brujo se quedó en el trastero de herramientas para la siembra. A medida que pasaba el tiempo, Rigoberto portaba cada vez menos por la siembra. Parecía haberle perdido el interés a sus verduras y legumbres. Hasta que abandonó por completo la actividad que por un tiempo era la que parecía mantenerlo lúcido a ratos.
Supuestamente, la estadía de El Brujo sería por una temporada nada más, mientras encontraba una pieza donde mudarse. Pero los meses pasaban y no daba señas de estar buscando sitio a dónde irse. El cuarto de los trastes lo llenó de imágenes de santos y de brujería. En un rincón sobre unos guacales de madera improvisó un altar con María Lionza presidiendo al tope, montada en una danta. El Negro Primero y Guaicaipuro a cada lado de la diosa y más abajo la india Rosa, el indio Felipe, San Lázaro, Santa Bárbara, la Caridad del Cobre y Simón Bolívar. Siempre mantenía un velón encendido que le servía para alumbrar a los santos y para velar las contras y reliquias que hacía para sus clientes. También alumbraba los tabacos y las barajas con los que les leía el futuro a las personas.
Un día de principios de abril del 75, fue el peor de todos los días para Hilaria. Después del almuerzo y sin que sus padres lo notaran, El Brujo pasó junto a la chica y le susurró al oído “Te espero en la pieza esta noche”.
–Me voy a la pieza. Creo que prontito habremos terminado el trabajo, Rigoberto. Anoche tuve un sueño en el que me revelaron que el vudú ya estaba próximo a romperse. Estamos a nada de tumbar ese trabajo que te montaron hace tantos años y que por poco acaba con tu vida.
El Brujo hablaba como si se dirigiera a Rigoberto pero no dejaba de mirar a Hilaria de arriba abajo. Teresa lo notó y le reclamó a su marido:
–No me gusta que ese tipo siga metido aquí. No me gusta como mira a las muchachas, Rigoberto. ¿Hasta cuándo va a estar aquí?
–El Brujo es un buen hombre, Teresa, y me está ayudando mucho. Ya me siento bastante mejor. No sé por qué Usted le tiene tanta tirria. Ese lo único que hace es rezarle a sus santos y ayudar a la gente… Cuando me quite la brujería que me montaron, ya va a ver como todo va a cambiar. Cuando me quite el vudú ese, ya tengo pensado ir a buscar trabajo en las oficinas del Metro porque ya están por empezar la construcción, Teresa. ¡Ahí sí nos vamos a forrar de plata! Ya Teobaldo me dijo que me llevará con él a meter planillas porque tiene unos contactos buenísimos. Ahora sí vamos a ver los frutos de estos años en Caracas, Teresa, ya va a ver.
–Desde que tengo uso de razón estoy oyendo el cuento del dichoso Metro ese, creo que me voy a morir y no veré que muevan un metro de tierra para construirlo…
–Que no, chica. Ahora sí es verdad. El compadre de Teobaldo, el secretario del partido, le dijo que ya está a punto de arrancar la construcción y que van a necesitar muchos trabajadores…
–Mientras Usted siga con las borracheras y las pepas para el “dolor de cabeza” no creo que le dure ningún trabajo.
–Pues para eso es que cuento con El Brujo, Tere. Cuando ya la brujería no tenga fuerza se acabarán los dolores y le prometo que no vuelvo a beber. Es que solo las pastillas y el miche me calman la cabeza, Tere.
***
Milagros logró tranquilizar a su mamá y salió a buscar las cosas para el bebé, ese sobrinito que la vida le traía de sorpresa.
Un sedante que le dio una enfermera ayudó a que Teresa cogiera mínimo y se sentara en una silla con la mirada fija en una araña que caminaba por el techo. No podía dormirse pero tampoco se sentía despierta.
Un monito con su gorrito para el frío, guantes y escarpines a juego para el día que lo fueran a sacar del hospital. Todo amarillo, para la suerte. Unas franelitas en colores unisex. Pañales de algodón, biberones, mantas y cobijas. Hasta una pequeña almohada y un peluche de Mickey Mouse le compró Milagros a la criatura. Se gastó todo lo que tenía de la quincena. Al fin y al cabo, se trataba de la primera de las hermanas que le daría un sobrino a las otras y eso tenía que ser un motivo de alegría, hasta en las peores circunstancias.
Cuando regresó al hospital, encontró a una enfermera tratando de que Teresa le hiciera caso a lo que le estaba diciendo. Pero la mujer seguía mirando la araña en el techo en la misma posición que la había dejado Milagros unas dos horas antes.
–Es una niña. Necesitamos un nombre para identificarla en los papeles.
Milagros sin pensarlo mucho le dio el nombre que tenía pensado para cuando Dios la bendijera con una hija:
–Jacqueline, con c y con q, como la Kennedy. Jacqueline Altuve Urdaneta.
La enfermera se fue y solo entonces Teresa volvió de su letargo:
– ¿Quién pudo hacerle eso a Hilaria? ¿Qué carajito desalmado pudo arruinarle así la vida a una niña, Milagros? ¿Cómo no me di cuenta de que algo pasaba con la güina?
Milagros le mostró las cosas que compró. La tomó del brazo y fue a buscar más información sobre su hermana y su sobrina. Ya las estaban llevando a la habitación. Tendrían que permanecer uno o dos días en observación en el hospital y de acuerdo a cómo evolucionaran ambas ya les darían el alta. Aunque el médico les informó que todo había salido bien y que tanto Hilaria como Jacqueline,con c y con q, se veían sanas y estables, era mejor ser precavidos.
Teresa no decía nada. Todo lo dejó por cuenta de Milagros. Sentía la cabeza pesada y la mente vacía. Un dolor en las cervicales le taladraba el cuello y una presión en los globos oculares y en la frente, la hacían sentir que en cualquier momento los ojos le saltarían de las cuencas. Pasaron dos días en el hospital y, aunque insistían con las preguntas, no lograban hacer que Hilaria dijera quién le había hecho el daño. La chica solo decía “No sé. No sé. No puedo decir nada. No sé…” y Teresa sentía que no tenía fuerzas para insistirle. El dolor en el cuello y en los ojos no mitigaba con nada. Los calmantes que le inyectaron no le hacían efecto alguno y la poca energía que tenía, la usaba para atender a Jacqueline. “No puedo decir nada porque a papá lo mataría…”.
***
Ese día de abril, “El Brujo” la puso frente al altar de María Lionza, la hizo persignarse y rezar un Padre Nuestro y le dijo:
–Hoy terminaremos de tumbar el trabajo que tiene jodido a Rigoberto.
Hilaria no lo miró. Vio a Maria Lionza sobre la danta y le pareció ver que brotaban lágrimas de los ojos a la esfinge de la diosa. Por fin se acabaría ese infierno, pensó. Si como decía El Brujo, ese día terminaban con la brujería, ya no tendría que volver a la pieza ni aguantar al tipo y los olores y la humareda de inciensos y tabacos.
El Brujo prendió un tabaco y empezó a girar en torno a Hilaria lanzándole las bocanadas de humo. Tomó la botella de ron que tenía sobre la mesa de los santos, echó un chorro al suelo ofreciéndoselo a los muertos y tomo un buche que luego lo escupió con estruendo en la cara de la muchacha. Hilaria cerró los ojos. Ya había aprendido a que en cierto momento de las sesiones debía respirar profundo y abstraerse.
Haciendo un cuenco con la mano, El Brujo se echó ron y se lo derramó en la cabeza, luego con fuertes restregones que empezaban con ambas manos en la coronilla de la cabeza de Hilaria bajaba con fuerza rozando cuello y brazos de la chica hasta terminar azotando las manos en el aire como para expulsar de ellas lo que le sacaba a la muchacha. Al mismo tiempo, daba fuertes, rápidas y continuas chupadas al tabaco subiendo y bajando alrededor de Hilaria. Murmurando ininteligibles oraciones mientras sujetaba el tabaco con los amarillentos dientes.
Hilaria ya estaba lejos. Desde su nebulosa veía sin sentir. Ni cuenta se dio cuando El Brujo la despojó de su ropa y, desnuda, la acostó en la alfombrilla de mimbre. Con el ramillete de ruda comenzaron los azotes y los rezos en lenguas extrañas intercalando el nombre de Rigoberto Altuve de vez en cuando.
El brujo tomó un velón negro con 7 mechas y encendió las siete llamas una por una. Con la ruda en una mano y el velón en la otra danzaba alrededor de la muchacha, con pequeños brincos, pasaba por encima de ella. Un chorro de oscura esperma caliente le cayó en el vientre a Hilaria y, por un instante sintió que caía de su nebulosa por el dolor que sentía pues su piel ardió al contacto con la cera caliente. Se concentró, inhaló profundamente una vez más el viciado aire de la pieza y recuperó su lugar en la nebulosa.
El hombre no paraba de hacer ruidos y de danzar. En un instante bufó como un toro salvaje y se dejó caer sobre el cuerpo desfallecido de Hilaria. La chica acusó el cuerpo del hombre sobre el de ella, el peso le impedía respirar, pero con esfuerzo se mantuvo ausente de todo lo que pasaba en el pequeño cuarto.
En esta ocasión, El Brujo la sorprendió porque, por primera vez, él también estaba completamente desnudo sobre ella. Solo conservaba puestos los collares de colores y el colmillo del animal se le clavaba en medio del pecho. Hilaria apretó fuertemente los ojos y respiró intensamente. Inhalaba y exhalaba con dificultad. La desnudez del hombre sobre ella la aterraba pero no quería permitir que el pánico se apoderada de ella y la bajara de su lejana nebulosa. Sentía la fetidez del ron mezclado con tabaco y chimó del aliento nauseabundo del Brujo impregnando su nariz y escuchaba muy lejanos los murmullos de rezos que le recitaba al oído. La chica luchaba de manera sobrehumana para evadirse mentalmente. Su cuerpo empezó a experimentar pequeñas convulsiones incontrolables. Inhalaba y exhalaba. Inhala, exhala. Respira hondo. Cierra los ojos. Su cuerpo no le respondía, los temblores eran cada vez más violentos. De pronto sintió que algo le desgajaba el vientre. Un dolor intenso en su vagina como si le rasgaran algo adentro con una navaja. Abrió los ojos y las lágrimas le corrían por los extremos. Los malditos temblores no paraban y ahora El Brujo parecía temblar a un ritmo acompasado con sus involuntarias convulsiones. María Lionza lloraba copiosamente, en silencio. San Lázaro soltó sus muletas y sus perros empezaron a ladrar pelando los dientes con furia. Guiacaipuro sacudía la cabeza y el Negro Primero reía a carcajadas. El Brujo restregaba su cuerpo contra el de Hilaria cada vez con más violencia y rapidez sin dejar los macabros rezos. La india Rosa se tapaba los ojos con sus manos temblorosas. Santa Bárbara blandió en el aire su espada como queriendo destajar la nada y con violencia volteó su copa. Del cuenco salió un río de sangre roja y espesa. El mundo se detuvo. Solo las lágrimas seguían manando de los ojos de Hilaria. Las salinas gotas eran lo único que no se detenía y corrían hasta mezclarse con la sangre de la copa de Changó.
Sin atender a lo que El Brujo decía acerca de que casi estaban listos con la brujería de su papá, Hilaria se vistió como pudo y salió corriendo de la pieza de las herramientas. No quería volver a pisar nunca más ese lugar. Se sentía sucia y le enfurecía que las lágrimas no paraban de brotar de sus ojos. Por suerte, ya todos en la casa estaban durmiendo cuando llegó. Con sigilo para no hacer ruido quitó la tranca de la puerta, cerró y se fue al baño. Necesitaba bañarse. Quería lavarse y quitarse toda la suciedad. Se frotó con fuerza el jabón por todo el cuerpo hasta casi hacerse daño. Quería arrancarse la piel. Sentía que no se le quitaba el hedor del aliento del brujo que llevaba como un pegote en su cuerpo y, de su vagina, subía un olor mortecino que la hizo arquear. Al final, se sentó en el suelo bajo el chorro del agua helada de la noche y lloró, lloró, lloró.
***
Teresa se dedicó en cuerpo y alma a atender a Jacqueline. No le importaban sus dolores de cuello cada vez más intensos ni la terrible presión en los ojos. No desamparaba a la nieta ni de día ni de noche. No quería que nadie que no fuera de la más estricta intimidad de la familia se le acercara a la niña. Hablaba poco. Apenas lo necesario. A Rigoberto no lo quería ni ver. Sus otras hijas tuvieron que hacerse cargo del hombre pues ella solo vivía para no dejar que a Jacqueline se le parara ni un insecto. Era como si estuviera decidida a no permitir que a la pequeña le pasara nada por un descuido de ella.
Cuando llegaron del hospital con su nieta y Rigoberto, cada vez más borracho y drogado, contó que El Brujo se había despedido el día anterior diciendo que ya estaba curado, que la brujería había sido tumbada y que ya podría tener el control de su vida de nuevo, Teresa entendió todo lo que había pasado.
Solo en ese instante comprendió que quien le había dañado a su güina, a su pequeña, era ese hombre que en mala hora metió en su casa su marido. La culpa terminó de apoderarse de su alma y fue cuando decidió que, mientras ella viviera, a su nieta no le pasaría nada malo.
“Fue El Brujo”, le dijo a Hilaria cuando se quedaron solas. No era una pregunta, ni siquiera una duda. Era la certeza que como una revelación tuvo en el instante mismo cuando Rigoberto anunció la ida del desgraciado.
En un murmullo apenas audible, Hilaria le dijo “Sí”. Sin llanto y en un tono neutro que aterró a Teresa, la hija le contó a su madre cómo El Brujo la obligó a ir a la pieza para las sesiones para “curar” a su papá. Las amenazas de que, si no iba ella, tendría que llevar a Lucrecia y de que si decía algo, la brujería terminaría matando a su papá. Teresa se agarró el cuello que había empezado a dolerle como nunca, sentía como si le estuvieran clavando un puyón entre las cervicales, intentando calmar la punción con la presión de sus manos sobre las vértebras, murmuró: “Maldito”.
Teresa quiso gritarle a su marido todo el odio que sentía, maldecirlo, ahorcarlo con sus manos, pero la falta de energía y la seguridad de que el hombre no entendería en medio de su borrachera nada de lo que diría, la hicieron desistir. No tenía sentido desgastarse con su marido que ya no era más que una piltrafa sin sentimientos ni remordimientos. Solo le dijo en tono de reproche:
–Ese desgraciado no solo no te curó. Te terminó de hundir en la mierda y malogró a tu hija preñándola con apenas 11 años y ahora tienes una nieta, hija de ese malnacido.
– ¡El Brujo es un buen hombre! Son tus hijas las que nacieron torcidas y todas de piernas flojas. ¡Putas, todas! ¡Seguro ella se le metía en la pieza al pobre hombre para tentarlo!
Teresa lo dejó gritando solo. No quería volver a verlo nunca más. Los gritos alarmaron a Milagros y a Fabiola quienes llegaron de una vez con las pastillas y el vaso de agua en la mano para que su padre se calmara. Ya sabían que lo mejor era mantenerlo borracho y drogado para no tener que oír sus gritos y peleas que cada vez se hacían más violentos.
A Jacqueline la bautizaron a los pocos días de nacida. Teresa no paraba de decir que había que hacerlo lo antes posible porque los espíritus estaban detrás de la niña. Ella tenía pesadillas. Unas sombras siniestras llegaban en la madrugada para llevarse a su nieta. Estaba convencida de que las brujerías del malnacido Brujo le harían mucho daño a la pequeña si no recibía pronto el agua bendita y la bendición de un cura.
Pocos meses después, ante los cada vez más fuertes dolores de Teresa y contra su voluntad, la llevaron al médico. Un tumor voraz en su cerebro estaba acabando con la vida de la mujer. A los dolores se sumaron copiosas sudoraciones. Perdía kilo y medio por día. Cáncer, fue el terrible y fatídico diagnóstico. Un violento cáncer en el cerebro la convertía en un saco de huesos forrados en arrugada piel y, tres días después de diagnosticado el mal, se llevó a Teresa, cuando Jacqueline apenas cumplía seis meses de edad.
***
Hilaria encuentra dentro de una Biblia una vieja foto de su papá en medio de unos sembradíos de papas en Mucuchíes. Estaba enterote y buen mozo, como nunca lo conoció Hilaria o, al menos, como no recordaba haberlo visto jamás. Para ella, Rigoberto no era más que un lastimoso viejo apestoso y borracho del que por más que se esforzaba no podía tener ningún buen recuerdo.
El padre nunca le perdonó que por puta, El Brujo lo hubiese abandonado sin terminar de tumbarle el trabajo de brujería que lo había anulado en la vida y sumido en el alcohol y las drogas. En los muy pocos momentos de lucidez que tenía, cuando empezaban sus ataques de ira por la abstinencia, se quejaba a gritos de las hijas rameras que había criado y de su insufrible vida por culpa del mal que le echara aquella maldita mujer. Cuando el ímpetu de su furia se tornaba peligroso `por sus violentos arrebatos, cualquiera de las hijas acudía corriendo con las drogas en la mano y una botella de cerveza. Eso lo tranquilizaba por unas cuantas horas. La marihuana, a la cual se había hecho adicto con los años con el pretexto de que le ayudaba a calmar los dolores de huesos que lo tenían postrado en una silla de ruedas, también servía para apaciguar sus accesos de furia.
“¡Puta!” Le gritaba a Hilaria cada vez que se cruzaba en su camino y su hija sin responder solo podía pensar en lo irónico que le resultaba que su padre le dijera puta cuando nunca más pudo soportar la caricia de un hombre sobre su piel. El Brujo había sido el único hombre que conoció y le produjo tal repulsión por el género masculino que ni siquiera soportaba un beso en la mejilla. Lamentablemente, las mujeres tampoco le atraían sexualmente, por lo que terminó siendo un ser asexuado, para quien el sexo no existía ni le interesaba, aunque Rigoberto no dejara pasar la más pequeña oportunidad para llamarla “¡Puta!”.
Al Brujo parecía habérselo tragado la tierra. Como llegó desapareció del rancho. Nadie tuvo entonces información de dónde había ido a esconderse. Por un tiempo, Milagros y Fabiola contemplaron la idea de pedirle a un policía amigo que lo buscaran para denunciarlo y ponerlo preso, pero desistieron porque el mismo policía les dijo que sería muy difícil comprobar la violación, que sería doloroso para Hilaria porque tendría que contar una y otra vez lo sucedido, reviviendo su horror a cada instante.
Hilaria les dijo que no quería saber nada de aquel hombre. Que dejaran eso así. Ya Dios se encargaría del desgraciado. Quería olvidarlo aunque no sabía si algún día tendría que enfrentar lo sucedido para contarle a Jacqueline su origen.
El 27 de febrero del 89, mientras ella trataba de huir de la revuelta que la sorprendió en el Mercado de Coche con su hija, le pareció ver a El Brujo salir de una casa cercana corriendo perseguido por una hombre, mientras una niña lloraba desconsoladamente en la puerta de la vivienda. Todo fue muy rápido. El Caracazo se tornaba cada vez más violento. El ruido de detonaciones y los gritos de la gente la tenían aturdida y prefirió pensar que la visión no era más que un espejismo producido por el terror que le inspiraba el sacudón.
Como pudo, llegó al edificio de El Universal, donde desde hacía varios meses trabajaba limpiando las oficinas del periódico. El rotativo estaba revuelto. Nadie parecía tener claro qué era lo que estaba sucediendo pero todos corrían de un lado a otro tratando de armar un rompecabezas de terror con las imágenes, las noticias y los cuentos que traían los reporteros.
Hilaria vio que un equipo reporteril salía en un jeep y les pidió que la dejaran en algún sitio cercano a su casa. Un rancho por los lados de El Valle, hacia donde se dirigía la unidad de reporteros del diario. Era una vivienda pobre de bloque rojizo sin friso. Dos habitaciones con techo de zinc y un espacio con la cocina, el comedor y cuatro sillas redondas de tubos de hierro, tejidas con cuerdas plásticas verdes y blancas. Allí vivía con Jacqueline después de que Rigoberto muriera y vendieran la casa de la Panamericana, a donde no quería volver nunca más.
***
Hilaria mira el reloj y se da cuenta de que falta poco para que regrese Jacqueline. Debe apurarse para esconder lo que ha conseguido y que la niña no sospeche lo que tiene planeado. Lo llevará en una caja a la casa de su vecina Enriqueta para que se los tenga allí un tiempito.
Entonces, sin pensarlo, se monta en la silla y toma la cartera de patente opaco, saca el recorte de prensa y lee una vez más la nota que recortara una tarde en su trabajo, cuando fue a recoger la basura y a envolverla en un hoja del periódico y vio la foto de la cara del hombre impresa junto a su pie derecho. A pesar del grano y de lo desenfocado de la imagen, Hilaria no tuvo duda de quién se trataba. Esa cara no podría olvidarla nunca.
“Decapitado sádico en cárcel de Santa Ana”.
Lee una vez más toda la información. Ha guardado ese recorte porque pensaba que algún día le contaría a Jacqueline todo el horror que le causó ese hombre. Quería que la hija odiara al maldito como ella lo odiaba, pero ahora, al revivir los 15 años de la vida de su hija buscando recuerdos, decide que su hija no se merece el sufrimiento que le causaría conocer esa terrible verdad.
Saca el encendedor del bolsillo y le prende fuego al pedazo de papel mientras reza un Padre Nuestro y tres Ave María:
“Brille para Xavián la luz perpetua”. Por primera y única vez en su vida, lo nombra.
Después de dos años de muerto, es la primera oportunidad en que una oración se eleva al cielo en memoria de aquel hombre. Nadie lloró su muerte. Nadie lamentó su acribillamiento. Muchos fueron los “Bien hecho”, “Era lo que se merecía” que se escucharon. Nadie rezó un rosario ni mandó a hacer una misa de difuntos.
“Narran algunos testigos que en ningún momento el occiso intento defenderse. Ni siquiera se le escuchó gritar o lamentarse. Era como si, resignado, aceptara su condena”.
Ahora, Hilaria, al resumir la dicha que Jacqueline significa en su vida, decide perdonarlo y, sobre todo, perdonarse a sí misma. Extraña y cruel forma tuvo la vida de entregarle lo que más ama y quien más feliz la hace. Las negras cenizas del recorte quemado caen al suelo. Una lágrima rueda por la mejilla de Hilaria cuando dice:
“Descansa en paz. Amén”.
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