En un país en el que la corrupción se previniera de forma eficaz y se castigara con ejemplaridad a quienes se lucran a costa de los recursos públicos, es muy probable que nos estuviéramos ahorrando el bochornoso debate sobre si Rita Barberá debe renunciar a su acta como senadora. Del mismo modo, sería poco probable que medio PSOE en peso hubiera salido a defender la "honestidad" de Manuel Chaves y José Antonio Griñán después de la petición formal de penas por parte de la Fiscalía Anticorrupción por el escándalo de los ERE. Bien es cierto que hay diferencias entre ambos casos: en el de Barberá estamos ante un posible delito de blanqueo de capitales y en el de los ex presidentes andaluces ante todo un andamiaje administrativo pensado para desviar fondos públicos ante el que ambos pueden ser al menos responsables in vigilando y puede que de haber mirado para otro lado y dejar hacer.
Pero más allá de esas diferencias, en ambos casos concurre la condición de cargos públicos de los implicados cuando cometieron presuntamente los delitos de los que se les acusa. Es cierto que Chaves y Griñán asumieron su responsabilidad política y abandonaron la vida pública, aunque para ello se hizo casi necesario emplear aceite hirviendo y las amenazas de Ciudadanos de no hacer a Susana Díaz presidenta de la Junta de Andalucía. La ex alcaldesa de Valencia, en cambio, se dispone a parapetarse tras "su" escaño en la cámara alta de la que no será posible desalojarla mientras no sea inhabilitad judicialmente o se celebren nuevas elecciones autonómicas en su comunidad.
A pesar de lo que dice la Fiscalía en su escrito de acusación, el PSOE defiende que sus presuntos corruptos son en realidad unos "honestos" servidores públicos y Rita Barberá una corrupta irredimible que mancilla el honor del Senado con su presencia. El PP, en cambio, ve en Chaves y Griñán la manifestación del maligno con rabo y cuernos y en Barberá una entrañable señora con bolso que le haría un favor si se fuera a su casa pero a la que tampoco quieren expulsar a empellones de "su" escaño. De ambas posturas se deduce que los hasta hace poco grandes partidos de este país siguen sin querer comprender que la corrupción pública puede tener muchas caras pero un sólo objetivo: llevárselo crudo o facilitar que otros se lo puedan llevar.
En los dos casos es igual de condenable moralmente y punible legalmente, tome la forma que tome, sean quienes sean los responsables y militen en el partido en el que militen. Sólo cuando sean capaz de asumir esa realidad, por dura e incómoda que sea desde el punto de vista político, se podrá empezar a luchar de verdad contra la corrupción acabando, por ejemplo, con los injustos aforamientos. Mientras esa lucha sea tan sólo un arma arrojadiza entre los partidos, especialmente cuando se acercan elecciones, y no una verdadera prioridad de todos ellos y de la sociedad en su conjunto, seguiremos asistiendo a lamentables y bochornosos episodios de hipocresía política como los que hemos vivido esta semana.