HISTORIA DE CUATRO MUJERES ( summer on the city)

Por Elisa Mª Campos Aguilar @ISIDRA365

  

   SUMMER ON THE CITY

“Esta historia comenzó hace mucho tiempo, algo más de un año y se convirtió en una anécdota para desarrollar personajes femeninos y masculinos de hoy en día, jugando con ellos al azar, moviéndolos por instinto en direcciones dispares. Durante unos meses los he tenido paralizados, en un rincón de mi escritorio, porque terminar una novela que tenía pendiente se convirtió en una prioridad para mí. Ahora han vuelto. María, Mercedes, Macarena y Marion, con sus amores y desamores, sus luchas diarias, sus momentos de alegría y de tristeza. Pero, sobre todo, con su amistad puesta a prueba constantemente y de la que no quieren nunca desligarse, por más que pase el tiempo o la distancia entre ellas. Porque nos guste o no, la amistad es una de los lazos más importantes en nuestra vida.”

En el último capítulo, que comenzó con el viaje de todas a la India, donde Marion adoptaría a Fátima, terminó agridulce. Les recuerdo brevemente: Marion consiguió adoptar a Fátima, con la ayuda de Vadin, médico hindú que estaba enamorado de María, amiga de Marion, pero a la que escondió su matrimonio de conveniencia. Ahora María lo ha descubierto y está dolida, sólo quiere huir lejos. Marion, por su parte, ya tiene a su hija, pero ha sido abandonada por su marido que realmente no apoyaba el deseo de su mujer para tener hijos.
Por su parte Mercedes, con su hijo Fernando enfermo, piensa que el asceta que encontraron en una arriesgada excursión a un oasis, ha tenido algo que ver con la mejoría tan rápida del pequeño. Su exmarido e hijos la esperaban con anhelo en España. Ella sólo vive por y para su pequeño, al que le diagnosticaron poco tiempo de vida.
Macarena, sin embargo, está embarazada sin proponérselo. Ginecóloga de profesión, promiscua por vocación, no desea atarse a ningún hombre. Sin embargo, Roberto, compañero del Hospital, le ha robado el corazón y éste ha comenzado a abrirse poco a poco. Ahora se ha instalado en su casa, casi sin darse cuenta, y ella se debate entre la libertad de no sentir nada o dejarse arrastrar por un amor que le aporta serenidad.
Todos han regresado a su hogar, donde cada uno se enfrenta a sus miedos, a lo que han perdido y a la aleatoriedad del futuro. Pero ¿no es eso acaso lo que hace emocionante la vida?
Comencemos, pues, con la historia, tal donde la dejamos, un poco más tarde quizás y más lejos de donde pensamos

Nueva York, 15 de Julio
El gato sin nombre permanece apoyado junto al mobiliario, encima de la mesa del comedor. Es una masa ingente de músculos y pelaje, con un hilo de vida guardada en su interior. Es como el alquitrán del asfalto, caliente e inerte bajo el sol abrazador.
Cuarenta grados a la sombra. Cuerpos ligeros de ropa moviéndose de aquí para allá, aplastados sin remedio por la calima sin nombre, inhóspita y extraña en aquellos lugares, pero tan llenos de vida y energía como si estuvieran en invierno.
María deja un cuenco a su gato, lleno de agua fresca. Éste ni se inmuta, prefiere guardar las fuerzas para la noche. Antes de marchar suspira. Su madre y su hija duermen plácidamente en la habitación. Ella, sin embargo, no puede. Hace meses que se despierta cada dos horas y después da vueltas sobre sí misma intentando encontrar consuelo. Vadin aparece en sus sueños, tan lúcidos y reales como si se encontrara allí mismo. Le susurra frases bonitas y ella se encoge sobre sí misma, deseando no despertar. Hasta que el pitido del despertador la apuñala devolviéndole a la realidad. Ha pasado un año pero su corazón se niega a olvidarlo.
La calle le parece ajena y fascinante. La vitalidad que la envuelve, el continuar con la rutina a pesar de todo. Lleva una mochila a las espaldas, unas sandalias de baratillo y un vestido suelto de algodón, algo informe, aunque su cuerpo sabe rellenarlo. Desde que descubrió las tiendas de segunda mano en la Quinta Avenida de Brooklyn, no pasa un mes que no se deje caer por allí. Siempre encuentra algo que encaje con ella, algo con historia, en la que le gusta pensar. No importa que tenga un pequeño descosido o que necesite algún remiendo. Su madre siempre sabrá solucionarlo.
Nueve meses de patear las calles, de comer pizza a diario, o hamburguesas de la esquina, su madre la compensa el fin de semana con verduras rehogadas y pollo a la plancha. Su niña va a la guardería tres horas, no más, y ya se ha acostumbrado a balbucear en dos idiomas.
Pero para ella todo quedó atrás. No consigue acostumbrarse a la libertad de la que goza ahora. Un artículo de tres páginas sobre Lorca en Nueva York, seguir sus pasos, averiguar qué o dónde comió, qué contempló, donde se alojó. Es una tarea difícil pues hay poca documentación. Sólo sus poemas, profundos y dolidos, y el anhelo de volver a una España que lo mató.
—Igual que yo —piensa María casi en voz alta. Nadie se vuelve a mirarla, a nadie le importa que vocalice sin sentido. Demasiadas personas, demasiadas vidas, demasiada prisa.
Ella también desea volver y sabe que el regresar la matará también. No consigue olvidar a Vadin, por mucho espacio y tiempo que ponga entre los dos. Conserva sus llamadas perdidas y los mensajes, que no cesan de llegar. Sabe que él tampoco la ha olvidado. Pero en ningún momento hace ninguna referencia al divorcio o separación.
—¿Qué se cree? —no se permite responder, porque Alfred ya la está saludando desde detrás del mostrador, con su amplia sonrisa y mirada picarona.
Ella se la devuelve sin ganas, intentando transmitir algo de amabilidad. En el periódico son habituales sus entradas y salidas. Es una buena periodista de investigación y eso le ha otorgado la posibilidad de no sufrir de horarios.
Henri es un amasijo de nervios. Alto, ancho de hombros y con el cabello descuidado. Lleva tres noches sin dormir. Un bebé de tres meses le sobresalta cada dos horas. María lo sabe en cuanto entra el despacho y todos permanecen en un silencio sepulcral, intentando no romper el poco hilo de paz que todavía le queda. Él apenas levanta la cabeza de la agenda del día, que todos esperan con impaciencia.
—No sé como lo aguantas —le dijo en cuanto comenzaron los cólicos.
María tenía a su madre, siempre había estado ahí. También Marion, con su paciencia y devoción. Nunca había sufrido a su hija Celia durante tanto tiempo. No hubiera sido buena madre si lo hubiera dejado todo por ella. Era mejor así. Sin embargo, no se lo dijo. Se limitó a aconsejarle sobre biberones de manzanilla y paseos por el apartamento. Era lo que hacía su madre mientras ella viajaba por la India, corriendo detrás de la investigación que le dio el mayor premio que un periodista puede desear.
—Es cuestión de paciencia, algún día dejará de llorar.
Pero habían pasado semanas y seguía igual. Su mal humor se quebraba con frecuencia y estallaba por cualquier cosa. Y las reuniones de los lunes eran las peores. Así que ella también hizo acopio de sus compañeros y se mimetizó con ellos, esperando con la respiración contenida que asignara a cada uno sus respectivos artículos. Pero esta vez tendría que dar respuestas que no tenía.
Henry la observa por encima de sus gafas, pequeñas y redondas.
—María, tú no te vayas, tenemos que hablar.
Ella deseaba perderse con la corriente de los demás, que marchaban despavoridos de allí, tras soportar durante media hora los gritos del jefe.
—Sí, ya sé lo que me vas a decir. Voy retrasada. Pero esta semana le daré un buen empujón.
María intenta justificar su retraso con frases de excusa poco creíbles porque no está para aguantar más sermones. Le sudan las manos y se siente descuidada también, como aquel hombre que la mira con reproche. No luce tacones, apenas se maquilla. A veces incluso pasa días sin mirarse al espejo. Sabe que no es importante en su profesión, pero eso no evita los cuchicheos de la plantilla sobre su estabilidad mental que, por cierto, es bastante estable.
—¿Sabes que te llaman la loca de la peineta?
—Me da igual, realmente es su problema.
Henry estalla en una carcajada, después frunce el ceño y la señala con el dedo inquisitivamente. María sabe lo que va a decirle, lo que lleva esperando desde hace semanas.
—Si esta semana no me muestras algún resultado, tendré que prescindir de ti. Te retrasas demasiado y no estoy para corretear detrás de una periodista caprichosa.
Ella se encoge sobre sí misma, cruza las piernas y las balancea con nerviosismo, mientras agarra con fuerza la mochila. Pero lo único que sale de su boca es:
—Después te envío algo, ya lo tengo casi preparado.
Porque desde hace semanas sólo sabe decir: después, ahora, cuando llegue a casa, cuando ordene los apuntes. Todo excusas. Su mente se pasea de una lado al otro de sus recuerdos y de allí no quiere salir. Y ella, mientras tanto, se pasea por la ciudad fingiendo que hace algo que en realidad no hace: trabajar.
En cuanto sale del despacho se dirige al baño, se echa agua en el rostro, que prefiere no ver, pero está allí. Las luces azules y parpadeantes no ayudan mucho, pero allí están sus facciones delicadas, sus profundas ojeras, la palidez en todo su cuerpo. No se reconoce, no se admite. No es ella la que la observa compasiva desde otro lado.
—¿Qué has hecho de ti María?, y sólo por un hombre. Sólo es eso, un hombre.
—Eso digo yo.
María se vuelve sobresaltada. Allí se encuentra, en la puerta del baño, la chica pelirroja y alta que lleva cafés a los despachos. Joven y ambiciosa, como lo era ella a los 25. Mastica chicle y se ajusta la camiseta con esmero, en unos vaqueros que a ella le habrían servido de mangas para sus brazos.
—Te he escuchado, lo siento. Pero es que no he podido evitarlo. Eres muy peculiar¿sabes?
María no sonríe, su rostro la estudia con detenimiento. Porque ahora desconfía de cualquiera. La competencia es desleal y muy ambiciosa.
—No temas —replica la joven mientras se pinta los labios—, no soy tu enemiga. De otros sí que tendrías que tener cuidado.
Y sale tal como ha entrado, guiñándole un ojo con picardía, mientras ella continúa agarrada al lavabo, encerrada en sí misma. Y es cuando decide que no puede continuar así, que el pitido de los mensajes la sobresalta. La luz roja parpadea, sabe que Vadin ha regresado, y no puede más con ello. Tiene que anularlo y olvidarlo. Superó el abandono del padre de su hija, podría superar éste también.
Bloquea sin mirar los mensajes, no quiere necesitarlo más. Recorrer las calles en busca de quien compartiría los secretos de Lorca en Nueva York, Nella Larsen, eso es lo que debe hacer. Así que Harlem será su primera parada. Aunque el parpadeo amenazante de su móvil le sigue recordando que tiene un mensaje sin leer, un mensaje que nadie espera y menos ella. Un mensaje que le cambiará la vida.
Pero su ingenuidad hace que avance, pensando que su mayor problema es superar sus miedos, sin saber que el mayor de ellos la espera en cuanto llegue a casa.
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Mercedes necesita un día de fiesta, uno como los de antes.
—Marion, por favor, una salida solo de chicas.
Suplica y suplica, no tiene a nadie más. Macarena, con su bebé recién nacido, María, tan lejos, en Nueva York y José Luis, que como alma libre es imposible localizarlo cuando más lo necesita.
Marion suspira al otro lado del teléfono. Acaba de salir de su aburrido trabajo en la gestoría. Se alisa la falda y se coloca bien estirado el jersey amarillo limón. No puede salir sin los labios pintados, y es lo que hace mientras toma un café en la terraza del Bar El Ciervo, acompañada de las jovencitas del Instituto cercano, que fuman cigarrillos con una Coca-cola en la mano, pensando que así serán más adultas, más respetadas. Parece que fue ayer que ella era así también, pero sin pitillo, claro está. Más bien era de misa los domingos y horario tan rígido como el de un militar.
—No sé, Mercedes, es que tengo que llevar a Fátima al cumpleaños de su amigo. Ya sabes que no tiene muchos. Y después recogerla a las diez.
—Pero tienes a Rosi, ella es como una segunda madre, siempre lo dices —su voz suena aburrida, algo empalagosa y lloricona contenida. Marion sonríe, no puede resistirse. También ella está aburrida, del trabajo, de la monotonía, de pensar siempre en lo mismo. De su vida estirada, que intenta amoldar a su pequeña, lo único que le importa. Pero también necesita evadirse, aunque sea una noche, hablar, desahogarse, pasarse de copas, reír, bailar…
—Está bien —sentencia— nos vemos a las diez y media en el 37 Up, ¿qué te parece?
Un alarido se oye a lo lejos y tiene que apartarse el teléfono del oído. Suspira mientras se apura en terminar su bebida. Una leve ilusión cruza por su mente, aunque la tristeza siempre hace presa en ella. Una tristeza a medias, borrada por los momentos con su pequeña, que la coge siempre de improviso en cuanto recuerda que su marido se fue quizás por su ansiedad, quizás por su culpa. Aunque él ya sabía que para ella era importante la maternidad, no fue una sorpresa la adopción. Pero sí que él no la quisiera.
—He sido yo la engañada —gime en voz alta mientras abre el monedero. El camarero espera impaciente y las jóvenes sueltan unas risitas al aire mientras cuchichean.
Hablar en voz alta no está tan mal, es de genios, se dice a sí misma.
—O de locos —sentencia el chico en cuanto recoge la mesa.
Pero ella se aleja con su falda ajustada de tubo y su cabeza bien alta.
—¡Qué os den! —musita, sabiendo que nadie la ha escuchado. Es demasiado educada para gritar fuerte sus emociones.
—¡Tú necesitas un cambio, chica, o te vas a volver pirada! —Rosi no tiene pelos en la lengua. Es así, espontánea y cruda.
—No sé de qué me hablas.
—Digo, que desde que te dejó tu marido y viniste de la India, pareces una zombi. Hablas sola todo el rato. Si lo sabré yo…
Marion se vuelve, ha soltado el pintalabios.
—¿Me espías?
Rosi levanta las manos, está perdiendo la paciencia con aquella mujer.
—Pero si no hace falta, chica, tu voz es como los fantasmas, resuena en toda la casa. Viaja de un lado a otro, como la de mi madre. Siempre sé donde está aunque no lo diga. Vaya eco que tiene.
Así es como Marion decide dar un vuelco a su vida, uno nuevo. Rosi sigue hablando mientras dobla la ropa, pero ella ya no la escucha. Han sido sólo esas palabras las que le han abierto la mente y le han despejado la conciencia.
—Iremos a ver a María. Eso es, necesitamos un viaje, hace mucho tiempo que no salimos.
Rosi y la pequeña Fátima la observan aturdidas, no habituadas a las acciones impulsivas de Marion.
—No me miréis así, hoy se lo diré a José Luis y a Mercedes. Está dicho, un viajecito a Nueva York no nos hará daño.
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Mientras tanto, a miles de kilómetros, María se desliza por su apartamento como un fantasma. Todo demasiado silencioso. Los juguetes recogidos, las mantas en su sitio, las camas bien hechas, la compra esparcida por el pasillo, los cuadros girados, como si un viento huracanado hubiera atravesado las paredes, volteándolos. El corazón galopando dentro de su pecho, agitándose y aprisionando el poco espacio que queda para los pulmones. Le tiembla la mano, le tiembla la espalda, no puede hablar porque tiene miedo a gritar la verdad.
“V” es la única pista que ha dejado. Una “V” escrita sobre el mármol de la cocina, con azúcar esparcida. Una “V“que le recuerda a Vadin, o puede significar también venganza. No, no puede ser que Vadin esté tan obsesionado que haya secuestrado a su madre y su hija. Pero, ¿quién más sino?, ahí está, la realidad contada en programas sensacionalistas y pelis de las cuatro de la tarde, tan fantásticas y verídicas al mismo tiempo. El corazón se le detiene y ya no oye su respiración. Se sujeta a la silla para no caer. Mira de nuevo el móvil, investiga los mensajes. Tres de Vadin diciéndole lo mucho que la ama, que le diera otra oportunidad y el último, de un nº oculto, con un video donde puede ver a su madre y su hija Celia riendo mientras hacen una tarta en la misma cocina donde ella se encuentra.
Y sólo una voz en off al final con tres palabras:
     Ahora son mías.
Para finalizar, otro mensaje escrito:

   Si llamas a la policía morirán.

Continuará….