Los hallazgos de Jourdain reaparecen (aunque con intenciones muy diferentes) en Averroes y el averroísmo (1852), de Ernest Renan, y en la Historia de los heterodoxos españoles (1881), de Marcelino Menéndez Pelayo; autores que sólo tenían en común la extrema juventud (en el momento de escribir esas obras, Renan tenía veintinueve años y Menéndez sólo veinticinco) y que ambos citan literalmente los párrafos de Jourdain que describen el llamado «collège de traducteurs». La obra de Renan, consecuencia indirecta de la crisis moral que produjo en muchos intelectuales franceses la fallida revolución de 1848, es reveladora de una erudición laica y combatiente. Las informaciones de Jourdain, junto con las de Munk, Müller, Steinschneider, Amari, Dozy, Gosche y Gayangos enriquecen las investigaciones directas y amplísimas con las que Renan defiende la consigna «mi religión es el progreso de la razón, es decir, de la ciencia» (Renan, 1949: 8) que amplió en obras sucesivas (Essais de morale et de critique, 1859; L’avenir de la science,1890) o en reflexiones autobiográficas (Souvenirs d’enfance et de jeuneusse, 1883)
Para Renan, el dogmatismo religioso que abomina del pensamiento libre conduce a las civilizaciones al fanatismo, al embrutecimiento y a la inmoralidad. Los ataques a la heterodoxia de Averroes por los integristas musulmanes o por la escolástica medieval cristiana despliegan densas sombras sobre el XIX francés, al que Renan, convencido de la verdad de la ciencia, quiso ver libre de las supercherías y del envilecimiento de los fanáticos modernos. En el escenario de esa reflexión poderosa, la llamada «escuela de traductores de Toledo» merece una referencia fugaz que repite casi literalmente a Jourdain:
El honor de esta tentativa, que había de tener tan decisivo influjo en la suerte de Europa, corresponde a Raimundo, arzobispo de Toledo y gran canciller de Castilla de 1130 a 1150. Raimundo forma en torno suyo a un colegio de traductores, a la cabeza del cual se halla el arcediano Domingo Gundisalvo o González Domenicus Gundisalvi. Varios judíos, entre los que el más conocido es Juan Avendeath, trabajaban bajo sus órdenes.
Este primer ensayo versó principalmente sobre Avicena. Gerardo de Cremona y Alfredo Morlay añadieron, algunos años más tarde, diferentes tratados de Alkindiy de Alfarabi.
Así, desde la primera mitad del siglo XII, eran conocidas de los latinos las más importantes obras de filosofía árabe (Renan, 1949: 145146).Debemos entender que Renan traslada esta noticia interesado sobre todoen resaltar la figura de Raimundo, nombre al que asocia con una libertad de pensamiento que la historia posterior se encargará de reducir y después aniquilar. Raimundo, francés y cluniacense, tiene la función de una imago retórica, una figura «ejemplar» que ilumina la escena de la traducción medieval de un modo grato, aunque no rigurosamente —como sabrá la posteridad— verdadero.
Más compleja es la inclusión de la misma referencia de Jourdain en La historia de los heterodoxos españoles. Menéndez Pelayo aspira a refundar Hispania, una patria esencial y católica, cuyos orígenes pesquisa entre los turanios, celtas e íberos y expande por el orbe hasta cubrir la Península y América y el siglo XX. Pero el anacronismo de su ideología (tan contundente, que sus contemporáneos, después de temerle, trasladaron a las generaciones siguientes la tarea de olvidarlo) no debería velar la riqueza extraordinaria de su mirada sobre la cultura española.
Repitiendo a Renan (autoridad que califica de «nada sospechosa») menciona a Raimundo, el arzobispo de Toledo, como mecenas de las traducciones filosóficas que dividieron la historia filosófica y científica de la edad media. No le atribuye ninguna biografía ni exalta en exceso su papel; se limita a subrayar que era arzobispo, una dignidad de la Iglesia católica, prueba suficiente para él de la falsedad del fanatismo de la clerecía. Pero Menéndez Pelayo no se limita a este apunte. Debajo de la pequeña historia de los «traductores toledanos» traza con melancólica energía ese diálogo postrero entre linajes vencedores y los que serán exterminados, vilipendiados u olvidados: los «hispanoárabes», «nuestros judíos», los mozárabes.
El «otro que llevaba dentro», como describió Américo Castro, habla desde los oscuros pliegues del texto y masacra con saña a los cluniacenses que «fueron acrecentando día tras día sus rentas y privilegios»; echa chispas contra los protegidos de «don Raimundo de Borgoña» como « Gelmírez, ostentoso, magnífico, amante de grandezas y honores temporales, envuelto en perpetuos litigios, revolvedor y cizañero», y termina por abominar de la «ampulosa y vacía retórica que trajeron los compostelanos» (Menéndez Pelayo, 1956: 458, 459).
Quedan reseñados así dos Raimundos. Uno, que coincide con el velado retrato de Menéndez Pelayo, se describió modernamente de este modo: Son pontificat, presque aussi long que celui de son prédécesseur (11251252) coïncida avec l’accession au royaume de CastilleLeón au rang de puissance hégémonique en Espagne avec Alphonse VII, qui s’intitulait «empereur d’Espagne» (11261157).Il organiza le chapitre du point de vue juridique et économique. En 1138, il enfixa le nombre à vingtquatre «grands chanoines» et six «chanoines mineurs». Illeur assigna la moitié de la tierce épiscopale levée sur les dîmes de la ville de Tolèdeet la moitié des donations funéraires. Il se réserva les deux tiers de rentes les plusgrasses, celles que produisaient les propiétés que la cathédrale avait reçus en donation des rois et des particuliers. Le pouvoir offre de ces compensations (Hernández,1991: 85).
El otro Raimundo, cuya figura ha ido incrementando la repetición y la posteridad, deriva directamente de la breve mención de Jourdain, que Renan y Menéndez Pelayo utilizaron para construir una imag o retórica, una mera figura con la que demostrar argumentos diferentes. En el texto de Renan tiene vislumbres de «embajador de la cultura», en el discurso dialógico de Menéndez (ese peregrinar contradictorio entre su ideología reaccionaria y la extraordinaria descripción de la heterodoxia hispánica) Raimundo es tanto «protector de la libertad de pensamiento» como «corruptor de la sincera religiosidad española». Pese a que resulta evidente que estas figuras textuales no pueden corresponder a ningún personaje real, cierta historiografía sobre las traducciones medievales se ha limitado a repetir un tópico. Los investigadores modernos que han indagado sobre el papel que tuvo el arzobispo Raimundo en esos traslados no dudan en señalar: En dehors de cette dédicace en el opúsculo de Qustâ ibn Lûqâ: De differentia spiritus et animae, il n’existe autre preuve que l’archevêque Raymond ait patronnédes traductions (Jacquart, 1991: 168).
Coinciden con esta opinión Julio Samsó, José Gil y Francisco Márquez Villanueva (que cita a su vez el testimonio de Ángel González Palencia).Ytanto Samsó (1996: 18) como Jacquart (1991: 181, 182) rescatan del olvido a otros arzobispos posteriores como más veraces promotores de las traducciones medievales: Juan, tan oscuro como Raimundo; Rodrigo Jiménez, que encarga una nueva traducción del Corán (la primera había sido solicitada a Roberto de Ketton por Pedro el Venerable Samsó, 1996: 18), y Gonzalo Pedro Gudiel, perteneciente a una familia del patriciado de Toledo, lógicamente bilingüe árabe castellano, y que fue arzobispo de Toledo después de 1280.
Descartada la posibilidad (a la espera de confirmación) de que el mismo Raimundo que repartía prebendas a los suyos fuera quien hubiera iniciado las traducciones toledanas, queda por verificar la existencia misma de la institución. La afirmación de Jourdain no iba más allá de sugerir la existencia de un collège, un grupo de personas del mismo oficio, lo que modernamente llamaríamos un «colectivo». En 1874, Valentin Rose (Jacquart, 1991: 179) ya había convertido aquella palabra en Schule, como después se hizo en castellano. La nueva denominación sugiere otra cosa y además equívoca: no un grupo de profesionales sino una institución educativa y hasta cierto punto reglada.
Tal interpretación ha sido sucesivamente desmentida, sin embargo, permanece la idea de que la Iglesia católica hubiera amparado y albergado estas actividades. Tampoco esto es rigurosamente verdadero, como analiza MárquezVillanueva: Está fuera de toda duda que en Toledo se estudiaba y no sólo se traducía. … . Lo curioso es que no quede testimonio directo acerca de cómo ni dónde se impartían los conocimientos que los selectos peregrinos del saber venían a buscar a Toledo, por simultáneo contraste con las masas que venían a buscar la organizadísima experiencia religiosa de Compostela.
Toledo no tuvo universidad hasta entrado el siglo XVI (y aun entonces muy secundaria), y el hecho de que, tratándose de tan importante sede primada, no desarrollase siquiera una escuela episcopal ni aun de mínima importancia, no puede calificarse de menos que asombroso. Lo mismo que ha rondado la tentación de pensar en algún tipo de academia como base de la labor traductora, no faltan tampoco expertos que se hayan inclinado a cantar las glorias de la escuela episcopal sin ningún apoyo documental y llevados sólo de la persuasión (lógica pero inexacta) de que su ausencia hubiera sido inconcebible. …
Es forzoso deducir que la enseñanza era puramente privada, y que no había intervención alguna ni del poder civil ni de la Iglesia (MárquezVillanueva, 1996: 30). ¿Y qué debemos entender por enseñanzas privadas? Se alude a formas de transmisión del saber (y a un saber) no necesariamente cristianos. El magisterio lo impartían judíos o mozárabes; las disciplinas que enseñaban correspondían a parcelas de conocimientos diseñadas por el mundo islámico: filosofía, astrología y artes mágicas. A principios del siglo XIII, casi todos los filósofos árabes y judíos, si exceptuamos a Avempace y a Tofail, conocidos sólo de oídas por los escolásticos, y a Averroes, cuya influencia directa principia más tarde, estaban en lengua latina. Alkindi, Alfarabi, Avicena, Algazel, Avicebrón y los libros originales de Gundisalvo corrían de mano en mano, traídos de Toledo como joyas preciosas.
Una nube preñada de tempestades se cernía sobre los claustros de París (Menéndez Pelayo, 1956: 494).Y este predominio científico y filosófico de lo oriental se mantuvo durante el reinado de Alfonso X, al que perversamente se llamó «el astrólogo» (antes de «el sabio»), como recuerda Márquez Villanueva, por favorecer los estudios que habían dado fama a Toledo de ser una ciudad donde «podía estudiarse todo lo que un cristiano no debería saber».
No cabe duda de que este monarca creó instituciones que nos permitirían hablar de una «escuela de traductores toledanos», pero lo más grandioso de las academias alfonsíes, como de todo el período anterior, fue la supervivencia deformas de cultura y de transmisión del saber de esos otros no integrados a la historia hispánica.
Porque reducir el gran legado toledano a algunas traducciones heréticas u olvidadas o construir a su alrededor formas y convenciones de producción del saber, es repetir lo que ocurrió en otros territorios europeos monolingües, con una edad media menos rica que la nuestra. En esos siglos oscuros, antes de las expulsiones, el exterminio o la integración, judíos, musulmanes, mozárabes conservaban la lengua de cultura del Mediterráneo: el árabe, y vivían todavía sus mejores sabios y poetas: Averroes (11261198), Maimónides (11351204), Jehudá Alharizí (11701230) o Jehudá Haleví (1075?1140), a quien Menéndez Pelayo proclama uno de los mejores poetas castellanos. Y había entre ellos médicos, filósofos, traductores y maestros. Y tenían bibliotecas, códices, colecciones y hasta sofisticados instrumentos científicos. Eran, casi, toda la cultura que había en la Península.
Debemos a Amable Jourdain el «descubrimiento» de la escuela de traductores de Toledo; a la posteridad cabe describir qué fue, pero más importante aún, qué extraordinarias formas culturales le permitieron existir. Los textos que siguen no pretenden resolver ese misterio. Son una selección de los primeros y mejores estudios de las traducciones medievales que suelen citar otros autores. El lector encontrará reflexiones más recientes en la bibliografía con la que concluye esta antología.
Bibliografía:
GIL, José (1985). La escuela de traductores de Toledo y los colaboradores judíos. Toledo:Instituto Provincial de Investigaciones Toledanas.GONZÁLEZPALENCIA, Ángel (1942). El arzobispo don Raimundo de Toledo. Barcelona.Citado por MÁRQUEZVILLANUEVA, Francisco (1996). «In Lingua Tholetana». En La escuela de traductores de Toledo. Diputación Provincial de Toledo, p. 2334JACQUART, Danielle (1991). «L’école des traducteurs». En Tolède XIIXIII. Musulmans,Chrétiens et juifs: le savoir et la tolérance. París: Éditions Autrement. Série Mémoiresnúm. 5, p. 177191.HERNÁNDEZ, Francisco. «La cathédrale, instrument d’assimilation». En Tolède XIIXIII.Musulmans, Chrétiens et juifs: le savoir et la tolérance. París: Éditions Autrement.Série Mémoires núm. 5, p. 6874.MÁRQUEZVILLANUEVA, Francisco (1996). «In Lingua Tholetana». En La escuela detraductores de Toledo. Diputación Provincial de Toledo, p. 2334.MENÉNDEZPELAYO, Marcelino (1956). Historia de los heterodoxos españoles. Madrid:BAE. 2 vol.RENAN, Ernest (1949). «L’avenir de la science». En Oeuvres Complètes. París: CalmannLévy. Vol. III, p. 719. Citado por Gabriel Albiac, prólogo de Averroes y el averroísmo. Madrid: Hiperión, 1992 (Traducción de Héctor Pacheco Pringles).SAMSÓ, Julio. «Las traduciones toledanas en los siglos XIIXIII». En La escuela de traductores de Toledo. Diputación Provincial de Toledo, p. 1722.La historia de la escuela de traductores de Toledo Quaderns. Revista de traducció 4, 199913
Fuente: http://www.webislam.com/articulos/27035-historia_de_la_escuela_de_traductores_de_toledo.html