Desde la desaparición de la Unión Soviética, un nuevo orden se cierne sobre el mundo. Es la llamada ¿pax americana¿. Pero, contrariamente a lo que se cree, la presencia de soldados norteamericanos fuera de sus fronteras es un hecho ligado ya al origen de este país. Este artículo traza la historia de la política internacional que ha convertido a los Estados Unidos en el nuevo gendarme del mundo.
Los siglos se pueden contar de diversas maneras, casi ninguna coincidente con sus límites formales. Lo más correcto es pensar que hay más de un siglo XX, con distintas cronologías: el de las comunicaciones (del telégrafo hacia 1850 a Internet en 1988); el de la era atómica (desde 1945 en adelante); el de las ideologías (de 1917 con la revolución bolchevique, hasta 1991 y la desaparición de la URSS). Pero si hablamos del siglo de la hiperpotencia norteamericana, los límites, al menos de partida, están claros: entrada en escena con la guerra de 1898 contra España, seguida de una larga evolución que seguramente no ha llegado aún a su apogeo.
El nacimiento de una gran potencia
Lo de 1898 es solo un aviso; España es una potencia menor y su prestancia militar, poco significativa. Washington adquiere Puerto Rico y Filipinas, y pasa a ejercer su tutela sobre Cuba, a lo que hay que sumar la anexión de Hawai. El poder norteamericano se ha liberado ya del continente, pero aún es bisoño y la confirmación de que ha nacido una gran potencia ha de esperar a la Gran Guerra. Entre 1914 y 1917 el presidente T.W. Wilson (1913-1921), demócrata, cree prematura por impopular la entrada en la contienda. Si bien las simpatías de la opinión se inclinan hacia la Entente, formada por Rusia, Gran Bretaña y la Francia de Lafayette, el ethos o carácter político norteamericano tiene como idea-base que el país no debe mezclarse en las mezquinas querellas intraeuropeas. Pero hay otras razones para ir preparando a la opinión para el combate inevitable: los cuantiosos préstamos a Londres y París, que no se cobrarían jamás si Alemania ganara la guerra. Así, Estados Unidos entra en la lucha en abril de 1917, tras un intento de sentar las bases de una paz negociada, los Catorce puntos de Wilson, que proponen nada menos que la reconstrucción del planeta basada en la constitución como Estados de un cierto número de naciones históricas. Y aunque la intervención americana no se nota en los campos de batalla hasta abril o mayo de 1918, no cabe duda de que el millón largo de combatientes y los suministros de todo orden que cruzan el Atlántico son decisivos para la rendición alemana el 11 de noviembre de ese año.
Cuando el escenario parece a punto para que Washington redondee en tiempo de paz las maneras de coloso anunciadas en la guerra, se produce una especie de arrepentimiento parroquial y, a causa de una enfermedad incurable que sufre Wilson, la Sociedad de Naciones, creada en 1920 para mantener la paz, se queda sin su indispensable valedor. Una votación en el Senado, que se manifiesta contrario al principio de respetar la independencia territorial de los demás estados, impide a Estados Unidos sumarse formalmente a este concierto de potencias, y condena al organismo predecesor de la ONU a una relativa irrelevancia. El espejismo de que Europa sigue siendo el amo del mundo se refleja en las sesiones de la Sociedad, radicada en Ginebra, mientras Estados Unidos vive despreocupadamente los felices años 20 de la edad del jazz, sin barruntarse lo que le espera al final de la década.
El crack del 29 es unas Torres Gemelas de lo económico. El líder soviético Lenin cree que las profecías de Marx sobre la crisis terminal del capitalismo empiezan a cumplirse; el presidente H.C. Hoover (1928-1933), a quien le ha estallado el martes negro de Wall St., se acuesta convencido de que a la mañana siguiente habrá pasado lo que solo le parece un catarro bursátil; la Alemania de Weimar prepara, entre millones de parados, el advenimiento de Hitler; Japón ocupa Manchuria y avía la invasión de China despreciando a la Sociedad de Naciones, como hace el fascista italiano Mussolini con la conquista de Abisinia. El presidente F.D. Roosevelt (1933-1945), con su famosa admonición: ¿lo único que hemos de temer es el miedo¿, inaugura, sin embargo, con su primer mandato (1932-1936) una nueva era mundial y americana. De los años 30, data el verdadero nacimiento del Estado; de las primeras redes de seguridad social; de la regulación de precios y del saneamiento del sistema bancario; de la ordenación del territorio con iniciativas como la Tennessee Valley Authority, un organismo dedicado a la construcción de presas y plantas hidroeléctricas para proporcionar electricidad barata que creó numerosos empleos; de la intervención en la vida del país de un Estado que hasta entonces había sido liberal hasta la invisibilidad.
El mundo se parte en dos
De guerra en guerra tiene que ir destapándose un poderío incontenible. En la segunda mitad de los años 30, ya se le ha perdido el respeto a la crisis. Estados Unidos se anticipa a sus propios indicadores económicos al consagrarse como ¿arsenal de las democracias¿, término con que lo designa Winston Churchill, apenas iniciada la contienda. El aislacionismo, pese a todo, es aún término de moda en 1939; héroes populares como el aviador Charles Lindbergh razonan el ¿espléndido aislamiento¿ americano, tiñéndolo de filonazismo, y el último embajador de la preguerra en la Corte de St. James, el patriarca de los Kennedy y padre de John Fitzgerald, sugiere que lo mejor es lavarse las manos ¿irlandesas¿ como un Pilatos del apaciguamiento a Alemania. El presidente Roosevelt, mientras tanto, aguarda.
Si Estados Unidos irrumpe en la Primera Guerra Mundial, pero tarda un año en aparecer por el campo de batalla, se mete, en cambio, en la Segunda como quien lo hace en el baño, tentando el agua con extrema parsimonia, hasta que Japón comete el 7 de diciembre de 1941 la gravísima imprudencia de atacar Pearl Harbor. La armada norteamericana ya ha sostenido docenas de encuentros en el Atlántico con los submarinos alemanes, sin que medie por ello declaración de guerra alguna, pero en cuanto esta se produce en aquella fecha, guerra oficial y nación combatiente se confunden. La Segunda Guerra, con la derrota de Alemania y Japón, y la postración supuestamente victoriosa de Gran Bretaña y no digamos de Francia, solo puede arrojar dos auténticos vencedores, aunque muy distintos entre sí. Son Estados Unidos, cuyo territorio no ha sido bombardeado jamás, que ha sufrido menos de 400.000 muertos ¿casi ninguno civil¿ y que ha hecho un sprint económico formidable ¿hasta el punto de que la Depresión que sigue al crack solo se cura cuando la guerra pone la capacidad industrial del país al rojo vivo¿, y la Unión Soviética, cuya parte europea ha quedado arrasada, que ha tenido más de veinte millones de muertos ¿la gran mayoría civiles¿ y que, aunque también ha desperezado los músculos de su economía, planifica su colectivismo sin poder atrapar por ello al capitalismo occidental.
El arma atómica, empleada por única vez en la historia por Estados Unidos sobre las ciudades japonesas de Hiroshima y Nagasaki, en agosto de 1945, y que la URSS posee desde 1949, permite hablar ya de bipolaridad. Ambas potencias, que tienen la capacidad de arrasarse a la recíproca, han establecido un protectorado, informal y benévolo el de Washington, y brutal y militarizado el de Moscú, sobre zonas equiparables del planeta. El mundo está dividido por lo que se llama Guerra Fría, pero no hay que engañarse, la potencia, la eficacia y el atractivo del liberal capitalismo americano son mil veces superiores a la chatarrería de Moscú. Solo América es capaz de producir un Gary Cooper, una Rita Hayworth, el rictus inimitable de Bogart en Casablanca. El mundo está partido en dos, pero una mitad envidia rabiosamente a la otra.
El comunismo despierta la vocación del gendarme
La vocación de gendarme comienza entonces a cobrar forma; todo el mundo necesita unos galones, un arma capaz de imponer respeto, un seguimiento, preferentemente de buen grado, para hacer de comandante en jefe. Y Estados Unidos proclama su derecho a ejercer esa función con la doctrina Truman del 12 de agosto de 1947: todo aquel que se sienta amenazado por el comunismo puede personarse en el regazo de Washington, donde recibirá munición de arma y de boca, como quien abona la soldada el día del alistamiento. Así se recluta a Italia; a ese señuelo acude la Turquía post-Atatürk, y hasta encuentra cobijo la España de Franco, que firma un acuerdo con Washington en 1953. Un sistema de defensa militar, la OTAN, existe desde 1949. El aislamiento es imposible.
El más interesado en realzar el poder soviético es, sin embargo, Estados Unidos. El espantajo funciona, como cuando cunde la amenaza de la finlandización de Europa y de su sometimiento, se dice, al igual que Helsinki, al dictado del Kremlin. Y hasta parece que el comunismo tiene futuro cuando la perra Laika es el primer ser vivo en salir al espacio en 1957, y Yuri Gagarin orbita la tierra en 1961; pero la histórica pisada de Neil Alden Armstrong en la Luna en 1969 restablece el orden natural de las cosas. Estados Unidos ha ganado también la carrera del espacio.
La URSS, por añadidura, le hace la mejor propaganda a su rival con la represión de la revuelta obrera de Berlín Este en 1953, la masacre de la revuelta húngara en 1956 y la normalización de Checoslovaquia en 1968. Y cuando parece que existe riesgo real de enfrentamiento, con la crisis de los misiles cubanos en 1962, tanto el líder comunista Nikita Kruschev (1953-1964) como el presidente J.F. Kennedy (1961-1963) coinciden en que la dominación mundial no vale una misa atómica, y si Moscú retira sus armas nucleares de la isla, Washington hace lo propio en Turquía. Fuera de ese esquema, solo se perfila China como gran potencia en ciernes, que a comienzo de los 60 ya ha roto con los sóviets. Es el único país del mundo que no puja por Washington ni por Moscú, pese a que con su participación se ha creado en Bandung (1955) y en Belgrado (1961) el llamado movimiento de Países No Alineados. Confusamente, la Comunidad Europea, desde su fundación en 1958, sueña que un día existirá como entidad política unificada.
En 1975 se completa la retirada norteamericana de Indochina. Es una guerra perdida porque Estados Unidos no se ha decidido a utilizar su peso atómico contra Vietnam del Norte a causa de que hay una Unión Soviética. Y el vaticinio general es el de que la potencia estadounidense ha llegado a su límite, que el gendarme no puede con todos los delincuentes geopolíticos que desafían su mandato. La crisis económica en tiempos del presidente R.M. Nixon (1968-1974), que ha de dimitir infamantemente por el escándalo Watergate, junto con el ascenso de la economía japonesa, y la derrota de las fuerzas surafricanas en Namibia y Angola ante los cubanos de Fidel Castro, pueden hacer creer, como dice el historiador Paul Kennedy, que el siglo americano está próximo a su fin. Nada más falso.
¿Un gendarme sin rival?
En Oriente Próximo, el presidente Jimmy Carter (1977-1981) logra imponer la paz entre Egipto e Israel en 1979, lo que es un éxito para el Estado sionista, cliente, aunque bastante autónomo, de Washington, así como sienta las bases de la retrocesión a fin de siglo del canal de Panamá al país del istmo. En los 80, un viejo actor, el presidente Ronald Reagan (1981-1989), fuerza la marcha de una economía ya recuperada para financiar un esbozo de Guerra de las Galaxias, escudo espacial que debería hacer invulnerable a Estados Unidos y que, aunque nunca llegará a existir, obliga a Moscú a un gasto prohibitivo, mientras, además, se debate en su propio Vietnam, con la invasión de Afganistán en 1980; igualmente, el líder republicano le organiza una contra-guerrilla al régimen sandinista en Nicaragua, que aspira a ser una segunda Cuba, y ve cómo su derrota en Vietnam, lejos de promover la caída de los regímenes comunistas como fichas de dominó en el Asia circundante, se estabiliza en un match nulo por la rivalidad entre Hanoi y Pekín. Todos son comunistas, pero no por ello se detestan menos. La geopolítica vence a la ideología.
Y entonces sucede lo impensable. Un líder soviético, Mijaíl Gorbachov, elegido en 1985 para hacer a la URSS plenamente competitiva, comienza a experimentar con un sistema arruinado en lo económico e irreformable en lo político. Los bacilos de libertad rápidamente minan la estructura comunista, de forma que cuando Berlín Este permite el 9 de noviembre de 1989 franquear el muro hacia Occidente, comienza a desmoronarse la Europa de Moscú. Es lo que se ha calificado de nueva Primavera de los Pueblos. El comunismo solo se sostiene, aunque como carátula de una dictadura de partido, en Cuba, Vietnam, Corea del Norte y China. La propia URSS se suicida en diciembre de 1991, dando paso a lo que el norteamericano Francis Fukuyama bautiza como el fin de la historia, la victoria del liberalismo democrático sobre el sueño de la razón colectivista.
El primer gendarme ya sin rival es el presidente George Bush padre (1989-1993), quien en 1991 conduce a la victoria a una gran coalición de Occidente y el mundo árabe contra Iraq, culpable de haber violado las fronteras del dominio americano con la invasión de Kuwayt un año antes. El síndrome de Vietnam, el temor a que la sociedad norteamericana no tolere bajas propias en un conflicto lejano, hace, con la ayuda de una novísima tecnología de la muerte, que se inaugure una guerra que se gana desde el aire, a base de bombas inteligentes, sin que los boys tengan apenas que sudar la camiseta.
El gendarme interviene en 1999 contra la ex Yugoslavia de Slobodan Milosevic, forzándolo a aceptar, esta vez sin poner un solo soldado en el suelo, la virtual independencia de la provincia serbia de Kosovo. Y el 11 de septiembre de 2001, con el fragor que destruye las torres gemelas de Nueva York y parte del Pentágono en Washington, obra de un banda que dirige el multimillonario saudí, Osama bin Laden, muchos dicen que una nueva época ya está naciendo. El segundo presidente Bush, George también e hijo del primero, declara la guerra al terrorismo internacional, pero se diría que, con la convicción con que proclama el que no esté con nosotros, está contra nosotros, formula también una grave advertencia al mundo entero. Estados Unidos derrota este año, siempre desde el cielo, al régimen que gobierna Afganistán, llamado de los talibanes, que cobija a Al Qaeda, la tropa de Bin Laden, tras de lo que organiza la caza mundial del terrorista. Ese amok justiciero lo lleva a amenazar de destrucción al régimen de Saddam Hussein, como presunto peligro nuclear para Washington, y amigo secreto ¿tanto que no hay prueba alguna de ello¿ de las huestes de Al Qaeda.
Hacia un nuevo orden mundial
En esa impregnación progresiva y secular del planeta, cabe distinguir un movimiento de ósmosis mundial en varios tiempos. En 1823, recién consolidada la independencia de las colonias americanas, el presidente James Monroe (1817-1825) había anunciado su famosa jaculatoria: América para los americanos, lo que era una advertencia a España de que no tratara de reconquistar sus colonias y a las demás potencias de no albergar anhelos sustitutorios. En 1847-1848, tras la derrota de México, a quien Washington había despojado de Texas, Nuevo México, Arizona y California, se divulgaba la teoría del Destino Manifiesto, según la cual era misión histórica de Estados Unidos dominar el hemisferio occidental, Iberoamérica. En 1894, el historiador Frederick Jackson Turner publicaba un libro de enorme influencia en el que teorizaba la idea de frontera, que había ido corriendo Estados Unidos hacia el oeste con la colonización de las tierras más allá del Mississippi, como algo consustancial a la democracia norteamericana. Para esa fecha, el destino manifiesto, a punto ya de la conquista de Cuba y Puerto Rico, y la dominación económica asegurada de todo el continente, era ya una realidad. Y algo de cien años más tarde, lo que el joven Bush proclama es un nuevo destino, aún más manifiesto, que nos engloba a todos. La frontera que avanzaba hacia el oeste hoy recubre el planeta, albergando un solo mundo y un solo policía.
Eso es lo que dice un documento hecho público por la Casa Blanca el 20 de septiembre de 2002, redactado por la asesora presidencial para la seguridad nacional, Condoleezza Rice: Estados Unidos tiene la misión de ordenar el mundo para la democracia, echando mano para ello de los elementos de guerra que estime necesarios. Vamos hacia la unificación planetaria. Una nueva pax, mucho más efectiva que la romana, se cierne sobre nuestras vidas. Iraq habría de ser la primera prueba de esa decisión, de ese dominio, de ese nuevo orden mundial del largo siglo americano.
El despertar americano
En 1783, cuando la república norteamericana fue reconocida internacionalmente como país independiente, era una nación débil y pequeña. Pero la geografía y el contexto político de la época le permitieron expandirse por el sur y por el oeste. En 1803 se compró Luisiana a Napoleón por quince millones de dólares y en 1819 Florida a Fernando VII de España. Las nuevas tierras y sus recursos naturales consolidaron el país.
La doctrina de James Monroe
En 1823, El presidente norteamericano James Monroe advirtió a los países europeos que no tenían derecho a intervenir en asuntos internos del continente americano. Sin embargo, el país no estaba preparado todavía para aplicar la doctrina Monroe e impedir la presencia europea en América. Estados Unidos no estaba dispuesto a entablar otra guerra con su antigua metrópolis, Gran Bretaña, que aún controlaba las colonias del Dominio del Canadá. Pero en cambio, sí se vio capacitado para hacerlo con México, su vecino del sur. Un país recientemente independizado de España, frágil, extenso, que impedía el acceso al Pacífico. Así, en 1827, los norteamericanos apoyaron a los colonos que habían proclamado en Nacogdoches (ciudad del actual estado de Texas) la república de Fredonia; dieron cobertura a la independencia de Texas, y finalmente declararon la guerra a México en 1846. El resultado fue una aplastante victoria militar que permitió a Estados Unidos anexarse California, Nuevo México, Nevada, Arizona, Utah, Texas y Colorado. Aunque las tensiones en la frontera siguieron presentes durante todo el siglo XIX y XX y hubo intentos de crear diversos protectorados norteamericanos en los actuales territorios mexicanos de Baja California, Sonora y Chihuahua, se cerró la frontera terrestre por el sur.
Centroamérica para los norteamericanos
Una vez llegados a California, los Estados Unidos valoraron la posibilidad de conectar sus costas este y oeste por vía de un canal marítimo que debía unir el Atlántico con el Pacífico, a la vez que la inestabilidad política de las nuevas repúblicas centroamericanas propiciaron el desembarco de los intereses norteamericanos en estas latitudes. Nicaragua era el país ideal para construir este canal transoceánico. La navegabilidad de diversos ríos y lagos, y el pequeño desnivel a salvar, convertía a este país en el lugar ideal para realizar esta magna obra hidráulica. Diversos aventureros como William Walker ocuparon el país, instalaron una dictadura y lo convirtieron en una extensión de los estados sureños de Norteamérica. A la vez, diversas empresas estadounidenses impulsaron inversiones en plantaciones de bananos, café y algodón en Honduras, Costa Rica, Guatemala y El Salvador. Desde entonces, las cíclicas intervenciones militares norteamericanas han respondido a la necesidad de proteger estos intereses económicos.
Potencia regional en el Caribe
A partir de 1898, una vez digerido el drama fraticida de la guerra de secesión, Estados Unidos decidió impulsar una política de expansión territorial de largo alcance. El sueño de un canal transoceánico en Nicaragua se había desvanecido y surgió la alternativa de construirlo en Panamá. Pero este territorio dependía de un tercer país, Colombia, y estaba muy lejos de la frontera norteamericana, por lo que se requerían territorios de apoyo. El Caribe español, en plena crisis interna y con una metrópolis en decadencia, era el lugar idóneo para encontrar este sostén. De este modo, Puerto Rico y Cuba se rebelaron y los Estados Unidos declararon la guerra a España en 1898. El Tratado de París puso fin a esta guerra y reconoció la tutela de Washington sobre estas dos islas antillanas. Cuatro años después, Panamá, gracias a la presión norteamericana, se independizó de Colombia y concedió a los estadounidenses el paso para construir el canal de Panamá. Desde entonces, nadie, en el Caribe, se resistió al coloso del norte. Se intervino en la República Dominicana (1905), México (1914), Haití (1916), y en 1917 se compraron las islas Vírgenes a Dinamarca. El Caribe se convirtió en el mare nostrum norteamericano.
El Pacífico, la frontera del lejano Oeste
La llegada a California no supuso el fin de la expansión por el Oeste. El Pacífico, un océano repleto de islas que todavía no estaban ocupadas por los europeos, podía ser el trampolín ideal para hacer llegar los productos norteamericanos a los mercados asiáticos. En octubre de 1867 Estados Unidos compró Alaska a Rusia, al mismo tiempo que ocupaba las islas Midway, idóneas estaciones de aprovisionamiento de carbón. En 1889 se sometía Tutuila en Samoa Oriental, una isla dos veces y media mayor que Manhattan que disponía de un excelente puerto natural en Pago Pago. Después vinieron Hawai en 1893 y los episodios de Filipinas y la isla de Guam en el archipiélago de las Marianas, hasta entonces bajo soberanía española. El interés por acceder al mercado asiático se consolidó con la revuelta bóxer en China, excusa que justificó la presencia permanente de 2.500 soldados norteamericanos en ese país. Estados Unidos tomaba posiciones por primera vez en un continente que no era América y traicionaba la doctrina Monroe. Se había convertido en potencia mundial.