No hay de otra, en las vacaciones te tienes que relajar y ser un poco más flexible con todo, incluyendo las rutinas y los horarios. Prueba de que así fue es que mis hijos pasaron de dormirse a las 6:30pm a dormirse alrededor de las 10:00pm (¡lo sé! Nunca creí que yo hiciera algo así, pero veámoslo como una aventura descabellada que ya regresó a la normalidad).
Esto nos dio la oportunidad de que mis hijos presenciaran algo que nunca habían visto antes (digo, además de los fuegos artificiales, las fogatas, las luciérnagas y las estrellas. Bueno, estos niños no daban crédito de este mundo nocturno… todo un universo nuevo para ellos). Pero de lo que aquí les quiero platicar es de la historia de un atardecer.
Habíamos pasado todo el día en uno de los parques naturales que rodean al Lago Michigan. Era uno de esos hermosos lugares en donde en cualquier momento te topas con un venado y esperas de todo corazón que no se te aparezca un oso para robarte el lunch (no es broma, yo ahí aprendí a que si eso sucede tienes que hacer un gran escándalo con gritos, aplausos, sartenes y ollas para ahuyentarlo; después, debes correr para avisarle al guardabosques que más confianza le tengas). En fin, me estoy desviando del tema… ésta es la historia de un atardecer. Sí, de un atardecer y mi Pablo adorado.
Poco antes de que se metiera el sol, mi hermano nos llevó a un lugar divino. Estábamos en la parte más alta de unas gigantescas y empinadas dunas de arena. Hubiera parecido que estábamos en el desierto, si no fuera porque enfrente de nosotros se encontraba el inmenso lago. Un lago tan grande que bien podría parecer el mar.
Ahí comenzó el espectáculo. El azul del cielo se fue pintando lentamente de distintos tonos de rosa y naranja. Poco a poco, el sol se fue sumergiendo en el agua. Era una escena imponente.
―¡Lo sabía, mamá, lo sabía! Les dije a mis amigos que estaría en la cima del mundo y no me creyeron. ¡Ahora verán que sí es verdad porque aquí estoy!
Me le quede mirando. Yo también me podría haber sentido en la cima del mundo en ese momento, pero no pensé que Pablo estuviera hablando de manera metafórica. Ha de haber leído mi cara de confusión porque me ofreció una explicación:
―¡La galleta de la suerte tenía razón, mamá!
De pronto, todo me hizo sentido. Recordé unos días antes cuando le había regalado a Pablo la galleta de la suerte que venía con mi sushi. Siempre lo hago y siempre me pregunta lo que dice: “Estarás en la cima del mundo“. Lo que para mí fue un momento insignificante, evidentemente, para él no…
La galleta había cumplido su promesa…
¿Cómo es que siempre logran convertir este mundo ya tan cotidiano para nosotros en algo tan mágico? Chaparros, gracias por abrirme los ojos y por hacer que esa capacidad de asombro regrese a mí. Pablo, Pía y Luca, me dan más de lo que se imaginan. Los amo.