Era un libro de gran formato que hablaba de personajes y hechos históricos y literarios: los faraones, el caballo de Troya, Leonardo da Vinci, Cristóbal Colón…
Cada historia o personaje se presentaba de dos formas. En una página había un texto formal, poco o nada infantil, que yo nunca me leía. Y en la página siguiente se contaba la historia en viñetas de cómic, con unos versitos ripiosos que eran la monda:
El libro lo leíamos y releíamos y lo manoseábamos de tal manera que lo recuerdo bastante descuajaringado.Cuando pasó el tiempo y nos hicimos mayorcillos, cometimos la insensatez de regalar el libro –que era cosa de críos- a unos primillos nuestros que también se habían prendado de él. Y después, más sensata y menos adolescente, me acordé de ese libro infinidad de veces, arrepintiéndome, por supuesto, de haberme deshecho de él.
Pero no nos echemos a llorar.Hace unos años, paseando por Sevilla, me paré ante el gran escaparate de una librería. No es que me parara voluntariamente a mirar los libros. Es que me quedé parada por la sorpresa. Porque conforme me acercaba a la librería, y sin tener intención de detenerme, vi, en la parte más alta del escaparate, el libro que tanto había añorado.
Allí estaban, Don Quijote y Sancho, con ese trazo de dibujo animado y esos colores que tanto me atraían de pequeña, llamándome desde la portada del libro. Emocionada y asombrada entré en la librería y pedí el libro.
El dependiente me lo trajo y cuando lo tuve en mis manos me sentí retroceder en el tiempo, recuperar una sensación muy definida. Por un instante creí volver a mi habitación infantil y a las horas que pasé aprendiendo historia y literatura, creyendo que simplemente me estaba divirtiendo con un tebeo.
El librero me dijo que ese libro era una maravilla, que tenía un gran valor pedagógico y que era muy atractivo para los niños. Yo le dije que lo sabía porque conocía el libro muy bien. Le conté la historia a grandes rasgos y creo que el buen señor se emocionó y todo.
Pagué el libro y me lo llevé en brazos como si temiera perderlo otra vez, y deseando volver a mi ciudad para enseñárselo a mi hermano.
Y ahí está, lo veo mientras escribo esto, y aunque obviamente no es el mismo ejemplar que tuvimos de pequeños, para mí es como si lo fuera. El otro, el original, tendría un valor sentimental inmenso, claro está, pero este también lo tiene, por su poder de evocación. Y además representa la capacidad de revivir sensaciones que puede tener un objeto, y la magia que hay en recuperar, de forma totalmente inesperada, sorpresiva y casual, algo que habíamos dado por perdido para siempre.