Historia del matrimonio (Edad Media)(Segunda parte)

Por Gonzalo

El matrimonio, y no la paternidad o la maternidad, era lo que marcaba el paso a la condición de aldulto en una sociedad aldeana. En muchas partes todos los hombres y mujeres no casados, independientemente de la edad que tuvieran, recibían el apodo de muchacho o doncella y debían tratar con deferencia a los casados de la aldea, que recibían el apelativo de señor y señora.

La credencial de madurez significaba cosas muy diferentes para cada sexo. Para un hombre, el matrimonio estaba íntimamente conectado con la independencia económica. Un hombre se casaba cuando heredaba un campo o se hacía cargo del negocio de su padre.

El el siglo XIII, la palabra que se usaba para designar a un hombre no casado -anilepiman u hombres solo- también significaba hombre sin tierra, mientras que la palabra husbond podía significar o bien un hombre casado o bien un hombre con una importante propiedad.

Un hombre casado poseedor de su propia tierra y su casa era la figura política básica de la vida aldeana. Era responsable de su esposa y sus hijos y también de cualquier sirviente o aprendiz que viviera bajo su techo. Debía responder por las fechorías que hiciera cualquiera de ellos, disciplinarlos si fuera necesario y representarlo en las reuniones comunitarias o en los tribunales.

Para las mujeres, la relación entre el matrimonio y la autoridad era más ambigua. El matrimonio marcaba a una mujer en su condición de adulta, pero en lugar de expandir su posición legal la restringía. Una mujer casada perdía el derecho a disponer de la tierra, de presentarse ante los tribunales o de manejar sus propios negocios.

Sin embargo, las mujeres de la Europa rural necesitaban casarse para alcanzar la seguridad económica y un rango social. Ninguna mujer, casada o no, podía formar parte de los grupos de diezmo que mantenían la paz. Tampoco podía ejercer ninguna función pública en la aldea ni oficiar de garante de otra persona, como hacían frecuentemente los aldeanos.

Actuar de garante obligaba a la otra persona, y los hombres podían utilizar el sistema de garantías para tender sólidas redes de ayuda mutua que abarcaban a docenas de personas. La mujer podía ganar este tipo de influencia exterior a su hogar únicamente a través del marido, aun cuando el matrimonio le quitaba el derecho a pactar contratos económicos.

Algunos historiadores sostienen que la dependencia recíproca de marido y esposa en la producción hizo que los matrimonios aldeanos del medievo constituyeran sociedades económicas y sentimentales.

Ciertamente, el hecho de que los maridos nombraran a sus esposas como albaceas testamentarias implicaba un alto grado de respeto mutuo. También lo demuestra el aumento gradual de sociedades conjuntas en las cuales el marido y la esposa explotaban conjuntamente las tierras de ambos y, de eses modo, cuando el marido moría la mujer podía heredar toda la propiedad y no el tercio tradicional de las viudas como se estilaba anteriormente.

No obstante, toda propiedad que una mujer aportara al matrimonio quedaba bajo el control del marido, quien podía disponer de cualquier propiedad vendible o arrendamiento que ella hubiese heredado sin consultarla, aunque  se daba por descontado que el esposo no vendería ninguna parcela libre heredada por su esposa sin el previo consentimiento de ésta.

Los casos ventilados en los tribunales muestran que las mujeres conservaban sus derechos. En una campiña cercana a Barcelona, a comienzos del siglo XI, por ejemplo, María, la hija de un acaudalado campesino apellidado Vivas, aceptó que su marido vendiera un campo que ella había heredado de su padre a fin de solventar algunos gastos de la casa.

Pero estipuló que a cambio debía recibir como compensación una parcela de tierra de la herencia del marido. El hombre se resistió pero, finalmente, la mujer lo llevó ante un escriba, donde el esposo firmó la cesión de la tierra, según la escritura, pro pax maritum, por la paz del matrimonio.

Con todo, si un marido se negaba a hacer concesiones por la paz del hogar, una esposa no tenía manera de defenderse. Por ley, los maridos controlaban todos los recursos del hogar -hasta las ganancias que las esposas pudieran aportar- y podían disciplinarlas por la fuerza si era necesario.

En las zonas urbanas el matrimonio siguió aproximadamente el mismo derrotero. El renacimiento del comercio en la Europa occidental durante los siglos XI y XII creó ciudades densamente pobladas como París, Londres, Milán y Florencia, donde los artesanos y mercaderes realizaban negocios en sus hogares, negocios y tabernas.

Esas ciudades proporcionaban un mayor caudal de potenciales esposas que las  que estaban disponibles en las aldeas agrícolas y ofrecían más oportunidades de galanteos no supervisados. No obstante, durante la Edad Media el matrimonio rara vez era un asunto verdaderamente privado en cualquier parte de Europa.

En las ciudades, como en las aldeas campesinas, frecuentemente había intermediarios que presentaban a la pareja, tanteaban las afinidades para determinar si una relación podía pasar a otro nivel y realizaban las negociaciones económicas que acompañaban al matrimonio.

Esos casamenteros no eran sólo mujeres. En realidad, según la historiadora Shannon McSheffrey, era deber y privilegio de los hombres mayores asegurar que se celebraran matrimonios convenientes e impedir que se realizaran los inconvenientes.

Tanto en las ciudades como en el campo con frecuencia el matrimonio era una sociedad de negocios, con implicaciones económicas de largo alcance para los amigos y las relaciones de ambos lados.

Las familias de mercaderes utilizaban las alianzas matrimoniales para aumentar el capital y construir redes de negocios y, en muchas regiones del noroeste de Europa, la esposa del comerciante se convertía en su socia en las actividades económica. Podía llevar los libros del negocio de la familia o ayudar a atender a la clientela, acutar como agente de su marido en su ausencia y continuar manejando la empresa al quedar viuda.

Estas asociaciones de trabajo eran especialmente habituales entre los artesanos operarios especializados de los pueblos medievales. Muchos gramios de artesanos, dando por sentado que la esposa trabajaría junto al marido, sólo permitían que éste tomara un aprendiz si no estaba casado.

En el Londres del siglo XIV las esposas de los curtidores de cuero incluso estaban afiliadas al gremio junto con sus maridos, y muchos gremios exigían a sus miembros que se casaran antes de alcanzar el rango de maestro.

Los comercios urbanos solían ser lo que la historiadora Beatrice Gottlieb llama carreras bipersonales. Como sucedía con los matrimonios campesinos, esta situación debió haber creado respeto mutuo, dependencia y hasta sentado las bases para el amor entre marido y mujer, pero no dejaba mucho lugar para el romanticismo si una inoportuna muerte cortaba la carrera del otro por la mitad.

Cuando uno de los esposos moría, se creaba una vacante laboral.  La viuda o el viudo volvía a casarse para llenar esa vacante o uno de los hijos o hijas se hacía cargo del puesto y casi simultáneamente conseguía un compañero.

Tanto en las zonas urbanas como en las rurales el matrimonio incrementaba la autoridad del varón y a la vez restringía la de la mujer. Un hombre podía ser elegido como miembro de un jurado, alcaide u otro cargo oficial sólo después de casarse.

En cambio, al casarse, la mujer perdía la libertad de establecer contratos y de ser considerada responsable de sus actos. Una mujer casada era una feme covert. Estaba cubierta por la identidad del marido y carecía de cualquier condición legal por sí misma.

En las ciudades, sin embargo, una mujer casada podía ejercer una petición ante las autoridades para que le levantaran las restricciones de cobertura. A esta mujer, llamada feme sole en Francia e Inglaterra y Marktfrau en Alemania, se le permitía hacer negocios como si no tuviera marido. Era responsable de sus propias deudas y podía contratar aprendices o firmar contratos sin la aprobación del marido.

Fuente:  Historia  del Matrimonio   (Stephanie Coontz)