He sostenido muchas veces (y más que lo haré en el futuro) que los dos aspectos que más me gustan de un escritor son su exactitud semántica y su forma de mirar. Con el primero me hago una idea bastante aproximada de su rigor expresivo, de su autoexigencia verbal, de su desdén por el lenguaje descuidado; con el segundo, compruebo desde dónde me hace contemplar los hechos que está narrando, qué perspectiva adopta a la hora de relatar y con qué ritmo lo hace. Esos dos intereses han quedado plenamente satisfechos durante la lectura de Historia secreta del mundo, de Emilio Gavilanes (Ediciones de La Discreta, 2015), que me ha parecido una colección excelente de microrrelatos.
La intención que mueve al escritor madrileño es elaborar una historia alternativa (o secreta, como él dice) del mundo, donde queden cobijados los sucesos que apenas han sobrevivido a la amnesia colectiva y donde los grandes protagonistas y los grandes nombres (Garcilaso de la Vega, Hölderlin, Lincoln, Mallory, Hitler) comparezcan desde otro ángulo. Logra así viñetas, diapositivas, estampas de una belleza estremecedora, que provocan en el lector un amplio abanico de emociones (sorpresa, ira, ternura, conmoción, repulsa). Me impresionó la metáfora que extrae de “El hombre de la turbera” (el conocido Hombre de Lindow). Me causó deslumbramiento la brillantez conceptual de “Huida a Egipto”. Me hizo pensar en “San Pedro”. Me provocó sonrisas con “La poesía viaja al noroeste”, donde se nos cuenta cómo Basho compone el primer haiku de la jornada. Erizó la piel de mis brazos con el último párrafo de “Viaje por una provincia del interior”. Me conmovió casi dickensianamente con “La pequeña deshollinadora”. Y, en fin, me hizo tragar saliva con frases como la que contiene el relato “Otro héroe” (“Durante su vida nadie alabó nunca su lucha heroica para no vengarse, una hazaña pasiva”).
No tardaré en volver a este autor.