Contesto con este escrito al que tú me diriges desde tu blog ( http://upyd.tumblr.com/#/1294665817 ), para así ir dando cuerpo a este absorbente debate en el que nos hemos metido, tan estimulante para mí, aunque sólo fuera por el hecho de tener enfrente a un interlocutor con una envergadura intelectual como la tuya.
Tienes razón para empezar: el estilo conversacional que hemos mantenido en los correos, y que yo casi había eliminado en mi anterior escrito, enriquece y da frescura a nuestro debate, así que trataré de recuperarlo. Por otro lado, me sumo al proyecto vital hacia el que apuntas para cuando hayamos dado esta batalla que hemos de dar en UPyD: una vez de vuelta a la cueva, yo también amueblaré mi refugio con libros de filosofía, bajaré definitivamente a ese estrato de lo humano del cual todos los demás son sólo superestructuras (llamémoslas así haciendo una concesión postrera a nuestras indigestas cosmovisiones de juventud).
Son muy generosas tus palabras de presentación. Sólo aludiré brevemente a lo que comentas a propósito de nuestro I Congreso: mis discrepancias con Carlos Martínez Gorriarán fueron, junto al resto de sus intervenciones, el instrumento a través del cual pude constatar que es una auténtica apisonadora dialéctica, con una cultura y una erudición muy por encima de las que exhiben la práctica totalidad de los políticos españoles.
Y yendo ya al grano, estaré encantado de que nos ayudemos a aclarar nuestras respectivas ideas, aunque sea, en buena medida (pero no sólo), por contraste.
Sé que invita a ponerse a la defensiva el presupuesto de que la realidad discurre en dos niveles: el manifiesto y el que le sirve de sustrato. Pero funciona bastante bien y no me siento capaz de salirme de él. En el nivel manifiesto, las cosas son lo que son (lo que parecen ser), y punto. Para quienes creen que la realidad sólo consiste en esto, toda valoración es un modo de evadirse de eso que es lo único de lo que podemos estar seguros: las cosas tal y como se nos aparecen. La idea de progreso sería, según esto, uno de esos valores que nos hacen evadirnos de lo que las cosas son: ¿por qué va a ser mejor, o más "progresista", (esto es algo que, más o menos, le oí decir hace ya un montón de años a Mario Gaviria, un ecologista de pro del que hace mucho que no sé nada) el modo de vida del hombre actual, lleno de neuras y de insatisfacción, que el del paleolítico, en el que el hombre se dedicaba a cazar, a pescar y a follar, que es justamente aquello (también más o menos) que aspiramos a hacer hoy en día en cuanto nos liberemos de todo lo que nos ata en nuestra civilizada vida? Un poco simple el planteamiento, pero hay algo en él que interrumpe un tanto la seguridad que los "progresistas" tenemos en el nuestro.
Pero, efectivamente, yo creo que hay otro nivel no manifiesto en la realidad,
aunque soy consciente de que esta idea es un peligroso tobogán que te puede llevar al desvarío en cuanto te descuides, porque con ella se pueden justificar las elucubraciones de cualquier paranoico. Y es que esa realidad latente sería algo así como el alma de las cosas, su entelequia, lo que las empuja en pos de lo mejor. Pero ¿qué es lo mejor? Para Marx lo era la sociedad sin clases y para Hitler un mundo de superhombres arios. Y la que armaron esos dos mejor no volver a reeditarla. Creo que, precisamente, estamos viviendo en la resaca de un tiempo en que el mundo se emborrachó con grandes ideales… que fueron el prólogo de grandes catástrofes. Vale.
O sea que estamos en el mismo punto que le llevó a Descartes a dudar de todo… aunque también con su misma necesidad de encontrar una certidumbre en la que apoyarse para no caer en la indiferencia de quien acaba concluyendo que todo da igual, que no existe lo mejor y lo peor (que no serían más que meras construcciones subjetivas), y que para qué molestarse en dedicarse a algo más que a resolver las necesidades inmediatas, si no hay ningún sitio "mejor" o más "progresivo" al que ir.
En sentido negativo, puedo decir que a la necesidad de encontrar esa certidumbre radical me empuja la vertiente de mí que da a la psicología, y desde la que creo saber que esa contrapuesta indiferencia de la que hablo tiene nombre técnico: depresión. Y la depresión es el infierno en este mundo, al que nadie quiere ir (pero en el que ha caído más de uno de los que se han guiado por la indiferencia valorativa como requisito para acceder al conocimiento; a propósito, si estuviera más preparado, quizás hubiéramos podido escarbar desde aquí en la tendencia a la depresión de Wittgenstein, tu filósofo favorito. Pero discúlpame; es una temeridad por mi parte el sólo hecho de plantearlo). Así que, parodiando a Descartes, puedo constatar que, para empezar, efectivamente, no soy nadie, no voy a ningún lado, sólo soy vacío… ergo sum. O dicho a la manera de María Zambrano: "El hombre podría definirse –una de tantas posibles definiciones– como el ser que alberga dentro de sí un vacío (…) un vacío que ha de llenarse".
El vacío se llena, para empezar con el deseo, el anhelo de algo, la esperanza de encontrar aquello que llene ese vacío. ¿Y qué es? Iba a decir que ni puta idea, pero va a quedar más elegante poner otra cita de la Zambrano: “La esperanza (…) no siempre sabe lo que pide”. Y ya que estamos: “Vivir, al menos humanamente, es transitar, estarse yendo hacia… siempre más allá”.
Así que una cosa es la realidad manifiesta y otra lo que late en el sustrato: nuestra necesidad (¡necesidad vital!) de estar siempre yendo en busca de algo más… algo mejor, algo que nos llene (o nos vaya llenando). En suma: progresando. ¿Y qué es progreso? Antes de ponerme a dar respuestas a lo Bécquer, mejor diré que progresar es algo que hay que ir descubriendo, y de lo cual creo que sólo tengo una idea suficientemente "clara y distinta": progresar es ir de lo simple a lo complejo. Por ejemplo, cuando Portugal decidió volver a ser independiente en 1640, regresó de lo complejo a lo simple, porque, cuando el Conde-Duque de Olivares quiso unificar fiscalmente (y en el sacrificio de hombres en los ejércitos) los territorios de la Corona de España, Portugal (y Cataluña, Andalucía y Nápoles) se echó para atrás (con sólidos argumentos, desde luego: creo que, en conjunto, la política de los Austrias fue bastante negativa); y acabó separándose. Y eso fue regresivo desde el punto de vista de la marcha de la historia desde lo simple hacia lo complejo. Y si algún otro territorio español, actualmente, quisiera hacer otro tanto, también ello supondría una regresión desde nuestra actual complejidad fiscal, lingüística, económica, etc. hacia fórmulas de socialización más simples (aunque ellos dijeran que no miran al pasado, sino al futuro), como vuelta a lo simple fue, salvando las distancias, que vascones y cántabros regresaran a la aldea a la caída del Imperio romano. Y además, para separarse actualmente, esos territorios tendrían que dejar opinar al resto de los españoles, porque se estaría destruyendo un organismo que no sólo depende de esos eventuales separatistas. Es lo que tiene esto de la complejidad: los organismos simples, llegado el momento evolutivo preciso, no pueden renunciar a formar parte de un todo orgánico dentro de los organismos complejos a los que pertenecen; en biología, algo así se llamaría cáncer.
Así que, por si me preguntas más en concreto que por qué soy progresista, ya tengo preparada la respuesta: porque no me gustan ni la depresión ni el cáncer. Y después, pero sólo después, me enrollaría con que si el idioma común, la unidad fiscal y de mercado, la racionalidad de las infraestructuras y trasvases… ya tú sabes. O con cuestiones metafísicas, como las que me llevarían a Kant, de quien te pongo una cita que cazo al vuelo (la traducción se nota que renquea): "Desde luego es una extraña y, en apariencia absurda proclama querer concebir una historia, según una idea de cómo debería ir el curso del mundo si se adecuara a ciertos fines racionales; parece que, con un propósito semejante sólo puede darse una novela. Sin embargo, si se tiene que suponer que la naturaleza, incluso en el juego de la libertad humana, no procede sin plan ni propósito final, esta idea podría ser de uso; y aunque seamos cortos de vista para penetrar el mecanismo secreto de su organización, esta idea debería servirnos, sin embargo, de hilo conductor para representarnos como un sistema. Al menos en grande, lo que, de lo contrario, es un agregado de acciones humanas sin plan". O sea, e invirtiendo el orden de estos argumentos: si no hay plan previsible, todo está abocado al absurdo; y si el absurdo prevalece, mejor que empecemos a hacer cola en la consulta del psiquiatra. Y a contrario sensu, los peligros de dejar reinar al absurdo puede que implícitamente estén avisando de que en el sustrato hay una especie de "plan".
Pero si no fuera así, si todo es absurdo, aún me quedaría una última trinchera; perdóname (y van dos) la manía de poner citas, pero aún me queda ésta de Nietzsche para describir esa posición que está inmediatamente antes de la de echar a correr: "Hemos arreglado para nuestro uso particular –dice– un mundo en el cual podemos vivir concediendo la existencia de cuerpos, líneas, superficies, causas y efectos, movimiento y reposo, forma y substancia, pues sin estos artículos de fe nadie soportaría la vida. Pero esto no prueba que sean verdad tales artículos. La vida no es un argumento; entre las condiciones de la vida pudiera figurar el error". Si no hubiera más remedio que escoger, yo, claro está, prefiero la vida.
P.S. Ya he encargado el libro que tienes traducido, prologado y editado sobre Wittgenstein, "Últimas conversaciones". En mi primer intento de adquirirlo, me ha fallado el acceso a la editorial Sígueme, así que he cambiado de distribuidor.