Allá por diciembre te expliqué, querido lector, por qué quería ir a la JMJ de Cracovia. Hoy hace ya un mes que en contra de mi voluntad me hicieron abandonar las verdes tierras polacas para volver al duro verano castellano. Creo que ya estoy en condiciones de escribir algo sobre ello, pero he tardado tanto en hacerlo básicamente por tres motivos.
NOTA: El palito que aparece en el título pretende indicar que seguiré hablando en entradas futuras de la JMJ, lo cual significa que cuando termines de leer esto seguirás sin poder respirar tranquilo.
- Uno, porque no sabía cómo hacerlo. Aterrizar todo lo que se vivió allí me parecía superior a mis fuerzas. Y como sigo sin saber cómo enfocarlo, la realidad es que confío en que la inspiración me llegue por el camino. Ya sabes que a veces uno encuentra las claves para hacer algo haciendo ese algo.
- Dos, porque me asaltaba el pensamiento de que iba a escribir por vanidad, para construirme a mí mismo. Este es un pensamiento que lleva bastante tiempo viniéndome a la cabeza cuando me apetece contar algo por aquí. Sin embargo, escuché una vez decir a una persona más sabia que yo que cuando uno deja de hacer algo bueno porque sabe que se va a enorgullecer de ello y por eso no quiere hacerlo, está siendo vanidoso por partida doble. Vanidoso por un lado por concederse el mérito de evitar la soberbia y por el otro por pensar que evitar la vanidad es más importante que el bien que puede hacerse. En mi caso añadiría que sería vanidad por partida triple, pues ni siquiera puede asegurarse que lo que voy a escribir sea un bien para nadie más que para mí mismo, que escribo para que no se me olviden las cosas.
- Tres, porque una realidad para mí inalterable es que soy un vago profundo y me cuesta horrores ponerme a hacer algo sin que haya una razón muy poderosa que me saque de mi comodidad. Y en verano ni te cuento.
Pero dejémonos de prolegómenos. Ya te he dicho que no sé cómo empezar, pero por suerte estoy leyendo El idiota de Dostoyevski y recientemente me he encontrado con este magistral párrafo:
Una hora más tarde, cuando volvía al hotel, tropecé con una campesina con un niño de pecho. La mujer todavía era joven y la criatura tendría mes y medio. El niño le había sonreído por primera vez desde que nació. Vi que ella se santiguaba con gran emoción. "¿Por qué haces eso, muchacha?", le pregunté, porque entonces siempre andaba haciendo preguntas. Y ella contestó: "Al igual que una madre se regocija de ver la primera sonrisa de su niño, Dios también se regocija cuando ve desde el cielo a un pecador que se arrodilla ante Él orando de todo corazón". Eso fue lo que me dijo una campesina, casi con esas mismas palabras, y ese pensamiento tan profundo, tan sutil y genuinamente religioso, ese pensamiento que expresa de una vez todo lo esencial del cristianismo, o sea, la noción de Dios como nuestro Padre y el regocijo de Dios ante un hombre, como el de un padre ante su propio hijo, es el pensamiento principal de Cristo.¡Una simple campesina! [...] la esencia del sentimiento religioso no tiene nada que ver con el razonamiento, ni con las faltas o los delitos, ni con el ateísmo. Es algo enteramente diferente y siempre lo será; hay en ello un no sé qué en el que siempre resbalarán los ateos, quienes nunca hablarán acerca de eso. Pero lo importante es que donde eso se nota más clara y rápidamente es en el corazón ruso, ¡y ahí tienes mi conclusión! Esta es una de las primerísimas convicciones que he adquirido en Rusia. ¡Hay algo que hacer, Parfyon! ¡Hay algo que hacer en nuestro mundo ruso, créeme!
Así me sentí yo allí en Cracovia, en el campus Misericordiae, rodeado de dos millones de personas, la noche de la vigilia del 30 de julio.
Allí, sin saber muy bien lo que hacía pero entendiendo que lo necesitaba, me puse de rodillas y empecé a rezar, empecé a soltar todo el lastre que llevaba encima, los miedos que tengo, las inseguridades; mi pasado mi futuro y mi presente; mi familia, todo lo que no entiendo; en definitiva: todo lo que no aguanto de mi vida.
Allí, con las banderas ondeando alrededor, en la noche; con la cruz iluminada en el escenario, al fondo; con su imagen clavada en la retina, al frente; con las velas encendidas a mi alrededor... entró el silencio. Y como tan bien expresa Dostoyevski, entré en el regocijo de Dios ante los hombres, ante mí en ese momento. Sentí su mirada y que no debía tener ningún miedo porque no estaba solo: Él estaba conmigo. Me sentí amado y eso, justamente ese eso, es muy difícil de explicar con palabras.
Allí, a continuación, fui consciente de mi misión aquí. Parafraseando nuevamente a Dostoyevski: ¡Hay algo que hacer, Parfyon! ¡Hay algo que hacer en nuestro mundo ruso, créeme! Parfyon soy yo. Parfyon eres tú. Y hay algo que hacer en nuestro mundo (aunque no sólo en el ruso, claro), algo muy importante para lo cual tú eres imprescindible. Pero de eso quizás hablemos en la siguiente historia de Cracovia.