Muchacha frente a la ventana, 1925. Salvador Dalí
Me despierto, abro la ventana, mi ventana. Está oxidada. Hace mucho tiempo que no se abría. El día está gris, no llueve pero siento la humedad del olor a tierra mojada. Por fin respiro aunque me siento vacía y ansío este viento que ahora invade mi cuerpo.
Ayer despedí al hombre que no me permitía asomarme a la ventana, aquel que provocó que se oxidase, aquel que me cerró con llave el canto de los pájaros, la fiel compañía de la amistad, la carcajada atrevida en las noches de bar, la locura de no saber qué va a ocurrirme mañana, aquel que atrapó mi pasión a cambio de promesas.
El día que cerré la ventana me prometió compañía eterna, me manipuló con sus besos ardientes, con sus caricias sedosas. Me prometió ser madre, la seguridad de no estar nunca sola, la estabilidad ciega de una vida tranquila. Me prometió que su mujer sería yo.
A cambio de cerrar para siempre la ventana, de esconderme tras las cortinas, de despedirme del otro mundo, de esconderme en este rincón de paredes vacías, de no disfrutar de sus cumpleaños, de no cuidarle cuando estaba enfermo, de ser siempre “la otra”.
Mi vida, una vida llena de mentiras tras la ventana. He vivido en una estancia cerrada, con esa distancia tan destructiva de la realidad, siendo espectadora, siempre esperando. Fue mi decisión esperar, esa espera que nunca llegaba. El tiempo contra mí, la vida pasando.
Por fin he desesperado, he renunciado a su mirada enamorada, a sus falsas promesas, a sus abrazos y mentiras. Ya me ahogaba. Rompo la estabilidad, la llamada que llegaba tarde, las horas mirando al reloj, el sonido de la puerta.
Ahora me invade el miedo pero me siento bien. El ya cabe en una caja escondida en el armario que nunca se llenó con su ropa, he ahogado todas sus promesas en ella, he enterrado las palabras que flotaban en el aire, los planes de viajes, su cepillo de dientes y las pocas pruebas que existieron de nuestra vida juntos.