Gitano, callejero y con el alma en la garganta, su corazón repica por bulerías como lo hace el yunque en la fragua. Suena una vez más la guitarra, que pierde notas al viento para llenar de cante hondo la silla desde la que Diego Ramón Jiménez Salazar canta.
Dicen que su voz profunda, de madera desesperada, trepa por la barriga de los flamencos, cuentan que de su sinuosa cintura, quebradora de almas, brotan cuerdas preñadas de son que lloran a lunas suburbanas, afirman que atrapa sentires y duendes de músicos que lloran, ríen, odian y aman, como solo lo hace ella: la guitarra. Y como es imposible callarla, a Diego Ramón Jiménez Salazar, El Cigala, genio del flamenco, un sonido de twang de los años 50 de Nueva Orleans, le llevó a una apasionante aventura de la que surgió ‘Romance de la luna tucumana’. Trabajo creativo en el que su irrefrenable pasión por la fusión y la universalidad de la música, le condujo a una apasionada querencia hacia la canción sudamericana, donde para goces propios y ajenos descubrió a Atahualpa Yupanki y sobre todo a Mercedes Sosa, "la voz de Latino América".
Pues sobre un escenario mexicano, compartiendo lágrimas negras junto a Calamaro, la voz profunda y el cantar diferente de una guitarra, que en aquel instante lloraba de las manos de Diego García, iluminó el rostro de una farra en la que encontró la senda para un gran trabajo que brilla cuando la luna se acaba. De esta forma surgió otro 'disco de cine' de El Cigala, que en esta ocasión encontró la revelación en un séptimo arte que le fue marcando caminos: Un tango de la Lista de Schindler, abrió vetas de inspiración para establecer el hilo de oro de la continuidad con una eterna milonga cantada en Martin Fierro, mientras la voz eterna de Mercedes Sosa en la película Che, le trazó sinuosos caminos de imaginación sobre los que el duende flamenco descubrió iguales en otras culturas y realidades artísticas.
Diego el Cigala, Diego García, guitarrista de Andrés Calamaro, y el percusionista Changuito fueron los tres ejes de este álbum, donde sin perder la pureza de sus raíces, sigue creyendo en una música universal y politeísta. Escapa de la ortodoxia y se abraza a la fusión, la integración del talento, algo que aprendió de muchos maestros, pero que llevó a sus más altas cotas de belleza y expresión con su querido amigo Bebo Valdés. Gracias al piano de Bebo, su música, El Cigala trascendió mucho más allá del flamenco, que en su caso es ya mucho decir. Como llegó a reconocer en infinidad de ocasiones conocer a Bebo, al mago de los ritmos cubanos, constituyó el mayor logro de su vida, mucho más que cualquier premio tanto a nivel personal como profesional.
Tras Lágrimas Negras, Dos Lágrimas y Cigala & Tango, este trabajo sigue la estela de fusión creativa de los anteriores, por lo que Diego seguirá sorprendiendo por su versatilidad musical, por la pureza desgarrada de una voz a la luz de la luna tucumana que te traspasa y se expresa melódicamente al compás de once canciones llenas de pasión argentina, ritmo cubano y arte flamenco.
Romance de la luna tucumana es algo más que tango, es una aventura y un gran reto musical, hay milonga, chacarera, canción popular argentina de la mano de Mercedes Sosa y mucha fusión. Cinco canciones inspiradas en la “mamá de América”, Balderrama, Déjame que me vaya, Canción de las simples cosas o el Romance de la luna tucumana, también otro gran tema en el que nos cuenta entre otras cosas que a esta hora exactamente hay un niño en la calle. Un niño como lo fue Diego Ramón Jiménez Salazar. Pues cuentan que allá por el año 1978, por la corrala del barrio madrileño de Lavapiés, corretea un niño gitano que lleva en su sangre los acordes rasgados de una guitarra que susurra por las aceras una música milenaria. Una música que no se aprende, se lleva o no se lleva, se tiene o no se tiene y, que este pequeño diablo de diez años lleva de serie en sus genes, pues en la genealogía artística que conforman sus apellidos brilla de forma especial el ilustre cantaor Rafael Farina, de Salamanca.
Gitano, callejero y con el alma en la garganta, su corazón repica por bulerías como lo hace el yunque en la fragua. Suena una vez más la guitarra, que pierde notas al viento para llenar de cante hondo la silla desde la que Diego Ramón Jiménez Salazar canta. Y al pequeño Diego, que aún no es “Cigala“, le envenena el vuelo de una pelota y el llanto de su guitarra. Cuentan que aquel veneno de forma esférica ocupó gran parte de sus sueños de infancia, los sueños de un menudo futbolista callejero que con doce años fue a probar con los alevines del Real Madrid: “No me cogieron porque todavía no tenía la altura, me dijeron que esperase un par de años”.
Tenía talento pero los dioses no le dotaron con un gran físico, dos años fueron muchos para el pequeño Diego, al que en cambio el Olimpo del arte sí que dotó con una privilegiada forma de transmitir con su voz. Dieguito como le llamaba Camarón, era un genio del flamenco que moría con el alegre tintineo y la percusión de alma gitana de una guitarra. Con catorce años el Real Madrid le quedó lejos, pues aunque su mundo aún tuviera forma de balón, Dieguito comenzaba a despuntar cantando en Tokyo con la compañía de Paco Peña y, mascullando a aquellos japoneses “O mi si kuda sar” -dame un poco de agua-. Y en aquel nuevo camino perdió a Maradona, pero encontró a Camarón, a Paco de Lucía, a Farruco, grandes genios que identificaron el lamento del pueblo gitano en su garganta.
Gracias a ello el mundo perdió a un futbolista y el cante ganó los lamentos cubistas de un grande de la música, que entre otras muchas obras nos regaló “Lágrimas negras”, a sones afrocubanos del insondable piano de Bebo y “Picasso en mis ojos”, donde la versátil y rasgada voz cañí del Cigala nos moldeó el ‘dibujo musical’ del irrepetible genio de Málaga. "Y tú me estás enamorando y chanelando, con esa manera de pintar por tangos"…
Por todo ello, ahora que quedamos colgados de un Romance a la luna tucumana que nos traspasa, el tamboril de la luna cuelga su copla en el aire. Cigala canta a Mercedes Sosa con Bebo como mayor de sus saudades, nuestros corazones baten palmas con las manos de su sangre, mientras cansada, la luna se duerme sobre los valles. Pues Diego no es cantor letrado, porque lo suyo es cantar, no tiene cuándo acabar, y envejece cantando, las coplas le van brotando como agua de manantial.
Fuente: Vavel. C. Marco