Historias del fin del mundo, I: así se forjó la cultura occidental.

Publicado el 09 abril 2014 por Rafael García Del Valle @erraticario

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Afirma Elinor Shaffer en un libro recopilatorio de Malcolm Bull, titulado La teoría del apocalipsis y los fines del mundo que:

El deseo humano de creer que el Fin del Mundo no es el fin del mundo es tan poderoso como la esperanza o el temor al Fin. Tradicionalmente, se interpreta el “Fin del Mundo” como el fin de los otros, del enemigo, de los indignos, de los actuales opresores; pero no de nosotros. El fin del mundo anuncia un mundo nuevo, preferiblemente, sobre la tierra.

Parece ser un sentimiento general ese que H. G. Wells llamó “desilusión purificadora”, la asunción de que un gran desastre mundial tiene que preceder al comienzo de una “nueva era” en que se materializa la utopía soñada por los hombres. Según Hans Magnus Enzensberger (todas las citas se refieren al libro mencionado):

La idea del apocalipsis ha acompañado al pensamiento utópico desde sus mismos principios, persiguiéndolo como una sombra, como un lado inverso del que no es posible desprenderse: sin catástrofe no hay milenio, sin apocalipsis no hay paraíso. La idea del fin del mundo es sencillamente una utopía negativa

En nuestra propia época, el fin apocalíptico se entiende, básicamente, como una catástrofe natural o cualquier tipo de destrucción violenta, y hay corrientes exclusivas de estos tiempos que se contentan con un fin del mundo y punto, sin utopías posteriores, y que reflejan las señas de identidad del apocalipsis postmoderno del que ya se habló en su día, y del que se hablará en un próximo artículo continuación de éste.

En Occidente, la creencia religiosa sobre qué ha de ser el futuro ha consistido siempre en algo sencillo: que se acaba la historia. Tal cual. Entonces llegará una figura mesiánica que impondrá un reino de paz y prosperidad y tal. Esto ha dado pie a una interpretación espiritual y a otra histórica: según la primera, las referencias apocalípticas se refieren a realidades morales; según la segunda, propia de la tradición hebrea, anuncian acontecimientos políticos y sociales.

Ésta segunda visión fue popularizada en la Cristiandad del siglo XII por Joaquín de Fiore, una excepción a la interpretación cristiana habitual de los apocalipsis, que eran entendidos en términos espirituales.

La visión apocalíptica de la historia está estructurada de acuerdo con una pauta –divinamente predeterminada—de crisis, juicio y justificación. El dominio de Dios sobre la historia, concebida como una estructura preordenada y unificada, se hace más evidente para sus fieles cuanto peor imaginan que van las cosas.

Este pensamiento de inminencia ha sido muy poderoso desde la Alta Edad Media y ha marcado la historia político-socio-cultural de Occidente, determinando las decisiones y acciones a emprender a la sombra del Juicio Final. Según Bernard Mcginn:

…la formación de una cultura europea occidental de rasgos distintos fue producto de unos dirigentes que no habían cifrado sus esperanzas en edificar una sociedad nueva, sino en la expectativa del fin de todo esfuerzo humano en el Juicio Final.

[...] Desde luego, la cristiandad medieval nunca fue lo que a la gente de hoy le gusta llamar una realidad histórica: la sociedad medieval estuvo políticamente fragmentada, fue violenta y facciosa aun para los niveles del siglo XII, y tal vez ni siquiera fue “realmente” cristiana, como lo sostienen algunos historiadores modernos. Pero el ideal –o el mito—de la cristiandad como orden mundial unificado desempeñó un papel importante en la cultura medieval.

La historia en torno a los terrores e histeria colectiva del año 1000 es, según los estudios de George Duby, una leyenda surgida en el siglo XV para reforzar la imagen de tinieblas de una época denostada por el Renacimiento en favor de la civilización grecolatina que la precedió.

Sin embargo, aunque el año 1000 no se viviera con tan particular horror, sí que parece haber existido un clima general de tensión milenarista que impregnó toda la Alta Edad Media.

San Agustín había afirmado que el mundo se encontraba en su época última, pero negaba cualquier posibilidad de establecer fechas precisas, por lo que su palabra fue tomada para combatir la ola de profetas y augurios que recorrían Europa tras la caída del Imperio.

No obstante, aunque no se le atacara de forma directa, eran muchos quienes le pasaban por alto, como sugieren las diferentes referencias al fin cercano del mundo que se dan entre los años 400 y 1000.

Precisamente porque no se podía calcular el tiempo del fin, pero aún se le sentía como algo inminente, se le podía emplear como poderoso argumento para hacer esfuerzos de difundir el evangelio y asegurar su debida observancia. […] Los siglos formativos de la cristiandad se mostraron obsesionados, en el arte y en la literatura así como en la teología, por el tema de la llegada del juicio, aunque rara vez por predicciones precisas sobre su fecha

La retórica lúgubre en torno a los horrores de la época fue empleada no tanto como predicción del futuro sino como herramienta de reforma social, animando así la gran ola de misioneros que arrolló las culturas nórdicas, germánicas y celtas, donde proliferaron las cruces como iconos de la Segunda Venida de Cristo y el Juicio Final, en una suerte de visualización en tiempo presente de lo que había de acontecer, atemorizando a los injustos y dando esperanza a los rectos de corazón.

Según Marjorie Reeves, tras la difusión del milenarismo de Joaquín de Fiore, que enterró las prevenciones de San Agustín, se quiso ver en San Bernardo y la reforma del Cister un anuncio de la Edad del Espíritu en medio de los que se consideraban los “últimos días”.

El tema echó raíces particularmente en las nuevas órdenes religiosas, cuyos miembros más fervientes se creyeron llamados a una vocación especial en la última edad. Esto pudo adoptar la forma ortodoxa de un nuevo apremio por renovar la vida apostólica y cumplir la profecía evangélica de que había que convertir a todo el mundo antes del fin.
[…] Pero este escenario pesimista estaba iluminado, sin embargo, por destellos de la visión Joaquinita de la Edad del Espíritu.

Entre los siglos XIII y XVI, al amparo de las discusiones sobre el milenarismo joaquinita, serán frecuentes las profecías en torno a los papas y sus roles en la lucha final entre  el Bien y el Mal; desde finales del siglo XIV existía la esperanza de que un papa terrenal se convertiría en el papa angélico que haría frente a la figura omnipresente del Anticristo, inaugurando con su victoria una época de realización positiva dentro de la historia antes de que se acabara el tiempo.

La idea alimentó numerosas profecías que inevitablemente se mezclaron con la política, referiéndose al papel que habrían de jugar reyes y emperadores como defensores del papa angélico o, por el contrario, como favorecedores del ascenso al poder del Anticristo.

Esta actitud desencadenó importantes disturbios, sobre todo en la Italia del siglo XVI, donde las familias ilustres se disputaban el papado y utilizaban a los profetas a su favor, todo lo cual llevó al papa León X a encargar una comisión que contuviera a los predicadores apocalípticos.

Pero aquella comisión formaba parte de la época, así que se llenó de comentarios y amenazas proféticas en la que los participantes afirmaban que todo aquello, incluida la convocatoria de la comisión, era un signo de que la Iglesia estaba en su ultimidad edad y el concilio había de purificarla.

De hecho, León X hizo todo lo posible por que se le identificara con el papa angélico; entre otras cosas, su adscripción familiar así lo afirmaba: Médici, “curador de heridas”.

Entre los emperadores, la cosa no le iba a la zaga a los papas. Carlos V fue llamado a asumir su papel como fundador de la monarchia christianorum, el reino universal cristiano vaticinado para los Últimos Días. Entre otras cosas, las profecías le destinaban a acabar con las herejías, reformar la Iglesía y recuperar Jerusalén. Es decir, el nuevo David que reuniría al rebaño, el nuevo Moisés que llevaría a su pueblo a la libertad y el nuevo César que acabaría con los bárbaros.

(Continuará…)